Opinión

Mohamed Lahchiri

La verdad es que uno siempre ha sentido una gran simpatía por esos escritores que, siendo completamente bilingües, a la hora de escribir se deciden por nuestra lengua. Tal es el caso, por ejemplo, de Max Aub o, sin necesidad de ir tan lejos, el de Mohamed Lahchiri, intelectual hispano-árabe (fue profesor de Lengua Española en Casablanca y ahora vive muy vinculado al grupo literario de Ceuta) que ya lleva publicados cuatro libros de relatos en español. Estos son sus títulos: ‘Pedacitos entrañables’ (1994), ‘Cuentos Ceutíes’ (2004), ‘Una tumbita en Sidi Embarek’ (2006) y ‘Un cine en Príncipe Alfonso’ (2011). En todos ellos Lahchiri mantiene la misma estructura: hay un relato principal que da título al libro, al que le siguen o le preceden cuestión de diez o doce relatos acompañantes que completan la obra. Ese conjunto, que a primera vista parece disperso, forman unidad gracias a los temas que toca que siempre suelen girar en torno a la familia, los recuerdos de infancia y la Ceuta más popular y olvidada.
A veces esta estructura se halla enriquecida con un prefacio o prólogo que siempre amplia el contenido del libro y ayuda a mejor comprenderá a su autor. Especialmente interesante es el excelente prólogo de ‘Cuentos Ceutíes’ que firma José Luis Gómez Barceló, figura indiscutible en el mundo literario de la ciudad de Ceuta, quien señala dos fuentes de inspiración muy bien definidas en Lahchiri: por un lado –nos dice Gómez Barceló- historias personales y de familia, muy ligadas a la Ceuta de su infancia; por otro, la crónica antropológica de la ciudad. Esta misma dualidad se mantiene en los otros libros de Lahchiri. Sólo que, a estas dos fuentes de inspiración, en el último libro, se podría añadir una tercera: el erotismo.
Aparte de la cuestión literaria hay en estos libros de Lahchiri una virtud que no quiero ni puedo pasar por alto: la fraternal convivencia en paz y respeto de dos comunidades, la cristiana y musulmana, que durante siglos se habían considerado enemigas. Algo así, pienso, podría haber ocurrido en Granada a partir de 1492 si el fanatismo de unos y otros no lo hubiera impedido.
Paso al comentario del último de los libros de Lahchiri: Un cine en el Príncipe Alfonso. Son trece relatos los que integran este libro. Entre los que están inspirados en historias personales y de familia destaca el primero del libro titulado ‘El Examen’. Un examen de francés que la hija del narrador de la historia, ayudada por su padre, venía preparando con toda meticulosidad durante varios meses. Al fin llega la hora del examen, el padre lleva a la niña al Liceo Francés, ésta hace el examen a la perfección, pero, cuando el padre va a ver la lista de aprobados, su nombre no aparece en el tablón de anuncios. ¿Qué ha podido ocurrir? ¡Una niña que llevaba el examen tan bien preparado! En la familia cunde la tristeza y el desánimo, hasta que al fin se descubre el entuerto: los profesores que han corregido las pruebas han trabajado hasta las seis de la tarde. No han tenido tiempo en esas pocas horas de corregir todas las pruebas y han dejado una buena parte para el día siguiente. A ninguno de aquellos profesores se le había ocurrido escribir una nota diciendo que aún faltaba por corregir la mitad de los exámenes. Al final todo se soluciona. El tema le permite a Lahchiri hacer una moderada crítica sobre la enseñanza en Marruecos.
El último relato de la selección, que además de ser el más extenso es el que le da título al libro, entra en la otra categoría que señalara Gómez Barceló: relato de la crónica antropológica de la ciudad de Ceuta y, más concretamente, de uno de sus barrios: el conocido con el nombre de Príncipe Alfonso, zona arrabalera integrada por los moros y cristianos más humildes de toda la ciudad. Allí, en las postrimerías de la década cincuenta, sitúa Lahchiri la acción de su relato. Sus protagonistas son niños casi adolescentes. Todos ellos llevan una existencia mezquina, en la que no falta alguna que otra paliza –regalo del padre unas veces, otras del imán de la mezquita- y cotidianas regañeras. La única evasión ante tanta infelicidad es el cine, entonces en pleno apogeo gracias a las películas norteamericanas. Sus protagonistas son para ellos semidioses cuyos gestos y andares tratan de imitar y las protagonistas la novia imposible que todos aman y ninguno conseguirá. Pero, ¡ay!, en esta zona tan olvidada de los poderosos ni siquiera hay un cine. Los pocos chicos que, pidiendo aquí y allí, logran reunir las tres pesetas que vale la entrada, tienen que desplazarse hasta el centro de la ciudad para ver cualquier película y, si al volver a casa, llegan ya anochecido, no hay nadie que los salve de la irremediable paliza. Así estaban las cosas cuando un buen día un tal Lolo, el protagonista del relato, tuvo la suerte de encontrarse en la calle una entrada de cine. Fue como si le hubiese tocado el gordo de la lotería… No vamos a contar aquí lo que ocurre después, que sería privar del placer de descubrirlo por sí mismo a futuros lectores del libro.
Los once relatos que quedan enredados entre los dos comentados, también entran dentro de las tres categorías ya enunciadas: temas personales y familiares, con una insistencia especial en la infancia, pasado antropológico de la ciudad y alguno de tema erótico que a veces roza la vulgaridad. Aquí es imposible comentar cada uno de estos relatos. Más importante me parece destacar una virtud de este libro que me ha llamado poderosamente la atención: su valiente crítica social. Valga, para hacerse una idea, esta impresionante cita.
“Y nunca dejaba de rondarle aquella historia estremecedora, contada por el padre de un alumno de la escuela coránica del pueblo de los abuelos (a pocos kilómetros de Ceuta), que había muerto de la paliza que le había dado el maestro, un tal Alfaquih al Aarosi. ¿Y qué pasó? ¿Y qué va a pasar? Había muerto porque estaba escrito, Dios lo había querido así. La víctima había tenido el entierro de un mártir, exactamente como si hubiera muerto defendiendo la patria o la fe, porque había perdido la vida mientras se aprendía –ponía en su corazón- las palabras de Al-lah”.
La verdad es que uno no sabe si reír o llorar ante tal cúmulo de ingenuidad y barbarie. Un asesinato en toda regla, perfectamente arropado bajo la manta de la religión. Mohamed Lahchiri ha tenido la valentía de denunciar tal atrocidad, vaya para él mi más sincera enhorabuena.

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