La extrema derecha galopa a lomos del racismo y la xenofobia. El miedo ante la incertidumbre se ha convertido en el sentimiento por excelencia del (llamado) mundo occidental provocando un paulatino debilitamiento de los cimientos democráticos. Sin haber encontrado aún un antídoto eficaz para este rebrote de una enfermedad que creíamos superada, observamos con horror la expansión universal de la ideología de odio.
No es fácil asimilar esta dramática involución cuando teníamos la certeza de que los valores democráticos (expresados en la carta de los derechos humanos) estaban sólidamente arraigados en nuestra sociedad. El miedo prende la mecha, pero ¿Cómo se extiende a tanta velocidad? ¿Miles (acaso millones) de personas educadas en democracia se han vuelto malas o irracionales súbita y simultáneamente? No parece una respuesta sensata. El tránsito de la civilización a la barbarie se produce a través de una pasarela argumental tan sencilla como potente: “No cabemos todos”. Quienes han priorizado en su vida la exclusión del diferente se sienten eximidos de culpa porque lo presentan como un problema “técnico” de falta de capacidad material (o económica) para la acogida. La conciencia queda a salvo. Así, este perverso aforismo se ha erigido en un mantra infalible para justificar (blanquear) el racismo y la xenofobia.
Estamos ante la falacia del siglo. Lo que parece una obviedad imposible de rebatir, no es sino una absoluta falsedad. En primer lugar, porque no es posible predeterminar el número de personas que pueden (caber) habitar una zona concreta del planeta, y ni siquiera desde la perspectiva económica a corto plazo (generación y redistribución de riqueza), se puede hacer un cálculo riguroso al respecto, como demuestran todos los estudio científicos especializados en esta materia (por ejemplo, en nuestro país el saldo entre aportación al PIB y consumo es muy favorable a la población inmigrante). Pero es que, además esa idea inspirada por la vanidad y arrogancia de occidente de que “todos” quieren instalarse en nuestra fortaleza de riqueza, es también falsa. Un ejemplo muy cercano nos lo puede mostrar con claridad. En los años sesenta se produjo un fuerte flujo migratorio desde España a otros países de Europa (sobre todo Alemania), y “sólo” se desplazaron dos millones de españoles de los más de treinta y seis millones que éramos entonces. No “todos” los españoles querían emigrar. De hecho, sólo lo hizo un escaso seis por ciento de la población. No hay ninguna razón (lógica) para pensar que las personas que en la actualidad se ven impelidas a emigrar se muevan en otras claves.
Pero lo cierto es que las emociones prevalecen sobre la razón y las consignas simples que exaltan por encima de cualquier otra consideración la “seguridad individual” se infiltran con asombrosa facilidad en el imaginario colectivo. Y así se propaga sibilinamente el veneno de la confrontación. Porque la conclusión elíptica del mantra neofascista es la siguiente: “no cabemos todos… de forma que quien llega, me desplaza a mí, o limita mis derechos o empeora mi calidad vida; , es decir, es un enemigo al que he de combatir con toda mi energía en defensa propia”. Esa es la raíz del mal. Cuando calificamos a otros seres humanos como enemigos, ya es imposible vertebrar la convivencia.
Los ceutíes deberíamos estar muy preocupados. No sólo por sufrir como españoles el repunte del fascismo en nuestro país, sino porque el partido de la derecha local (PP) ha terminado por asumir, con la fe del converso, el fatídico “aquí no cabemos todos” como piedra angular de su discurso y fundamento de su gestión al frente de la Ciudad. Según nos explica el Gobierno, de manera enfáticamente reiterada, “En Ceuta no cabemos todos”. Por ese motivo no se construyen viviendas, o se aplican políticas sociales mezquinas, o no es necesario incentivar la creación de empleo. Al parecer tenemos suficientes viviendas, ayudas y empleo para quienes “si caben” en Ceuta. Hay que tener mucho cuidado porque cualquier “exceso” se convierte automáticamente en “efecto llamada”. Ellos (el PP) son, además, los que se arrogan la facultad de decidir quién tiene “derecho a caber” y quién no. Dicho de otro modo, ellos determinan quien es el enemigo. Conociendo la realidad de Ceuta, infunde pavor que así piense (y actúe) el partido que gobierna con mayoría absoluta.
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