Opinión

Navidad en La Peninsular

Un atardecer de Diciembre de l897 en Ceuta, Pablo y Virginia se detuvieron en la librería La Peninsular y allí se embelesaban, la nariz pegada al cristal, con lo expuesto por el librero. Para la fiesta navideña hizo somero belén de cartón piedra y río de papel de plata con un espectacular coche de largo capó amarillo cromo y dorada llave de cuerda, listo para partir si un mayor aflojaba la cartera. Entre las figuritas de cerámica y escayola estaba Caperucita y Blanca Nieves en persona y libros de cuentos y guirnaldas y festones que resplandecían para que no se pasara de largo.

-Dicen que las figuritas cobran vida cuando nadie las mira -comentó Virginia.

-Quizás suceda al revés con los personajes de los cuentos -asintió Pablo- que siempre necesitan que alguien los lea.

Quimera inalcanzable, con uno solo de los libros de cuentos de los tres expuestos y un tablero de parchís con oca había suficiente para las tardes invernales alrededor de la mesa camilla.

Hacía bastante frío pero en cogote de Pablo cayó una gota mucho más fría de lo habitual. Virginia preguntó ante aquella especie de grano blanco que se deshacía: -¿Y esto?

Pues yo diría que es… nieve -repuso Pablo.

-¡Eres bobo! ¡Todo el mundo sabe que en Ceuta no nieva! -profirió Virginia riendo al tiempo que abría los brazos y le acercaba la cara mirándole como un búho, pero su hermano le contestó que eso es lo que había.

Virginia se colocó delante y de pronto echó a correr.

-‘Eh, espera! ¡Hay que avisar -le gritó Pablo y echó a correr detrás de sus piernas flacas pero sabía que ya no la alcanzaría hasta llegar a casa.

Después de la cena, ya dormidos, la madre los despertó

-Mirad, nieva! -y les mostró la nieve en su hombro. Lo niños admitieron que ver caer la nieve era espectáculo que merecía saltar de la cama, pero la verdad fue que siguieron durmiendo.

Por la mañana descubrieron que los tejados, azoteas y calles tenían una buena capa de nieve. El monte Hacho y Santa Catalina estaban nevados hasta los topes y de las murallas colgaban caperuzas de hielo.

-¡Toma! ¡Sabelotodo! —exclamó Pablo lanzando un puñado de nieve a su hermana.

-¡Para, para, idiota! ¡Ahora verás!

Como los niños tenían vacacione , el padre dijo de llevarlos con él. El padre siempre vestía de acuerdo a su rango de comerciante de tejidos al por mayor. Gastaba bigote y perilla, quizás para atenuar su juventud. La perilla a veces se la rasuraba, pero el bigote y el sombrero de hongo eran irrenunciables, como si se tratara de un característico personaje de revista. En esto, el coche de caballos salía en alegre trote hacia el aduar de Kafiral. La vista no distinguía bien los caseríos dispersos, y encalados, casi invisibles en la nevada y los bosquetes de castaños pintados de blanco con fino pincel. En el aduar de Kafiralz se apearon ante un gran portón. Les abrió una doméstica con la que atravesaron un patio adornado con vasijas y macetas de colores. El salón, que daba al patio, era amplio y habilitado con tapices, alfombras y braseros que caldeaban el ambiente y había una ventana por donde se veía caer la nieve. Un anciano sentado en un sillón que tenía algo de trono, les dio la bienvenida. Se trataba del cadí Muhammad - al Sheik, el cual, luego de los parabienes, hizo servir pastelillos, dátiles e higos.

El padre alabó su hospitalidad y exaltó el poder de los banqueros que le patrocinaban.

-¿A cuánto asciende lo que tienen pensado gastar?-preguntó el anciano.

El padre de los niños les entregó una lista de tejidos acompañada de una letra de cambio. El anciano y el hijo mayor examinaron el pagaré.

-Estimable -asintió el anciano y dio una palmada para que sirvieran un excelente caldo, preludio del almuerzo. Saborearon un guiso de ave con menta, cuyas albóndigas resultaron deliciosas. Después sirvieron un asado de cordero, guarnecido con verduras y aceitunas. Los postres fueron quesos con dátiles, tortas de mazapán, y confituras hechas a base de almendras, huevos y miel, aderezadas con licor de higo. A los postres, Jamila, la esposa del cadí, propuso a los niños contarles un par de cuentos mientras los mayores hablaban. Aventuras de una amiga que rara vez se contaba perteneciente exclusivamente a su acervo personal. Los llevó a una sala con sinnúmero de cojines y un gran brasero de metal reluciente sobre el que esparció semillas de alhucema y salvia. Por sus vestiduras color índigo, grandes ajorcas, collares y pulseras, así como por su voz rodada, arrugas como surcos, ojos sapienciales y facciones como dibujadas a plumilla, Jamila provocaba la curiosidad sino la admiración de los niños. Así que cruzando sus pies descalzos, empezó el relato:

«Al Norte de las Islas de Cabo Verde, se encontraba situada la aldea de Omboié donde vivía una joven llamada Nuba quien perdió la tranquilidad con la llegada del «Raghîb», un patache negro cuyo arráez se prendó de ella y no la dejaba en paz. Luego de llenar las bodegas con plumas de bellos colores, pieles y marfil, aquel hombre la raptó y se hizo a la mar, amenazándola que de no obedecerlo la vendería como esclava. Llevado por su ambición, puso rumbo a la costa de Bagadha en busca de diamantes. Nuba le suplicó que no fuera a ese lugar ya que era tabú, debido a que en esas aguas habitaban criaturas que se alimentaban del desprevenido viajero. A pesar de sus ruegos, l arráez no cambió el rumbo.

