Han pasado ya dos lustros desde que apareció en este diario una de mis colaboraciones dominicales, que comenzaba con los siguientes párrafos: “El día 12 de Febrero de 1934 era Martes de Carnaval. Mientras las calles de Ceuta se llenaban con el bullicio de las letrillas y de los disfraces, coincidiendo casi exactamente con el momento en que la murga “los Jugadores de Golf” se inmortalizaba, retratándose en la Plaza de Ruiz, en una fotografía que ha pasado a la historia del Carnaval caballa, un niño nacía en el edificio sito en el nº 41 de la calle Real, que por aquel entonces había perdido –una vez más- su clásica denominación, afortunadamente hoy recuperada.
Al recién nacido, tercer vástago de un matrimonio ejemplar, le pusieron por nombre Francisco, en homenaje a su abuelo materno, cuando el Padre D.José Rodríguez lo bautizó en la Parroquia de los Remedios. Como muchos habrán podido comprender, aquel niño era yo”.
Quedan tan solo unos días, por tanto, para que cumpla los ochenta años de vida. Como anticipé en aquel artículo, llegar a estas edades resulta una experiencia contradictoria. Por un lado, la satisfacción de sentirme mejor que la mayoría de mis coetáneos y la alegría de saberme todavía con plena capacidad intelectual, pero por el otro, el recuerdo de tantos que, habiendo sido mis compañeros de estudios y de juego, ya no están con nosotros, o el de las personas mayores que conocí y que, muchas de ellas con menos edad de la mía, se fueron de este mundo. En estas fechas no puedo evitar la reflexión de que, por ley inexorable, y porque me voy acercando muy peligrosamente a la expectativa media de vida de los varones españoles, no pasará mucho tiempo sin que me llegue el momento de rendir cuentas ante el Señor. Para un católico que cree en el sentido trascendente de nuestra peregrinación por la tierra, ese tránsito no es el final, sino el principio, aunque en estos casos siempre surge la anécdota -ya relatada en otra ocasión- de aquel Obispo moribundo que, ante la perspectiva de subir muy pronto al Cielo, dijo aquello de “Si, si, pero como en la casa de uno…”.
Por mi mente pasan muchos recuerdos de la infancia, de una infancia marcada por las guerras, la civil y la segunda mundial. De la nuestra, bombardeos sobre Ceuta, sirenas que los anunciaban, noches pasadas en el sótano de Tte. Arrabal nº 2, utilizado como refugio por los vecinos de la zona, y, sobre todo, el trauma que, con cuatro o cinco años, me supuso conocer, por boca de mi padre, que los que luchaban eran españoles contra españoles.
En cuanto a la Segunda Guerra mundial, recuerdo los convoyes por el Estrecho, y, especialmente, los bombardeos nocturnos sobre Gibraltar. Era como vivir una película bélica. Reflectores, explosiones, y, en algunas ocasiones, la caída de un avión en llamas, no solamente al mar, sino incluso sobre territorio ceutí.
Por lo que se refiere a nuestra ciudad, y como ya dije hace diez años, la evoco más pequeña, más pueblerina, con mayor presencia y peso de la guarnición, pero, sobre todo, con una población mucho más compacta, más familiar y más unida. Una Ceuta acogedora, segura, en la que, de verdad, todos se conocían, y donde los que llegaban desde la Península, tal y como dice nuestro himno, formaban aquí su hogar, para ellos y para sus descendientes. Aunque se atravesaban años de escasez –paliada por la entrada de productos alimenticios procedentes de la vecina Zona del Protectorado- todo, prácticamente, se adquiría aquí. Era la época en que a esta tierra se le conocía como “la ciudad de las catorce cosechas”, refiriéndose a las pagas que percibían los funcionarios, civiles y especialmente militares.
He amado de corazón a este trocito de España, por el que he procurado trabajar, poniendo –con mayor o menor éxito- todo mi esfuerzo en ello. Tengo que agradecer sinceramente a los electores ceutíes que, con mayoría absoluta, depositaran en mí su confianza para representar a nuestra ciudad durante tres legislaturas en las Cortes Generales, una como Diputado y dos como Senador. Bien sabe Dios que hice allí cuanto pude, aunque no puedo estar satisfecho, porque si bien obtuve algunos frutos, la Ceuta de hoy dista bastante de aquella con la que siempre soñé.