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Museo Cruz Herrera - Un ejemplo a seguir

Quiero enviar sendos mensajes positivos para dos ciudades de ambas orillas del Estrecho a las cuales me encuentro muy vinculado: Ceuta y La Línea de la Concepción. Leo en El Faro del pasado 24 de agosto: “El Museo de las Murallas Reales albergará la muestra permanente de Mariano Bertuchi (Granada 1884-Tetuán, 1955) hasta al menos 2016, teniendo prevista su apertura a finales de este año”. [...] “La exposición permanente se compone de óleos, acuarelas y trípticos, pero también de utensilios y mobiliario  que perteneció  al artista y que ha sido cedido por la familia”. Sobre Bertuchi poco voy a descubrir a estas alturas; me remito al novedoso libro que salió en el pasado mes de junio Mariano Bertuchi, los colores de la luz, editado por el Archivo de Ceuta y otras instituciones, y me llena de honda satisfacción la noticia de tan magnífico proyecto que, sin lugar a dudas, será un atractivo cultural  de primer orden.
Y todo ello me traslada a La Línea de la Concepción. Esta ciudad, tan castigada por la crisis y el conflicto fronterizo casi de forma endémica, tiene prácticamente acabado un proyecto lleno de ilusión: el nuevo Museo Cruz Herrera. Ubicado en los jardines Saccone, uno de los lugares más bellos e intimistas y en pleno centro de la ciudad, será el referente cultural por antonomasia no sólo de la ciudad campogibraltareña sino también de la comarca. El edifico que acoge el Museo, que fuera casa consistorial durante tantos años y tiene dos plantas y varias salas dotadas de la más alta tecnología y servicios, albergará la obra donada por el pintor a su tierra natal al igual que el legado de su hermano Alfonso Cruz Herrera, el que fuera alcalde de La Línea en los años cincuenta del siglo pasado. Entre los dos legados, el Museo, que está acogido a la red de museos de Andalucía, recoge más de doscientas piezas de casi todas las etapas y temas del pintor.
La generosidad y el amor a su tierra natal que sentía Cruz Herrera fueron, sin lugar a dudas, de una fortaleza enorme. De la misma manera su tierra natal supo corresponderle con sobradas muestras de admiración: Hijo Predilecto y Preclaro, Medalla de Oro de la Ciudad, una céntrica Plaza lleva su nombre y todavía es recordado el día en que el pueblo  de La Línea se volcó tributándole un sentido homenaje colocando una placa en su casa natal. Él  mismo con apenas treinta años de edad llegó a decir lleno de satisfacción: “yo he sido profeta en mi tierra”.
Así pues, con todos estos precedentes el Museo Cruz Herrera se convertirá en el principal referente para conocer la obra del linense, aunque en honor a la verdad conocer con profundidad la obra del  prolífico artista no es cuestión insignificante, pues llegó a reconocer que pintó entre cuatro y cinco mil obras. No obstante, en el nuevo Museo se podrá disfrutar de obras clave, algunas de ellas premiadas, porque Cruz Herrera fue muy consciente de la trascendencia de su legado.
José María Remigio Cruz Herrera (La Línea de la Concepción, 1890-Casablanca, 1972),  fue el hijo mayor de una  familia trabajadora: “Mi familia era modesta, mi padre era litógrafo, recuerdo que daba seis duros para siete personas”, y había nacido para el arte  -cuando era pequeño cualquier sitio le valía para expresarse: “...en cuanto veía una pared blanca pensaba: ‘Qué bien para pintar’. En Andalucía, como las paredes estaban pintadas de cal, era un cuadro toda la casa”-. Su formación pictórica se forjó principalmente en la madrileña Escuela de Bellas Artes de San Fernando y con los estudios de ampliación gracias a una beca del Círculo de Bellas Artes.  Considerado como uno de los pintores más laureados de España, posee un palmarés impresionante: consiguió Tercera (Capilla del Cristo, 1915), Segunda (Al mercado, 1924) y Primera Medalla (La ofrenda de la cosecha, 1926), en las míticas Exposiciones Nacionales, que tenían lugar al final de la primavera y cerraban la temporada artística. Fundador, Socio de Mérito y de Honor del Salón de Otoño de Madrid, que tuvo su primera edición en octubre de 1920, Medalla de Oro de la Asociación de Pintores y Escultores, Medalla de Oro en la Primera Exposición Pintores de África (Esclavo moro, 1950),  Premio Princesa Sofía en el XXXVI Salón de Otoño de Madrid (Las tres moritas, 1965)... y un sinfín de honores y distinciones más.
Cruz Herrera abrió casa y estudio en un principio en Madrid, hizo lo propio en Casablanca, donde alcanzó un gran prestigio; así como en París, donde también fue laureado, y, por último, en San Roque, lugar de descanso de sus continuos viajes a Marruecos.