Ya en la zona, avistaron a una goleta llamada «Yhaqena» con cuyos tripulantes hablaron a voces al navegar los barcos parejos. Al día siguiente, con el «Yhaqena» delante debido a que tenía mejor velamen, ambos barcos se adentraron en una pradera de plantas, las cuales exhalaban un aromático olor, alimentándose de ellas multitud de peces. Con la mar tranquila como un espejo, un serviola dio aviso de que algo ocurría. Nuba contempló como el «Yhaqena» daba cabezada y hundía la quilla en el agua quedando la popa al aire, siendo arrastrado a las profundidades por una fuerza prodigiosa. En medio del pánico, nada se pudo hacer porque los tripulantes del «Yhaqena» desaparecieron con su barco

Tras lo sucedido, el arráez se dirigió hacia aguas menos profundas. Sobrevino una noche llena de malos presagios en que la tripulación veló. Por desgracia, los peores pronósticos se cumplieron y, con la mar en calma, la embarcación resultó sacudida de babor a estribor dando el maderamen espantosos crujidos. El palo mayor cayó en cubierta arrastrando jarcias y lonas. La tripulación corrió espantada de una a otra parte, sufriendo la nave un jalón que le desbarató la obra muerta arrastrándola a las profundidades.

Nuba pudo aferrarse a unos restos que flotaban. En la madrugada, oyó las voces de los náufragos que se esforzaban por mantenerse a flote y preguntaban unos por otros. Poco a poco se hizo el silencio, comprendiendo Nuba con horror que los tripulantes eran cazados uno a uno por el monstruo que arrastró la embarcación al fondo del mar. En el silencio y en la vastedad de las aguas solo quedaron Nuba y la causa de aquel horror. Al cabo, ella vislumbró bajo las aguas un tenue resplandor que ascendía. Sus cabellos se erizaron porque un par de ojos enormes del color de la sangre se deslizaron a poca distancia de ella. Alzó la bestia un tentáculo siendo la distancia entre el final de este y la cabeza inaudita.

Nuba quedó petrificada y al arbitrio de las olas. No supo el tiempo que transcurrió hasta que fue rescatada. A sus salvadores contó que el «Raghîb» y el «Yhaqena» fueron atacados por las bestias marinas y que lo que tomó por mástil fue en realidad una extremidad de la bestia, la cual devoró a los tripulantes. La pradera de plantas eran sus deposiciones que formaban especie de islotes. Luego del trance, Nuba no regresó a la aldea sino que fue una gran viajera y le sucedieron muchas aventuras, pero a pesar del tiempo transcurrido y de encontrarse tierra adentro, a veces, en medio de la noche, temía que el enorme tentáculo de la bestia pudiera alcanzarla».

Los niños se mostraron dispuestos a más pero el padre los llamó y hubieron de despedirse y subir al coche de caballos para regresar a la ciudad. Como una vez allí el padre se entretuvo hablando con unos conocidos, los niños se integraron con otros críos en una batalla de nieve que se desarrollaba en la plaza. Finalmente, jadeantes y acalorados, tuvieron que volver con el padre y fueron andando al centro en cuyas calles los escaparates relucían con sugerente intensidad. Un coro de panderetas y zambombas se colocó cerca de La Peninsular pidiendo el aguinaldo a quienes pasaban. La gente llevaba tal cantidad de abrigos, bufandas, gorros y guantes como no se viera en Noruega. El aguanieve caía atravesando el halo de luz de las farolas de gas y si a alguno de los transeúntes se le ocurría hablar, alrededor de su boca se formaban bocadillos de vaho.

El padre, contento por el negocio cerrado, entró con los niños en la librería, en cuyo escaparate aparecía pintada una fabulosa cesta de Navidad con la jubilosa frase ¡Feliz 1898! Eligió precisamente el libro que los niños tantas veces admiraron desde el otro lado del cristal.

El padre abrió el libro, consultó el índice y les fue desgranando los títulos impresos: El Leñador y la Lechuza, Las Tres Plumas de Oro, La Pequeña Molinera, Niba la Viajera .. .

-¿Pero cómo puede ser? ¡Dijo Jamila que ese cuento no lo sabía nadie! -exclamó Virginia.

-Jamila Nuba -asintió el padre- es la protagonista del cuento.

Los niños abrieron los ojos como platos.

-¡Solo falta que uno de los cuentos se refiera a nosotros! -manifestó Pablo asombrado.

-¡Ni mucho menos! -exclamó Virginia riendo ante ocurrencia tan peregrina-¡Eso es imposible!

El padre los miró buenamente y dijo:

-Yo no estaría tan seguro-y su dedo bajó hasta el título del siguiente cuento.

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