El tiempo pasa aplastando el pasado, tragándose la historia, que en el mejor de los casos prevalecerá en el recuerdo de las hemerotecas. Los edificios caen en pro del desarrollo tecnológico, no siempre racional. Son precisamente los inmuebles con más historias e historia, los que caen en primer lugar. Aquellos que una vez fueron significativos, irremediablemente se derruyen porque han de dejado de realizar la función principal para la que fueron creados. Obsoletos acaban aplastados y con ellos un poco de nosotros mismos. De aquellas generaciones que pudieron disfrutarlo en todo su esplendor. Yo no pertenezco a ellas, pero sí recuerdo su inmensa escalera de mármol y su balaustrada retorcida en florituras de color dorado. Recuerdo un pequeño bar que proveía a nuestros estómagos de toda clase de porquerías, excepto de pipas. Las pipas las llevábamos camufladas, pero a los acomodadores poco le importaban ya que las comiésemos en la oscuridad de la sala. Recuerdo el efecto que me producía el olor de las cortinas de terciopelo rojo. Cruzarlas y enfrentarse a cientos de butacas vacías era toda una aventura. Entonces las voces antiguas solían repetir cómo habían cambiado las cosas. Y eso que internet era ciencia ficción. Las cortinas, cada vez más decadentes, a penas se corrían entre proyección y proyección. Los mini bar se tapiaron con fealdad y Mercedes, la taquillera, echaba de menos el pillaje de la chiquillería de entonces. Las leyendas urbanas ponían el The End a las películas y el olor a “tabaco” obligaba algunas veces a nuestros padres a sacarnos de la sala. Aun así resistió todo lo que pudo, tal vez con una impronta no tan majestuosa como el de otras ciudades, pero peleando por colgar los últimos estrenos, hasta los últimos días. Conservando el esplendor que tuvo. Albergando hasta canciones de Carnaval.
Al menos la urbanización de la parcela y el destino de las viviendas tienen un toque romántico, casi cinematográfico. Mucho mejor que un centro comercial o el escaparate de una multinacional, porque para estos fines, tan socialmente necesarios, son sacrificados cines y teatros.
Salvo en el sofá de casa, en contadas ocasiones se cuelga el cartel de localidades agotadas. Ya quisieran los empresarios de espectáculos y los dueños de complejos cinematográficos que el público volviera a hacer cola. A pesar de las novedosas gafas tridimensionales, a la gente ya no le interesa el cine. Lo expresaba muy bien Coixet hace unos días en un periódico. Y eso que ella no es precisamente de las directoras que muevan un público masivo. Cineasta de minorías, dio una lección en toda regla asumiendo hasta que punto llegaba su compromiso para y con el público.
Evidentemente el cine ya no es un bien necesario. Ya no supone una prioridad en los fines de semana. Ver desaparecer una pantalla grande constata que avanzamos, nadie sabe hacia dónde, pero lo hacemos, con todas sus consecuencias, claro.
Es popular el comentario sobre el Cine África; por qué no asumió el gobierno de la ciudad su perpetuo abandono para convertirlo en un bien cultural. Rescatarlo de sus grietas y su cochambre para utilizarlo como punto de partida a la inquietud intelectual de los ceutíes. ¿O acaso se piensa que sólo tenemos inquietud para coger el ferry?
Ahora es posible ver en sus últimos días de agonía cómo se desmiembra el tejado de uralita, dejando entrar un sol de poniente, una luz de la que nunca gozó porque, probablemente, en una sala de cine, sea el único lugar donde se valora la oscuridad.
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