Comienza la navidad con el soniquete de los niños de San Ildefonso. Ya es día 22 de diciembre. Preparo mi maleta con muy pocas cosas: medicamentos, algo de ropa, documentación y cuaderno de notas para que la memoria no se lleve todo lo que pueda anotar y recordar lo que suceda.
Vuelvo a mi pueblo, como todos los años. Elche está lejos y cerca; a estas alturas de la vida nada está ni lejos ni cerca. No hay distancias o existen distancias a años luz. Son los estados de ánimo los que marcan los kilómetros de un lugar a otro.
Me espera la ciudad de las palmeras, mi madre que cada día me recuerda que cada día queda un día menos para vernos. Estaré con mi tía Adela, mi segunda madre. Ahora muy anciana y con una salud débil, mermada por los 89 años. Pasaré muchas horas en su casa rememorando, leyendo las cartas que mi abuelo le escribía a mi abuela. Nos contaremos aunque no tengamos nada que contarnos cuando tienes la sensación de que nunca pasa nada. Sentirme cerca de ella es comprender ese estoicismo que busca la felicidad en cualquier sitio: un café, jugar a las cartas, preparar una comida, contar una anécdota. Con ella se respira la magia de estar agusto compartiendo un calor cercano rezumando una bondad contagiosa.
Con mi madre aprovecharé todos los instantes, todas las horas, todos los besos que nunca serán suficientes, todos los abrazos que en cualquier otra navidad ya no podremos darnos. Asumir la fugacidad y acompañarla a un destino cada vez más cierto es un ejercicio que vas aprendiendo cuando te percatas de los asientos vacíos en las cenas de Nochebuena.
Mi familia está llena de mujeres extraordinarias de distintas generaciones. Los matriarcados son la sangre que llevamos en las venas.
Con mi hermana siempre tengo charlas pendientes, cada vez nos hemos entendido mejor. Ahora sigue buscando estar bien con ella misma, controlar su ansiedad, escaparse en los libros, en la música, en las películas. La he visto en circunstancias muy complicadas tomar decisiones sin darse cuenta de estar tomando decisiones. Seguro que volverá a conseguirlo. Ella y yo somos mucho más que dos.
Quedaré con los amigos de siempre, tal vez pasemos una noche en la montaña helados del frío de diciembre que mitigaremos con lingotazos de alcohol, un buen fuego, unas chuletas llenas de ascuas. Rescataremos todas las vivencias de 45 años caminando juntos y, aunque nos contemos las batallas que nos contamos siempre, ahora estamos más sabios con esa sabiduría de los 60. Así, cada vez que coincidimos, podemos navegar en mares tranquilos pues el oleaje fue superado.
Siempre creo que esta visita puede ser la última. Habrán dejado de esperarme las personas que quiero. Las palmeras, las calles, los recorridos por los los caminos de siempre, las tradiciones, las costumbres. Nada será lo mismo sin ellos.
¿ Volveré al huerto y a la higuera de Miguel Hernández? ¿ Andaré sobre la tierra de mis antepasados a la que ya no pertenezco? ¿ Me perderé en cualquier sitio para ser un viejo loco y anónimo del que nadie sabe nada de él?
¿ Volver? ¿ Regresar?
¿Oír voces que imagino?
Desapareceré mientras intento encontrar lo que con el tiempo dejas de buscar. Seré nada.
Dejaré escritas, como mi abuelo, cartas de amor, aunque esas cartas me las mandaba a mi mismo, a la Dulcinea imaginada.
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