Categorías: Opinión

Misa del Gallo 1950

Siguiendo la tradición familiar, la pasada Nochebuena asistí a la Misa del Gallo que se celebró en la Parroquia de Los Remedios, la mía, en donde recibí el bautismo, hice la Primera Comunión y fui confirmado. Concelebraron el Párroco, Padre Marcos, y otros dos sacerdotes de la comunidad agustiniana, asistidos por dos diáconos. Un coro de feligreses interpretó cantos religiosos y villancicos populares, y hubo nutrida concurrencia -los bancos prácticamente llenos- aunque ya no se llegue a las aglomeraciones de antaño. Incluida la homilía, toda una bella y devota ceremonia que duró en torno a una hora, con veneración final a la imagen del Niño Jesús.
Este acto cristiano trajo a mi memoria, una vez más, el recuerdo de cierta anécdota ocurrida en el mismo templo durante la Misa del Gallo de las Navidades de 1950. Eran tiempos de masivas asistencias a las iglesias, y aquella noche del 24 de diciembre no fue precisamente una excepción, sino todo lo contrario.
Los Remedios rebosaba de fieles. Tras conseguir el difícil empeño de que nuestros mayores pudieran lograr sitio en los bancos, mi amigo y compañero de curso Luis Echaniz y yo –ambos a punto de cumplir 17 años, en séptimo de aquel bachillerato tan largo como provechoso-  nos resignamos a seguir la ceremonia de pié, desde un lugar muy cercano a la puerta grande que da a la calle Real (la de Juan XXIII se abrió mucho después), bajo el coro que entonces existía (lleno también) y apretados entre el gentío, oyendo desde allí tanto la misa como a los grupos que por aquel entonces callejeaban tocando y cantando villancicos.
Luis Echaniz Zubimendi era, como indican sus apellidos, un vasco de pura cepa, nacido en Bermeo e hijo de un oficial de la Armada que vino a Ceuta destinado a la Comandancia de Marina, y que falleció muy joven, dejando aquí a su viuda, su suegra (que prácticamente solo hablaba lo que entonces se llamaba vascuence, hoy euskera, por tozudez del dichoso nacionalismo) y sus dos hijos, Luis y Juan. Como esta familia quedó en situación precaria, le concedieron a la viuda un estanco, situado muy próximo a la Iglesia de los Remedios, en un pequeño edificio -que aún subsiste-  frente a la tienda de M. Fernández Benítez  (el Gordo de la Música), desaparecida hace mucho tiempo, y junto a la también perdida Tintorería Amaya. Allí, cuando Luis se ponía tras el mostrador, solía reunirse nuestra pandilla para hacer tertulia y ver pasar a las chicas.
Ese estanco permitió que la familia Echaniz Zubimendi quedase afincada en Ceuta, viviendo en el edificio de Ferragut, en la calle Teniente Arrabal o de Los Remedios. Luis destacó en el Instituto como un alumno muy aventajado, y terminado el bachiller cursó la carrera de Ayudante de Obras Públicas, equivalente a la actual ingeniería técnica, para quedarse en Madrid, desempeñando puestos de responsabilidad en importantes firmas constructoras y creando más tarde una empresa propia.
En su favor he de decir, además, que era muy vasco, pero sin dejar jamás de ser y sentirse español, hasta el punto de que nunca quiso cambiar la ortografía de su apellido, negándose a trocarlo por ese “Etxaniz” que ahora utilizan muchos de los que antes eran “Echaniz”. Es más, incluso bromeaba con tal tendencia, de puro origen nacionalista.
Pero volvamos a la Misa del Gallo que se dijo en la Parroquia de los Remedios a partir de las 12 de la noche del 24 de diciembre de 1950. Concelebrada por tres sacerdotes, en latín (como era norma por aquel entonces), revestida de gran pompa y solemnidad, con abundancia de monaguillos y de incienso, la ceremonia –sermón incluido- se alargaba extraordinariamente, hasta el punto de que, pasada ya más de una hora desde su comienzo, y sin que todavía se intuyera el final, Luis acercó su boca a mi oído, y dijo muy seriamente:
“Esto no es la Misa del Gallo. Esto es la Misa del Pavo Gordísimo”. Aquella ingeniosa frase, ante la que no pude más que sonreir, quedó impresa en mi memoria –y también en la de mi hermano Manolo, al cual se la comenté a la salida- de tal forma que, pasados ya nada menos que sesenta y dos años, ni éste ni yo podemos referirnos a una Misa del Gallo sin tenerla presente y volver a repetirla, también entre sonrisas.
Luis Echaniz nos dejó hace algunos años, tras haber logrado cumplir pocos días antes de que se lo llevara un inesperado ictus cerebral  su repetido deseo de pasar, acompañado por  su esposa, un par de días conmigo y con mi mujer en nuestra casa de Ronda, recordando viejos tiempos y renovando así los lazos de una vieja amistad que ni el transcurso de los años ni la lejanía pudieron romper jamás.

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