A nuestra generación nos ha tocado vivir la primera pandemia del mundo globalizado. No es la primera vez que una grave enfermedad recorre Europa. En el siglo XIV todo el mundo occidental fue asolado por la peste bubónica, conocida como la Muerte Negra. Esta enfermedad apareció en nuestro continente en 1347 y en pocos años acabó con la vida de casi la mitad de la población, incluso contamos con estimaciones más modernas que consideran que la enfermedad se llevó por delante a un tercio de los ciudadanos de entonces. La incidencia de la plaga fue, sin duda, mucho más alta en las ciudades que en los espacios rurales, causando un gran daño en la cultura y en la economía. La enfermedad llevó el terror a todos los corazones: los maridos abandonaban a sus mujeres, las madres a sus hijos; los cadáveres eran apilados sin que nadie se ocupara de enterrarlos para evitar la propagación de la enfermedad. Dejándose llevar por el terror y la desesperación, muchos olvidaron qué era ser humano. Tal y como comentó Lewis Mumford en su obra “la condición del hombre”, “los efectos de la peste fueron mucho peores que la más despiadada y criminal guerra”. Si añadimos los ocho millones de muertes provocadas por la I Guerra Mundial a los siete millones de muertos que causó la epidemia de gripe de 1918, esta cifra resulta insignificante si la comparamos con las pérdidas humanas que acarreó la Muerte Negra.
Por fortuna el COVID 19 tiene unas tasas de morbilidad mucho más reducidas, pero esto no impide que esté sacudiendo con fuerza los cimientos de la sociedad y la economía mundial. La peste fue motivo de piadosas esperanzas y de terrores paralizantes. Los que sobrevivieron por “la Gracia de Dios” confiaban en que, después de haber observado la muerte de muchos de sus vecinos, se volverían mejores personas, pero apenas finalizó la epidemia se observó justo lo contrario: muchos se ensalzaron en litigios por la posesión de los abundantes terrenos que quedaron sin dueños y se entregaron a una vida más vergonzosa y desordenada que la que antes habían vivido. Algo similar sucedió tras la Guerra de Secesión norteamericana y la I Guerra Mundial. El recuerdo de lo vivido condujo a muchas personas a la bebida y al hedonismo. No debería de extrañarnos que una vez concluya la obligada cuarentena asistamos a un desbordamiento del contenido consumismo, en todos los sentidos.
La Muerte Negra no hizo más que acelerar una serie de transformaciones que ya estaban en marcha y que se concretaron en profundos cambios económicos y culturales, como el surgimiento del capitalismo y el arte renacentista. Nos falta capacidad imaginativa y anticipatoria para trazar un bosquejo del mundo post-coronavirus. No cabe duda de que nos enfrentamos al aceleramiento de una crisis económica mundial, nacional y local que era más que evidente hace unas semanas. Aunque resulta paradójico, el parón en seco de la actividad económica está beneficiando a la salud del planeta con una importante reducción de las emisiones de los gases efecto invernadero y, en general, de la contaminación de nuestros mares, ríos y bosques. La explotación de los recursos naturales también se ha mermado ante la falta de demanda de materias primas para la industria. Se trata de una paralización temporal. Los chinos ya están otra vez engrasando la maquinaria industrial y todo volverá a la “normalidad”.
No se atisba en el horizonte ninguna voluntad de revisar los ideales políticos, económicos y sociales que rigen nuestro mundo. Nadie se está planteando que los mismos canales que sirven para transportar mercancías y personas a escala global favorece la propagación de virus para los que no tenemos defensas inmunitarias. Nuestra dependencia de aludidos canales de distribución se ha hecho patente en estos días de crisis sanitaria. Cuando estalló la peste bubónica quienes pudieron huyeron de las ciudades para residir en granjas o villas rurales autosuficientes. Si algo ha quedado claro en estos días es que las grandes aglomeraciones urbanas son el caldo de cultivo ideal para la rápida propagación del COVID-19. En el siglo XIV era posible cerrar las puertas de las ciudades amuralladas para evitar la propagación de la peste, pero es imposible cerrar grandes ciudades, como Madrid o Barcelona.
