La crisis se ha acabado y por eso en Madrid son innecesarios los comedores sociales en Navidades. Ya se nota –no crean– que ha llegado la opulencia, porque el indigente que se pone frente al colegio de Pinar Hondo pasa las horas más cálidas sentado haciendo sopas de letras.
No pide caridad, ni se recoge en la ausencia de hace unos meses, antes de que lo sacaran de las calles, porque hizo casa en ellas y era estampa terrible verlo acostado en el frío suelo, antes de entregar a los niños en el colegio. Las estampas deben ser de Santos para hacernos mella, por eso los calendarios tienen esas imágenes y no las de indigentes comiéndose la necesidad a ratos.
La Navidad disfraza las emociones y hace compartir mesa a quien no se ve en todo el año, hace que haya una charla intrascendente y que recojamos los faldones del alma, apegados a la camisilla del cuerpo. Los supermercados son líderes en esto, como Bankia en transmutarse y hacer volteretas, con el mismo fin de hacer caja. Por eso, ahora lucen escaparates y pasillos enlatadores de pasos sosegados, porque se quiere que compremos y que cuando entremos en el súper veamos todo lo que hace, que te salive la boca. Pero es tarde, porque ya estamos en diciembre y llevamos más de dos meses consumiendo, poniéndonos ciegos de polvorones baratos y mentiras envueltas en papel de gloria. Somos tan banales que podríamos ponernos unas cañitas de mimbre en las mangas y flotaríamos como las cometas, así que, qué más nos dan los comedores infantiles, qué más nos da el inmigrante huido de las concertinas, que devuelve dinero cuando tiene que vender pañuelos en Sevilla para mantenerse.
Volátiles mariposas que vuelan muy sesgado y muy bajo, que solo concilian el sueño cuando creen que están hechos para grandes logros, cuando no somos más que carne de cañón que alimentar la gran fábrica de nada que alguien puso en marcha un mal día. Los políticos se enfadan por ver quién se sitúa en primera fila, se hostian delante de todos sin pudor alguno, se limitan a decir lo que les mandan, soldados bien disciplinados y unos a otros se arrean, para que nosotros, el vulgo, ni les miremos porque la programación de Telecinco es más entretenida.
Ya las niñas no quieren ser princesas, sino que no las mate un desgraciado que no tenga dinero o que quiera quitárselo y que después embrolle la de no hay Dios, para rajarse ante la secreta en mitad del interrogatorio. Los niños quieren ser conductores de autobuses , sin saber las muchas penalidades que pasan, lo poco que cobran y cómo tienen la bilis revenida, las más de las veces, de acordarse de las madres de los demás conductores.
Aun así –cariacontecidos– tenemos que oír cantar las bondades de la terminación de la crisis, que nos van a subir una paga de caridad y que los niños los tenemos gordos de tanta opulencia. Pero no pasa nada , porque nos amordazan y callamos, porque nos insultan y los votamos y somos tontos sin solución, dándoles lo mejor de cada casa para que lo tiren a la basura del paro, la falta de oportunidades y la exhibición vergonzante de los macrosueldos que se calzan.
La crisis se ha acabado, por eso el inmigrante que encontró el dinero lo devolvió esperando que otro día se encontrará en el asfalto sembrados más billetes, los mismos de los que rebosa la educación pública y las becas extraordinarias y los libros de texto y los comedores escolares, que ya no hacen ninguno falta, porque estamos en la opulencia y no nos hemos dado cuenta de nada. Idiotas de nosotros que hemos pasado de la austeridad y el recorte forzado, de los sueldos recortados, los empleos de dos horas semanales y los despidos a tutiplén, a la opulencia de niños gordos desbastados, de devoluciones de inmigrantes con el cuerpo masajeado por los spas más elegantes e indigentes que hacen juegos de sopa de letras, a las puertas de los colegios, empaquetados.
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