Hay libros que son capaces de suscitar sentimientos nunca antes sentidos y despertar en ti una nueva conciencia de la realidad y de la vida. Durante este verano he pasado momentos de extraordinaria emoción leyendo el libro Días cruciales de América de Walt Whitman. Esta obra recoge algunas de las notas que fue recopilando Walt Whitman en sus cuadernos a lo largo de los últimos años de su vida. Buena parte de estos apuntes están dedicados a narrar las intensas vivencias que tuvo acompañando a heridos y moribundos durante los duros años de la Guerra de Secesión de Estados Unidos. También cuenta sus viajes por algunas de las principales ciudades americanas de aquel entonces y la amistad que entabló con relevantes personajes del momento como William Cullen Bryant, Elias Hicks y el extraordinario pensador Ralph Waldo Emerson. Pero lo que más me ha conmovido ha sido su descripción de instantes de profunda conexión con la naturaleza y el cosmos.
Whitman me ha permitido acompañarle en sus tardes de meditación en su rincón favorito, un manantial situado bajo los sauces en el que todos los días de verano nadaba y tomaba sus baños de sol y de agua. Un lugar donde, según describe, “todo se agiganta a mis ojos y lo guardo celosamente: el perfume silvestre que casi se puede tocar, los matices de las hojas, el influjo natural, elemental, medicinal y moral que brota del lugar”. De este escenario observó, –con el alma y los sentidos abiertos–, la migración de pájaros a medianoche, los abejorros, los frutos del cedro, las cigarras y saltamontes, aprendió la lección de los árboles, los colores de la naturaleza, las noches estrelladas, su propia desnudez, la alondra, la puesta de sol, el perfume del heno, el trébol y el jazmín, a una pareja de martines pescadores, las mariposas… Allí se recuperó de un aneurisma –detalle que aprovechamos para desear un pronto restablecimiento a Guillermo Martínez–, y allí “en la abstracción y en el silencio (salí de mí mismo para absorber la escena de una noche perfecta, para mantener el hechizo intacto), la abundancia, la inmovilidad, la vitalidad y la claridad desbordadas de la aglomeración de esa concavidad estelar penetró en mí suavemente, elevándose libre e interminablemente, extendiéndose al este, al oeste, al norte y al sur…Y yo, aun siendo solamente un punto, todo lo abarcaba”.
Sus paseos, baños, meditaciones, conversaciones con los árboles y animales que se le acercaban, permitieron a Walt Whitman entender los estrechos vínculos que unen a la naturaleza y a la democracia. Al final de su diario, como conclusión de toda una vida dedicada al pensamiento, a la poesía, al amor sincero y profundo de la humanidad y de la naturaleza, este enorme artista, nos dice: “antes de partir, quiero dejar testimonio particular de una muy vieja lección y requisito. La democracia, en sus múltiples personalidades, en sus fábricas, talleres, tiendas y oficinas, a través de las densas calles y casas de las ciudades, y en todas las manifestaciones de su vida artificiosa, debe por una parte ser revitalizada por medio de un contacto regular con la luz exterior, el aire, el crecimiento, las escenas de granja, los animales, los árboles, los pájaros, la calidez del sol y la libertad de los cielos; de lo contrario indudablemente decaerá y palidecerá…No concibo el firme florecimiento y el carácter heroico de la democracia, o de la democracia completamente autosuficiente, sin que el elemento de la naturaleza forme parte principal, sea su elemento salutífero y de belleza, donde verdaderamente se halla toda la política, la salud, la religión y el arte del Nuevo Mundo”.
