Reunidos para honrar al artista, la prole Morente cantó por Enrique, un genio extraordinario que revolucionó la cultura
Con la carne del alma de gallina, tres años después de su muerte, abrazada en torno a la candela de los focos en directo, la prole Morente se reunió el pasado fin de semana para honrar la memoria de Enrique con un pique y mil medias verónicas con el 'quejío' flamenco como pulso y excusa. Sucedió en Madrid, en un Circo Price contagiado, anestesiado, envuelto en esa liturgia dorada e inconfundible y cálida que propiciaba la propia figura del cantaor granadino y que, a través de voces y taconeos como los de Pepe Habichuela, José Mercé, Tomatito, Miguel Poveda, Eva Yerbabuena, Dorantes, Pitingo, Diego Carrasco y Tomasito, Argentina, Arcángel, Carmen Linares y Farruquito, tan presente se les antojó a los miles de fieles que abrigaron la causa y acudieron al llamamiento, de manera física o a través del espíritu.
Entre todos ellos, Estrella, Soleá y José Enrique, los hijos del genio, quienes nada más salir al escenario desearon "a todos los niños" que tuvieran un padre "como el que hemos tenido nosotros", anhelo que, acaso sin saberlo, en cierta manera cristalizó hace ya tiempo y afectó a cientos de adultos pues el aura, la voz, el estilo, la figura, el ritual, el arte, la estrella de Enrique Morente guiaron (guían) la vida, al menos la concerniente a la del espíritu de la cultura, de un sinfín de seguidores que le admiramos los milagros en vida y le veneramos en la muerte.
Enrique Morente que estás en el Olimpo, recordado en un memorial atrevido y hermoso en el que no podían faltar los elementos que componen su inmenso universo, ese abanico de color y sensaciones que provoca la inteligente mezcla de García Lorca, Picasso, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado o Leonard Cohen, genios a los que amó e incluso hizo crecer (lo imposible como posible) a base de inventarlos de otro modo: a golpe de siguiriya, soleares, malagueñas; a base de duelos y quebrantos; a ritmo de flores y flamenco puro, por nuevo.
Porque Morente fue un revolucionario de la cultura popular, a la que tomó por montera en caminos de arenas movedizas, una titánica empresa en realidad la que se propuso (dar una vuelta al tradicional arte flamenco) que, de no haber sido afrontada por una figura de su infinita talla y verticalidad, hubiera quedado reducida a un mero ridículo y a un sonoro fiasco. Es aquí, entre los logros que consiguió, entre las tierras que conquistó, entre los corazones que hizo llorar, el gran triunfo del 'granaíno', nada menos que construir un mundo intenso y riquísimo sobre un longevo y señorial firmamento sin que ni uno ni otro quedaran mermados, maltratados, eclipsados, sino todo lo contrario, haciendo crecer lo clásico así como la fusión para elevar a la cultura a nuevas y extraordinarias dimensiones jamás conocidas hasta entonces. Que se jodan pues los puristas de orejeras, los que tuvieron miedo a Triana y los que escupieron a Morente, "esa voz que se juega la vida", como le definió Sabina en un precioso soneto.
La valentía, el verbo divino, el bendito onirismo de Morente alcanzó su punto álgido en Omega, obra maestra de la cultura contemporánea que vio la luz en el 96 con todo el esplendor, un documento que, firmado con la colaboración del grupo granadino Lagartija Nick, constituye un inestimable legado para la historia de la música, de la literatura, del arte, y un monumento a eso que llaman musa y duende pero que bien podría directamente ser bautizado con el nombre de Enrique y llevar Morente como denominación de origen.