La comentada vuelta al campo que trajo la Muerte Negra nos resulta inimaginable debido a la extendida ignorancia sobre el cultivo y el cuidado de los animales domésticos. Para hacer más difícil este regreso al medio natural, muchos ríos están contaminados o sus cauces están secos por las persistentes sequias asociadas al cambio climático. No obstante, la “re-localización” de la economía sería deseable y posible si hubiera suficiente voluntad política y colectiva. Sería necesario un detallado análisis de las condiciones naturales, región por región, para evaluar su capacidad de garantizar las necesidades básicas de la población (agua, alimentos, etc…). La densidad de población tendría que adaptarse a la capacidad de carga de los respectivos territorios. No se trata de una propuesta de neo-primitivismo, sino de un imprescindible re-equilibrio tendente a reducir la excesiva presión antrópica y a promover la auto-subsistencia de nuestros pueblos y ciudades. Esta crisis está demostrando que las nuevas tecnologías permiten que ciertos trabajos puedan realizarse desde nuestras casas y que éstas no tienen por qué concentrarse en grandes megalópolis. El teletrabajo reduce la movilidad urbana, el consumo de energía y contribuye a mitigar el cambio climático. Muchas pequeñas empresas pueden funcionan a la perfección desde hace tiempo en pequeños pueblos, eso sí, dotados de buenas conexiones de internet. Un ejemplo sería la prestigiosa editorial Atalanta, que tiene su sede en la pequeña localidad gerundense de Vilaür.
El Presidente del Gobierno habla ya de un plan de reconstrucción de nuestro país. Yo le diría que lo que necesitamos es algo más y algo diferente. Más que reconstruir preferiría que se hablara de restauración. Es mucho el daño que nuestro modelo económico ha causado al patrimonio natural, cultural y urbano y es hora de revertirlo. Durante los primeros momentos de la crisis económica del año 2008 se dilapidaron muchos millones de euros en obras innecesarias con la excusa de reactivar la economía. Esperemos que no se vuelva a cometer el mismo error cuando salgamos de la crisis del COVID-19. Desde mi punto de vista, deberíamos empezar el cambio que exige el mundo globalizado en el que nos ha tocado vivir por una profunda revisión de nuestro modelo educativo. Necesitamos que nuestros niños y niñas adquieran las habilidades imprescindibles para gozar de una vida plena y digna, lo que conlleva que el aula y la naturaleza se conviertan en almas gemelas. Como escribió Patrick Geddes, “cada niño necesita su parcela en el jardín de la escuela y su banco en el taller; pero también habría que llevarlos a excursiones cada vez más extensas. Tenemos que darles a todos la perspectiva del arte, que comienza con el arte de ver, al que debe seguir con lo de ver el arte, e incluso con lo de crearlo”. La tendencia hacia la especialización profesional debería equilibrarse con el aprendizaje de todas las ocupaciones sencillas, como el cuidado del hogar, la agricultura, la ganadería, la pesca, la artesanía de la madera y la piedra, etc…Vamos a necesitar todos estos conocimientos para sobrevivir en el mundo que nos espera y para lograr seres completos. Si nuestros niños y niñas, así como todas las personas con independencia de su edad, se acercaran a la naturaleza, tendrían la oportunidad de disfrutar de ese tipo de experiencias gratificantes que dan sentido y significado a la vida. La vida no se debería medir tanto por su duración como por el grado de sensibilidad y autodesarrollo personal que seamos capaces de alcanzar.
En estos días de reclusión tenemos la oportunidad de reflexionar sobre la vida que vivimos y sobre lo que realmente importa. Ahora apreciamos con más fuerza la compañía y los gestos de afecto de nuestros familiares, amigos y compañeros de trabajo. Echamos en falta la libertad de movimiento, la posibilidad de abrazar y besar a nuestros padres, parejas, hermanos y amigos. Añoramos el aire fresco en nuestros pulmones, el viento en nuestra cara y el calor del sol en nuestro cuerpo. Yo, en particular, siento no poder perderme en estos días por senderos poco transitados para ser testigo de regreso de Perséfone y el despertar de las flores que deja en su camino, pero no por ello dejo de vivirlo. Mis sueños y mi imaginación siguen activos. Ahora más que nunca espero esperanzado el nacimiento de un Mundo Nuevo. Un mundo en el que el amor y la solidaridad destierren de una vez por todas al odio y al egoísmo. Un mundo en el que la ciencia y la sabiduría sean más valoradas que la ignorancia y la ostentación económica. Un mundo en el que la belleza y no el mal gusto sea el principal ingrediente de nuestros paisajes naturales y urbanos. Este mundo del que les hablo sólo será posible si los ciudadanos alzamos la voz y recuperamos la iniciativa cívica. Tenemos por delante el reto de reconfigurar el mundo bajo otros parámetros económicos y políticos más acordes con la más elevada condición humana y el respeto a la tierra. Puede que todo esto resulte ingenuo, pero vivimos en un tiempo en el que sólo los soñadores son mujeres y hombres prácticos.