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No se integran

Cada vez que a los ciudadanos europeos les preguntan sobre los inmigrantes que han recibido sus países, los musulmanes siempre salen malparados. Así se manifiestan en la última encuesta llevada a cabo en ocho países, seis europeos y Canadá y EEUU. El 70% de los españoles, a la cabeza de los encuestados, piensa que los musulmanes no se integran. Les siguen los alemanes con el 67%, los holandeses con el 56%, los británicos con el 53%, los franceses con el 51% e Italia, la más benévola, con el 49%. Como se observa, los españoles son los que tienen percepciones más negativas respecto de los musulmanes. Tan sólo el 21% de nuestros compatriotas afirma que conviven con normalidad con el resto de la población. No hay que insistir en que un porcentaje del 70% es demasiado alto. Parece ser que  los encuestados creen que la religión es, en definitiva, lo que les impide integrarse en el tejido social europeo u occidental. La religión otra vez.
No dejaría de ser interesante e ilustrativo conocer, a este respecto, la opinión de los propios musulmanes que han llegado y viven asiduamente en nuestro país. Incluso la de aquellos que son españoles por haber nacido aquí o por haberse acogido a la nacionalización. Es un lugar común que los musulmanes busquen un chivo expiatorio fuera de sus comunidades para justificar la mala imagen que los occidentales tienen de ellos. A sus ojos, en Occidente hay que buscar las causas de su secular marginación histórica. Se suelen hacer las víctimas. En el imaginario del musulmán se ha fijado, asimismo, que para evitar y salir de la decadencia actual hay que remitirse al comportamiento de los llamados “antepasados piadosos”. A los tiempos de los cuatro sucesores del profeta.
La sociedad que el inmigrante musulmán se encuentra es un pálido reflejo de la que él ha visto a través de los medios de comunicación vía Internet o a través de parábolas, o, en todo caso, en las películas. La realidad, en efecto, le supera. Si ser inmigrante ya es difícil, ser inmigrante en un país en el que no sólo el idioma es diferente, sino que recibe el impacto de la cultura, de la religión, de la comida, de la vestimenta, etcétera, constituye todo un reto. Reto, en la mayoría de las ocasiones, insuperable. Poco a poco, pero sin pausa, el musulmán creyente se va dando cuenta de que se encuentra rodeado de gentes de otras confesiones, que vive en una sociedad de ‘infieles’. Gentes que normalmente están habituadas a otros usos y costumbres que pueden contradecir la ley de Alá. Sus reglas morales ya no funcionan en esa sociedad de acogida. Puede que el comportamiento femenino le escandalice. Los infieles se encuentran en una posición hegemónica, lo que, obviamente, no sucedía en su país de origen. Se siente incómodo, molesto. Irritado por lo  que ve y por lo que le sucede. Difícilmente soportará de buen grado la presencia dominante de gentes de otras confesiones. Los esquemas mentales y su concepción del mundo chocan violentamente con los presupuestos de la sociedad de acogida. El principio “ordenar el bien y prohibir el mal” empieza a hacer agua en la sociedad en la que se encuentra. La saharía queda obsoleta ante la ley que rige en el país que ahora lo acoge. Esto le produce cierto desasosiego, molestia, en suma, irritación. Va rechazando la modernidad que le rodea y que choca con sus experiencias y con su religión. El impacto de la modernidad lo aliena y cae en la anomia cultural y social. El siguiente paso se dirige a buscar refugio en individuos de su religión y cultura. Se hace asiduo de las mezquitas y posiblemente encuentre acomodo en el gueto de la ciudad si lo hubiere. Puede, asimismo, que se una a sectas irreductibles a integrarse en la sociedad de acogida y empiece a caminar por senderos que pueden orillar la ley. Sectas que pretenden apoyándose en las leyes vigentes de ese país cambiarlas desde dentro, es decir, oponerse a sus valores.
El europeo, que observa cómo el inmigrante musulmán, por todo lo anteriormente relatado, no encuentra su sitio en la sociedad que ha elegido libremente para empezar una nueva vida, lo compara con otros inmigrantes procedentes de otras partes del mundo, latinoamericanos, africanos no musulmanes, ciertos asiáticos, etcétera, y considera que el musulmán está atrapado por su religión que le concede poca maniobrabilidad para manejarse en las sociedades abiertas. Cierto es que este hecho podría producirle cierto rechazo hacia el musulmán.
En verdad, si yo fuera musulmán empezaría a preocuparme y, en vez de culpar a los demás por la valoración negativa sobre los musulmanes, me interrogaría sobre el comportamiento de los de mi comunidad y por aquello que no resulta agradable a los ojos de los demás. De otra manera: pondría mi espíritu crítico y autocrítico a trabajar.

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