Me inquieta mi pueblo. Cada vez más. Cuando ciertos lamentables hechos se convierten en el pan nuestro de cada día, mal lo llevamos y peor senda de futuro se adivina. Desde hace demasiados años, esta ciudad parece haber entrado en un tortuoso camino. No es ya sólo el gravísimo azote del paro, ya casi en el 38%, o el de la incapacidad de haber logrado un modelo económico sostenible tras el progresivo derrumbe de nuestras estructuras tradicionales. Problemáticas, ambas, serias, muy serias, pero no únicas como las indiscriminadas quemas de coches y tantos otros hechos vandálicos que parecen endémicos y que vienen a engordar el ya pesado saco. Y de ahí, la desmoralización y la aparición de una lluvia de negras sombras capaces de impactar en el pesimismo ciudadano.
Dos noticias, que esta semana se asomaban a las páginas de este diario, conducen, inevitablemente, como otras similares, a la reflexión. Que al Paseo de las Palmeras, al que prácticamente los ladrones le dejaran sin sus bolardos, además de llevarse tapaderas de alcantarillas, arquetas, registros eléctricos y otros elementos metálicos, es serio. Un tipo de hurto también habitual en otros puntos de la ciudad con el continuo perjuicio que ello supone para las arcas municipales. Parece que sus autores son marroquíes. Los mismos que descaradamente desguazan coches en las calles para arrebatarles sus piezas. Les anima lo barato que les resulta delinquir en España y lo fácil que debe serles después pasar el botín por la frontera.
Esa frontera del Tarajal que, desde siempre, ha sido la causante de otro de los dolores de cabeza de esta ciudad. No hablamos ya de la ansiada aduana comercial que veta Marruecos. Simplemente que sea un paso fronterizo digno de la puerta de entrada a Europa. Con sus consiguientes infraestructuras para que los agentes en ella destinados puedan desarrollar eficazmente su labor, y como paso garante de seguridad para la ciudad con el adecuado control de las entradas y de lo que por ella sale. Difícilmente se puede exigir en sus actuales instalaciones unos mínimos resultados de eficacia, máxime ante la, cada vez mayor, afluencia de delincuentes marroquíes. Es más, ni siquiera dispone de una superficie para el adecuado registro de vehículos, so pena de colapsar el tránsito. La dejadez y el olvido gubernamental durante décadas ha conducido a esa permeabilidad que no pasa inadvertida para esa delincuencia foránea tan manifiesta últimamente.
La otra noticia viene de la denuncia de UGT sobre la Biblioteca Pública, tras ser una de sus trabajadoras “víctima de insultos, vejaciones e incluso de amenazas de muerte por parte de un usuario de ese servicio”. No se trata de un caso aislado sino que, como apostillan los ugetistas, de algo que “se está convirtiendo en rutinario y no es la primera vez ni seguramente la última, que este incidente se vuelva a repetir”.
Resulta increíble comprobar como hasta en recintos culturales por excelencia muestren ya también sus garras determinados individuos, añadiendo un eslabón más a esta cadena de deplorables hechos que están en la mente de todos y que ponen en peligro nuestra convivencia ciudadana.
Como socio y asiduo usuario, desde hace décadas, de esa Biblioteca Pública, que por cierto es un lujo para Ceuta, puedo dar fe de la gran profesionalidad y afán de servicio de su personal. Recuerdo cuando, un buen día, me encontré con la presencia fija de un vigilante de seguridad privado en esas dependencias. No tuve que preguntar el por qué, después de haber observado determinadas conductas de ciertos usuarios. Un vigilante que, recientemente, desapareció del lugar, me imagino que por los recortes.
Hasta dónde vamos a llegar, aunque todo ello sea indispensable, con la necesidad de tanta vigilancia privada, de más agentes de seguridad o de las mismas cámaras que se pretenden implantar en distintos puntos de la vía pública ante desmadres como los que estamos viviendo en esta sufrida Ceuta del siglo XXI.
Los ceutíes que, como yo, notamos ya sobre nuestras espaldas el peso de los años y hemos vivido aquí desde siempre, ante tan lamentables hechos, parece como si nos aflorase aquella bilis negra que advirtió el doctor Burton allá por el siglo XVII, lo que, de manera elegante, se dio en llamar después ‘melancolía’. Una sensación de extrañamiento ante la realidad de calles y barrios, de lejanía hacia el presente y de añoranza fatal de aquella especie de Arcadia perdida que bien pudo ser nuestra Ceuta de antaño. Más fea, más pueblerina, menos confortable. Lo que quieran. Pero más nuestra y libre de tantos sobresaltos como los que nos flagelan a diario. Y desde esta especie de dolor orteguiano, tal y como lo siento, así lo escribo.