La paulatina separación de la naturaleza que ha experimentado el ser humano es, como ya indicó Goethe, la causa principal de nuestro imparable proceso de deshumanización. Vivimos aislados de la naturaleza, en nuestras confortables casas de hormigón, y dentro de ellas separados del resto de la comunidad viviente por una nebulosa de estímulos sensoriales que nos impide un breve tiempo de reflexión sin interrupciones. Solo en ese estado de permanente confusión mental la existencia se nos hace tolerable. Apenas dedicamos un minuto de nuestro tiempo al pensamiento, a escuchar lo que tiene que decirnos nuestra voz interior. En cuanto tenemos un hueco, nos sentimos obligados a hacer algo. Nunca encontramos tiempo para el ensimismamiento, los sueños y las fantasías. Y mucho menos para salir de nuestras casas con el único propósito de disfrutar del sol de la mañana, del frescor del viento, del olor a sal, del color cambiante del mar, del sonido de las olas al romper contra las rocas, de la lenta procesión de las nubes, del rítmico volar de las gaviotas, de la sombra de los árboles, de la vida que florece en cada rincón en cuando uno se detiene para contemplarla con la mente en calma y el corazón henchido, de las estrellas que decoran el firmamento, de la luna con su belleza eterna. Estos encuentros nos permitirían reconciliarnos con nosotros mismos, con los demás y con la naturaleza que nos acoge a todos. Tendríamos la posibilidad de recuperar nuestro perdido equilibrio entre la vida interior y la exterior, reorientarnos en el espacio temporal, captar el sentido de la totalidad y resituarnos en el ciclo natural de la vida.
Para superar las formidables presiones de nuestro tiempo, necesitamos no sólo una naturaleza cuidada y cultivada con esmero por el ser humano, sino también un nuevo tipo de entorno urbano y una renovada rutina de vida. Mumford imaginaba un futuro en el que “ninguna casa será diseñada que no tenga su apartado o su celda, para complementar el único equivalente de este tipo de espacio existente hoy día: el cuarto de baño; ninguna ciudad estará bien diseñada que no establezca apartados lugares de retiro: solitarios paseos, aislados escondites en los bosques, infrecuentadas torres difíciles de escalar, caminos tortuosos, como la antigua Rambla en el Central Park, y cuente con lugares públicos donde las personas puedan ir en grupos para la comunicación social o la recreación común”.
Sí, nuestra democracia languidece a la par que lo hace la plena condición humana, divorciada de una naturaleza a la que, a pesar de su separación unilateral, no deja de maltratar. Cada golpe que recibe, cada paisaje que alteramos, cada río o mar que contaminamos, empobrece la vida de la que formamos parte y nos vuelve sujetos de peor calidad, personas que desprecian la vida y llegan al extremo de disfrutar con injustificables actos de maltrato animal, como la muerte a tiros de varios gatos en nuestra ciudad.
La naturaleza nos atempera, nos pone a prueba y nos aparta del exceso y de lo enfermizo. En su presencia entendemos el concepto de límite, básico para el éxito del proyecto democrático. Si la democracia tiene posibilidad de germinar en nuestra tierra dependerá de la salud y fuerza de los frutos que dé. Su sabor debe tener notas de autodirección, autoexpresión y autorealización. Todos los organismos vivos gozan de esta capacidad de autonomía en la medida en que siguen una pauta vital propia; pero en el ser humano esta autonomía constituye una condición esencial para su desarrollo ulterior. Una autonomía, visible en todas las manifestaciones de la vida natural, que requiere como contrapeso el desarrollo de una igual capacidad de autolimitación.
La naturaleza es verdad, belleza, bondad, salud y moral. “La virtud no es sino una viva y entusiasta armonía con la naturaleza”, dijo Marco Aurelio y nos recuerda Whitman. Un poeta que dedicó toda su vida al noble propósito de “apartar a la gente de sus continuos extravíos y abstracciones enfermizas para conducirla a lo común, divino, original y concreto”. Para garantizar nuestra salud y la de nuestra democracia necesitamos mantener un contacto regular con la naturaleza, las criaturas que la habitan y el cosmos. Maltratar la naturaleza, alejarnos de ella, es imposibilitar la democracia. Si algún día llegamos a entender esta relación entre naturaleza y democracia nuestra vida aumentará en significado y profundidad. En algún momento, tal y como hizo Thoreau en su experimento de Walden, debemos ir a la naturaleza para enfrentarnos solos a los hechos esenciales de la vida y ver si podemos aprender lo que la vida tiene que enseñarnos, y para no descubrir, cuando tengamos que morir, que no hemos vivido.