Considerado como el último gran orientalista español tras la muerte de Mariano Bertuchi en 1955, su atracción por Marruecos nació desde muy joven: “Desde la ventana de mi casa, contemplaba las montañas azules de África como algo misterioso que me atraía y adivinaba los miles de asuntos maravillosos que aquellas tierras descubrirían ante mis ojos, que anhelaban mirar y estudiar de cerca”. Por todo ello resultó inevitable que realizara su primera visita a Tánger justo antes de emprender su exitosa gira sudamericana (1921-1922). En 1924, tras asistir a la gran exposición ‘Evocaciones marroquíes’ que su amigo el algecireño Rafael Argelés montó en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, retornó a Marruecos, al igual que lo hizo en 1926: “con lo que me dieron de mi Primera Medalla de la Exposición Nacional, me planté en Casablanca, con la idea de permanecer allí unas semanas hasta que se acabaran las pesetas de la Medalla”. Estas primeras visitas no estuvieron exentas de un halo de aventura: “Por aquella época nos reuníamos en Marruecos diez o doce artistas franceses, españoles e ingleses. Se hacía una vida de gran camaradería entre los pintores. Solíamos ir a Fez, a Meknes, a Marrakech; íbamos con polainas brigdes, porque se hacían muchos viajes a caballo o en burro y había que llevar todos los útiles para traer de allí los cuadros, que luego habían de presentarse en las exposiciones que cada uno celebraba todos los años”. Y en Marruecos quedó atraído especialmente  “por el tema humano con la luz de aquella; parece que barniza, que da a todo lo que envuelve una jugosidad extraordinaria”.  Acabándose 1927 montó su primera exposición en Casablanca, que fue inaugurada por el mismísimo Residente General francés Théodore Steeg –el equivalente al Alto Comisario en el Protectorado español-. Tal fue el éxito de la exposición y de la gran acogida que tuvo el linense, que decidió montar un estudio en Casablanca, donde se fue a vivir con su familia y allí cerraría sus ojos en el verano de 1972. En una conferencia que dio en Madrid en los años sesenta del siglo pasado, titulada ‘Treinta y tres años de pintura en Marruecos’, recordaba sus primeros viajes de esta forma: “Aquello realmente me entusiasmó; trabajé mucho en todo lo árabe que era de una gran ilusión para mi sentimiento de pintor”. Pero no sólo pintó “en todo lo árabe”, refiriéndose a sus gentes de toda clase social y sus paisajes urbanos, verdadero capital fisionómico de la variopinta sociedad marroquí; también nos ha dejado un patrimonio antropológico de gran alcance de la comunidad judía en Marruecos. Otros pintores anteriores como los franceses  Eugene Delacroix con su Boda judía en Marruecos, Carles-Émile Vernet Lacomte, con su Mujer judía de Marruecos, y algunos españoles como Francisco Lameyer con su Boda judía en Tánger, ya habían tocado este tema en el siglo XIX, pero  me atrevo a subrayar que Cruz Herrera ha sido el pintor que con más abundancia y diría dignidad –muy alejado de concepciones y fantasías orientalistas decimonónicas-  ha tratado la pintura de la comunidad judía en Marruecos: “he pintado, también muchos judíos, casi todos con las primeras barbas, que tienen algunas noventa años y que nunca fueron afeitadas”. Los paños austeros y pardos de las vestimentas de los judíos que pintara nos retrotraen al Velázquez más genuino, al cual Cruz Herrera admiraba con devoción. La empatía que tuvo Cruz Herrera con esta comunidad queda recogida en esta anécdota que contó en más de una ocasión: “Tuve un modelo judío ciego al que yo le explicaba lo que era pintar y lo que significaba un cuadro que, naturalmente, él no podía ver. Le llevé una judía que curaba las cataratas y con un terrón de azúcar, raspándole los ojos, llegó milagrosamente a darle la vista a aquel pobre, que se presentó más tarde en el estudio a ver el cuadro que había pintado de él”.
Es por lo anteriormente expuesto que en Casablanca fue un adelantado cultural de la pintura africanista española, y allí fue admirado y respetado por los diferentes estamentos sociales de las comunidades que convivían en la capital del Protectorado francés. De todo ello hay numerosas referencias; así, en el consulado de España podemos admirar algunas obras notables de Cruz Herrera, y el propio Gobierno español le concedió el título de Caballero de la Orden de Isabel la Católica en reconocimiento a su labor cultural en Marruecos, alegato espiritual de un certero y merecido homenaje: “nunca declinó el encanto magnífico que tuvo para mí Marruecos”. Sus exposiciones tenían gran predicamento y sus obras, muy cotizadas, solían venderse muy rápido. Contaba el corresponsal de ABC en Casablanca allá por los años treinta  que cuando inauguraba una exposición había tal expectación que se formaban colas para entrar. También pintó por encargo, sus retratos fueron famosos, como el que le hizo al mariscal Lyutey, artífice de la consolidación del Protectorado francés, que le dieron justa fama; porque Cruz Herrera fue eminentemente un notabilísimo retratista; aunque, como viajero impenitente que fue, igualmente cultivó con acierto el paisaje. Enhorabuena a Ceuta y a La Línea; al fin y al cabo la cultura nos ayuda a ser un poco más felices.

José Antonio Pleguezuelos Sánchez es autor de los libros José Cruz Herrera (Editorial Sarriá, 2011) y Mariano Bertuchi, los colores de la luz (Archivo de Ceuta y otras instituciones, 2013)

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