Es más que probable que este año, a pesar de que no los podamos cantar, sigamos escuchando villancicos navideños, esos cantes tradicionales que, al mismo tiempo que humanizan el misterio de la Encarnación, divinizan el milagro de los nacimientos humanos. La aparente sencillez con la que estos poemas populares cantan la venida del Hijo de Dios, nos descubre el milagro de nuestro propio nacimiento y de nuestros sucesivos renacimientos cada año y cada día.
La manera espontánea -y, al mismo tiempo, honda- de relatar ese acontecimiento inaugural de la nueva historia, la agudeza con la que perfilan los gestos de los protagonistas de este episodio clave que cambió el curso del tiempo e, incluso, la habilidad con la que nos descubren los ecos emotivos que despierta la Buena Noticia ponen de manifiesto la validez de estos cantes tradicionales y, al mismo tiempo, actuales por su intensidad humana.
Si los escuchamos con la naturalidad de quien expresa la alegría de sentirse agradecido por la vida, por la familia y por los amigos, estaremos de acuerdo en que su sencillez y espontaneidad, a veces pícara, logran unos sorprendentes efectos expresivos y comunicativos, y una permanente capacidad para contagiarnos de sentimientos de amor y de agradecimiento, de esperanza y de ilusión.
Me atrevo a afirmar que el atractivo de esos ritmos tan nuestros tiene su explicación en el flujo y en el reflujo que la tradición ha ido acumulando, en la manera en que nos hacen sentir sensorial y sentimentalmente el acercamiento físico y emocional a los protagonistas -Jesús, María y José- y a los personajes secundarios -los pastores y a la gente sencilla de nuestros pueblos-.
Los villancicos son canales por los que expresamos nuestras sensaciones y nuestros sentimientos más vitales; son arterias por las que suben la savia y la sangre que proporcionan sentido y energía a nuestras vidas y a las de nuestros familiares y amigos. Por eso reaccionamos con permanente sorpresa, con limpia ingenuidad y, sobre todo, con una contagiosa complacencia que nos enriquece descubriéndonos las dimensiones secretas de la auténtica alegría.
Los villancicos nos hablan del sentido original de las cosas, del ansia contenida por disfrutar el tiempo presente y por integrarnos en el espacio cercano de nuestros pueblos, de nuestras calles, de nuestras plazas y de nuestros patios; en los objetos familiares y, sobre todo, nos devuelve el “paraíso perdido” de la infancia que, a pesar de sus sombras, manifiesta el rostro de un Dios que es un niño pobre y humilde que nace y renace todos los días.