No existe democracia donde la libertad de expresión es impracticable. Un sistema político, cuya esencia reside en el ejercicio de la soberanía popular, no tiene razón de ser si los ciudadanos carecen de los medios necesarios para formarse una opinión libre. Nadie puede enjuiciar con criterio lo que ignora. Por eso la clave de todas las dictaduras es la manipulación y control de la información. Este tipo de violencia, repugnante donde las haya, se puede ejercer descarnadamente y con brutalidad; o con sutileza y elegancia. El resultado es el mismo: súbditos enajenados que jalean inconscientes su propio sometimiento en la miseria (intelectual y a material). De esta deformación surge el concepto “democracia formal”. Es un modelo muy extendido en el que la democracia sólo conserva su aspecto externo, además de los elementos superfluos y complementarios; pero en el que los derechos básicos se han vaciado de contenido por completo. Porque los derechos nunca son tales, si se reducen a meros enunciados teóricos carentes de eficacia.
Se puede afirmar con rotundidad que Ceuta se ha situado al margen de la democracia. Vivimos en un régimen autoritario en el que el poder establecido domina de un modo asfixiante la opinión pública. Esta ha sido una seña de identidad constante del gobierno del PP liderado por Juan Vivas, que en estos momentos se materializa exacerbadamente en toda su plenitud. A ello han contribuido dos factores que se retroalimentan diabólicamente.
Por un lado, la notoria precariedad del Gobierno. Corren malos tiempos. Un gobierno acostumbrado a repartir dinero y trabajo por doquier, ahora se ve en la tesitura de justificar recortes, restricciones, negativas y rechazos. Los halagos pretéritos se han trocado insultos e improperios. Y donde no hay harina, todo es mohína. Desvanecido el espejismo, comienza a entenderse mejor la gestión de la “década prodigiosa” de Vivas. Entre escándalos, deudas y despilfarro, han conseguido destruir el tejido productivo y llevar la Ciudad a un cuarenta por ciento de paro, batir el record nacional de pobreza, dejar inhóspitas las barriadas periféricas, y borrar el horizonte a la juventud. Así que lo que hoy necesitan, imperiosamente, es el silencio. La prioridad es la ocultación. Pero una ocultación inteligente, por eso pretenden teñir el espacio de opinión pública de planes futuros y nuevas promesas que distraigan a los ciudadanos del presente. Ahora, más que nunca, se les hace imprescindible la dictadura de los medios.
Por otra parte, la crisis económica ha mermado la escasa (en algunos casos, nula) independencia que aún podían disfrutar los medios de comunicación locales. Exceptuando la televisión pública, que actúa con impudicia y sin tapujos como prensa de partido, en una insólita malversación moral de fondos públicos; todos los demás medios escritos y audiovisuales, son de titularidad privada y, por tanto y en teoría, deberían actuar sin sujeción a intereses políticos. Nada más alejado de la realidad. Porque todos, sin excepción, dependen económicamente del Ayuntamiento.
Hemos conseguido llegar al siglo pasado. El espacio informativo funciona exactamente igual que en la dictadura de Franco. El movimiento dispone de un inmenso y omnímodo aparato de propaganda, mientras la disidencia está ferozmente amordazada. O lo que es peor, sometida a una perversa dosificación de su mensaje, previamente tamizada y autorizada por la autoridad competente. La libertad de expresión vuelve a ser una quimera. Como entonces, sólo nos queda la calle y el panfleto, en una batalla vergonzosamente desigual. Esperemos que, al menos, no nos metan en la cárcel.