Colaboraciones

Se me ha muerto un poco de mi Ceuta

Hace ya más de treinta años de aquella imagen, un hombre en la esquina del fondo de su salón con un pitillo entre los labios escribiendo con una máquina portátil. Bajo aquella gran mesa, tumbada y atenta su leal perra Kizzy, una hembra de pastor alemán. Aquel día llegábamos –como tantos otros- un grupo de amigos a buscar a su hijo para salir por ahí, que sigue siendo el sitio exacto donde suelen seguir saliendo los jóvenes hiperhormonados a esas edades. Nos abrió la puerta su mujer con su eterna sonrisa bondadosa: “Venga para la cocina que el ‘jefe’ está trabajando”. No me era extraño ver a mi vecino con su grabadora después de los partidos en los que el Ceuta jugaba en casa, o siguiendo alguna noticia.
Pasaba el tiempo y aquellos adolescentes seguíamos empeñados en hacernos mayores. Andábamos entonces por la época de tardoparaguayismo. Era el primer trabajo en el que yo tenía que cerrar un ejercicio contable en una empresa. Miedo no, lo siguiente. Acudí a aquel hombre que también era gerente de unos grandes almacenes. Sobre la mesa de su cocina –ejerciendo de buen profesor- intentaba que entrara en mi mollera cómo se hacía para que las pérdidas y ganancias se integraran en la cuenta de resultados y ésta en el balance de situación. Si había algo que yo leía mejor que sus escritos era su mirada, era evidente que lo de meter la pata era algo consustancial conmigo en cuestión de números. Recuerdo que una vez me dijo: “Pachequito, si hay algo que tienes que tener siempre presente en esta vida es que nada, nada es gratis”. Lo de ‘Pachequito’ no estoy seguro si fue él o don Manuel Morales en una clase de matemáticas en la que yo andaba enredando –para variar- y me dijo que se estaba rifando un tortazo y yo llevaba todas las papeletas. Lo cierto es que don Manuel no me dio nunca aquel tortazo y sí, sí que llevaba todas las papeletas.
Continuó pasando esto de la vida. Hace unos años me enteré que había fallecido su señora. Me acerqué a su casa a verlo pasado un tiempo. Allí estaba buscando entre un cúmulo de fotos. Fotos en las que estaba con Rocío Jurado, Raphael y un montón de famosos. Creo que le importaban ya un carajo porque no encontraba una muy especial, una en concreto de su mujer, Marisa. Me dijo que era una foto que le gustaba mucho para llevarla en la cartera y que no la encontraba. Me miró girando la cabeza y no nos hizo falta ninguna palabra más sobre el asunto. Le leí la mirada.
Hace un par de sábados se me hizo raro no verlo volviendo al bloque donde me lo encontraba cuando voy a ver a mis padres. Siempre con su perpetuo diario bajo el brazo. Me enteré de que había fallecido mi amigo y profesor Andrés Domínguez Espinosa, ADE para el mundillo periodístico. Huelga decir que éste es mi pequeño homenaje, y cómo la mayoría de los homenajes, reconocimientos y decanatos llega tarde, póstumo o simplemente no llega.
Pues aquí ando en la mesa de mi salón a las seis de la mañana de un domingo, dándole a mi portátil y combatiendo de forma natural mi molesto síndrome del ojo seco. Pero a él que imitaba cómo nadie a Mario Moreno en su personaje de Cantinflas, no creo que le gustara un final triste de mi artículo, así que haré un ejercicio mental.
Imagino que hay algo por allí -en eso que llaman eternidad- y me voy a la película de Titanic; no por favor no sean negativos y no piensen en un final con DiCaprio hundiéndose en gélidas aguas. En la última escena, en un salón majestuoso donde al final de la escalera le espera su querida Marisa y todos de los mejores que se le marcharon antes. Todos en una gigantesca fiesta de Carnaval –algo que él vivía intensamente- rodeados de los mejores, de sus entrevistados famosos, de su gente sencilla, del gremio periodístico, de su Tertulia Flamenca, del Centro de Hijos de Ceuta, de los de su querida Ceuta…
Hasta siempre amigo.

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