El Puerto de Santa María rindió homenaje hace unos días a los 37 inmigrantes que se tragó el mar, hace ahora diez años, en el naufragio de una patera frente a las costas de Rota. El breve epitafio sólo detalla que provenían en su mayoría de Harsala, un minúsculo punto en el Atlas marroquí, y que el mar los fue devolviendo a la orilla con cuentagotas en un macabro espectáculo que inmortalizaría la cámara de Fito Carreto, fotógrafo de Diario de Cádiz. Sin más avance que el engorde de la lista de víctimas, los presidentes de la Comisión Europea y de la República Italiana, José Manuel Durao Barroso y Enrico Letta, respectivamente, se plantaron a finales de octubre, una década después, de pie frente a otro jardín de féretros, esta vez en la morgue improvisada en un pabellón de deportes de Lampedusa, testimoniando así, con la cabeza gacha, que tantos años después Europa aún no ha logrado despejar la incógnita en la ecuación de la inmigración.
La Unión Europea sugirió y recomendó la pasada semana a los integrantes de su selecto club –28 ya tras la adhesión de Croacia– que destilen más compasión y movilicen más recursos para combatir el drama diario de quienes, con mayor o menor fuerza, golpean sus puertas. Utilizó ambos verbos, el mecanismo eufemístico al que suele recurrir la maquinaria burocrática de Bruselas cuando despacha de refilón aquellos temas en los que no quiere o no puede hincar el bisturí. Aun a riesgo de enfundarme el traje fatalista, me inclino por lo segundo. Puede que en nuestra ensoñación de nuevos ricos ninguneemos con desaire inmoral a quienes sólo aspiran a sobrevivir –comer, vestirse, mandar a sus hijos a un colegio, trabajar, jubilarse (si es que nos dejan)...– pero tampoco ha aparecido aún, gobierno tras gobierno, ministro tras ministro, experto tras experto y asesor tras asesor, de un color político o del opuesto, quien dé con la fórmula mágica. Quizás, insisto, porque no la haya.
De los polos opuestos sí que emanan teorías, pero ya se sabe que los extremos, que sienten la misteriosa tendencia de la atracción, acaban dándose la mano en sus propuestas quiméricas. Desde la derecha se enarbolan teorías tan disparatadas como la que en una ocasión salió de la boca del populista Umberto Bossi, líder de esa Liga Norte italiana que encuentra en el euro contante y sonante de la mitad bollante del país el argumento para una descerebrada secesión. En uno de esos días en los que formaba tándem con Berlusconi se le ocurrió decir que la solución contra la inmigración era sacar a pasear a la Marina y dispersar las embarcaciones a cañonazos. También sugirió sembrar de minas la costa. Del otro lado, la ridiculez atrona cuando se oye a diputados de la izquierda apuntarse al carro del papeles para todos, puertas abiertas y entre usted, que al fondo hay sitio. Ni blindaje ni alfombra, pero el término medio, visto lo visto, está aún descubrir.
Repiten los sociólogos, y los historiadores, que nos extrañan ciertos procesos porque tendemos a pensar que hemos tocado techo, que la sociedad que nos envuelve ha llegado a tal grado de desarrollo que no hay más allá, que el suelo que pisamos no perderá ni una baldosa porque el cemento lleva siglos cuajando. Quizás por eso creíamos que la Europa que intentamos blindar contra la inmigración, cada vez con vallas más altas, será tal cual de aquí a la eternidad. Lo mismo pensaban los romanos hasta que a los bárbaros les dio por darse un paseo hacia el sur o los monarcas absolutistas del Siglo XVIII hasta que se desempolvaron las guillotinas. La Historia no tiene freno, e igual nos ha tocado vivir la etapa en la que, nos guste o no, los estados monocolores –una raza, un credo– estén condenados a la extinción.
El Durao Barroso lacrimógeno en Lampedusa, increpado por los vecinos, es la estampa de la Europa que después de un puñado de décadas no sabe cómo responder a la inmigración. No le dan resultado las ahora famosas concertinas, pero tampoco puede abrir a los recién llegados la puerta y dejar que se cuelen hasta el pasillo. Quien encuentre la varita mágica, que avise.
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