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Muñecas rusas

El londinense Joe Wright, todo un experto en cine de época con títulos como Orgullo y prejuicio o Expiación en su repertorio, se atreve nada menos que con los grandes autores rusos, y para ello cuenta nuevamente con Keira Knightley (esa muchacha a un corsé pegada, musa del nuevo cine de época) en el papel protagonista de Anna Karenina, una mujer que por amor salvaje abandona su vida acomodada y a su influyente marido y se lanza en brazos de la aventura con forma de maromo rubiales.
Bien es cierto que uno de los mayores argumentos del cine es la adaptación de grandes clásicos de la literatura, y Tolstói lo es, pero igualmente cierto se antoja afirmar que no toda obra envejece igual, y el folletín dramonesco telenovelero con impecable manufactura y estética originalmente atinada nos deja una sensación de preciosa muñeca rusa artesanal y totalmente hueca. La poca chicha que nos transmite la historia viene exquisitamente escenificada alegóricamente en un antiguo teatro, escenario multiusos para secuencias de todo tipo, y momentazos entre bastidores que simbolizan la decadencia de la clase alta rusa del siglo XIX; y el caso es que, al principio, ir viendo cómo se desarrolla la acción ante telones pintados descoloca y saca de ambiente, pero cuando te vas acostumbrando, muy a lo Dogville de Lars von Trier, te habitúas y le vas pillando el gusto hasta el punto de convertirse en el mayor acierto del ambicioso proyecto. También resaltable en esta lustrosa envoltura es la particular música de Dario Marianelli y un lucido diseño de vestuario que se ha alzado con el Oscar este año, donde tenía dura competencia.
Además de Knightley, simplemente correcta en su interpretación que no llega a contagiar el dramatismo de su supuesta situación, tenemos a Jude Law, magnífico esposo algo mayor que sus habituales personajes y con un saber estar realmente meritorio, clave en el devenir de la historia. La otra cara de la moneda es la de Aaron Johnson, un lamentable tirillas que parece salido de un cuento Disney y que uno tiene que asumir que es la irresistible tentación a la que no puede resistirse Karenina, enajenada sin duda por influencia de algún psicotrópico (práctica habitual en tiempo y lugar) al cambiar a Jude Law por el insufrible tipejo este.
Dicho lo dicho, parece obvio que el punto reprochable a tan delicado envoltorio es la frialdad con la que el espectador acoge lo que hoy en día tiene poco de hecatómbico y mucho de pan nuestro de cada día, pero, permítanme la “frivolité”, cómo no iba a desprender frío aquello que se centra entre San Petersburgo y Moscú en pleno invierno…

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