En los años de mi infancia, era costumbre de los armadores de barcos de pesca, tender sus redes en el muelle Cañonero Dato -donde ubicaban la feria-, con el fin de remendar tantos rotos que se originaban en los enganches en piedras o en el ataque de los bichos y negros*
Con el buen tiempo, era frecuente que mi abuelo me llevara, gesto que yo agradecía encantado. Me entregaba un trozo de red y una aguja con hilo y yo de inmediato, siguiendo la costumbre, me descalzaba como veía que hacían los mayores. Sintiéndome importante y todo un hombrecito. Esto duraba un rato, porque de inmediato me calzaba de nuevo, para ir a coger mariposas ya que allí este insecto era muy abundante.
Una mañana, estando remendando junto a mi Chache, le dije; ¿porque no me narras el cuento de la Sirena?, y él -como siempre- se prestó gustoso a complacerme:
Hace muchos, muchos años -tantos que yo no había nacido, ni mi padre, ni mi abuelo- que Ceuta era un presidio, donde los reclusos menos peligrosos andaban libre por la ciudad y tenían que ir al Hacho sólo a dormir.
Hace muchos, muchos años -tantos que yo no había nacido, ni mi padre, ni mi abuelo- que Ceuta era un presidio, donde los reclusos menos peligrosos andaban libre por la ciudad y tenían que ir al Hacho sólo a dormir”
Uno de aquellos presos cumplió condena, y por no tener dinero porque era muy pobre, no se pudo ir a la Península y tuvo que quedarse aquí.
Su condición de antiguo presidiario, le cerraban todas las puertas, sobre todo cuando iba a pedir trabajo. El caso es que debido a su pobreza no tuvo otro remedio que sobrevivir alimentándose de mejillones, lapas y percebes que por entonces eran muy abundantes en las piedras que hay más allá de San Amaro.
Entre el Odión y Punta Almina, el lugar que te señalé el día que fuimos a la isla del Perejil en el barco, se daban los más grandes y sabrosos de toda esta costa; y, por este motivo, Pepito -el abuelo narraba y a la vez, de su cosecha, añadía pequeñas explicaciones-, éste era el lugar que el expresidiario más frecuentaba buscando el sustento. Cierto día, estando en aquellas piedras mariscando y lamentándose en voz alta de sus desdichas y penurias, vio removerse bruscamente el agua y de ella surgió la figura de una bellísima sirena.
El hombre quedó maravillado de tan singular belleza. Estaba recostada sobre una piedra, dejando entrever sus desnudos pechos entre sus largos cabellos de un intenso color negro azabache, y que adornaba con una diadema hecha de pequeñas estrellitas de mar, perlas y corales.
Con voz dulce y armoniosa le dijo como un susurro:
-Llevo observándote mucho tiempo y sé de tus calamidades. Te quiero ayudar pero con una condición: que te cases conmigo dentro de un año.
-Acepto, pero si es verdad que me vas a ayudar como has prometido -respondió aquel hombre.
Desde aquel día, el expreso no dejó de acudir a la cita con la hermosa sirena, y aquel hermoso lugar, fue testigo de veladas interminables donde a la luz de la luna llena, dos jóvenes corazones se entregaban el uno al otro, con una pasión sin freno y plena de felicidad. Pasados los momentos de ardiente amor, ella le hacía entrega de varias monedas de oro y plata. Con las que aquel hombre, se convirtió en un rico mercader. Introduciéndose en la sociedad ceutí debido a su dinero. Y los que antes le volvían la cara por su pobreza y condición de expreso, ahora, querían ser sus amigos.
Fueron pasando los meses y aquel hombre poco a poco se fue introduciendo en la sociedad ceutí, relacionándose con la gente importante de la ciudad, y dando lugar a que en toda Ceuta se corriera la voz de su boda con una señorita de la alta sociedad local. Al poco tiempo, aquel ingrato amante contrajo matrimonio con la noble señorita, olvidando a la sirena y su promesa.
La pobre sirena lo esperaba inútilmente todos los días y noches. La tristeza fue llenando poco a poco su corazón…; y, a tal punto llegó su tristeza, que un día adivinando que su enamorado jamás vendría a por ella, se adentró en la soledad del mar sin que hasta ahora nadie le haya vuelto a ver surcar de nuevo las olas. Dicen algunos lugareños, que a veces en los melancólicos días de otoño, al atardecer, en los acantilados que dan al mar, si pones atención, tal vez escuches algunos lamentos de aquella antigua tristeza que la brisa del mar hace confundir al balancear los altos pinos del hacho.
Desde entonces y en homenaje al tremendo amor que se vivió en aquellas rocas, fue conocido el lugar como: «Las piedras de la Sirena» Y a pesar de que sé que es solamente una leyenda, yo, sin embargo, espero que al fin, la Sirena, con sus lamentos, haya hecho recobrar del olvido a su enamorado…
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