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Sentado en el poyete del “llano” observaba con envidia como los niños de la Puntilla, del “Barrio de la Latas” y de otros lugares que ya no recuerdo, subían las escaleras, atravesaban el pasillo voladizo de la fachada y se adentraban de uno en uno, de dos en dos, de tres en tres… en la casa de Mariquita. Pero, ¿que tenía aquella casa ¡Dios mío!, que todo el mundo podía subir allí y permanecer todo el tiempo que quisieran sin que los dueños se molestaran o se enfadaran ante tal ajetreo de chiquillos yendo y viniendo continuamente? La verdad es que hoy es inimaginable que pudiese ocurrir algo parecido, pero en aquellos días el carácter sumamente sencillo y generoso de algunas personas, daba lugar a situaciones que se preñaban del espíritu más acogedor y más evangélico que pueda habitar en el alma humana.
Mariquita, pequeñita casi como un niño; sin embargo, era tal su generosidad que el alma no le cabía en su pequeño cuerpo. Era un alma grande, sin límites, sin fronteras, sin negaciones… Mariquita era la ternura personificada, como la Madre Teresa… No negaba nunca: daba, prestaba, ayudaba, acogía… No; no negaba nunca, ella era el Sí; ella era la palabra amable y el susurro con vocación de consuelo; ella había nacido para ser madre del aquel que necesitase sentir en su interior esa palabra de cuatro letras, que más tarde o más temprano, todos anhelamos alcanzar: Amor…
¡Oh, Mariquita!, que puedo yo decir que no sepamos todos en la Puntilla, que puedo yo decir que Paco o tus hijos no supieran. Que puedo yo decir que los niños que te conocieron no te hayan ya dicho desde el recuerdo que guardan de ti en sus corazones…
Yo, Mariquita, se me viene a la memoria, el primer día que me atreví a subir las escaleras del portón, seguir paso a paso el pasillo hasta encontrarme delante de tu puerta, que causalmente en aquel momento se hallaba increíblemente cerrada; allí permanecí un rato sin saber que hacer ni que decir; y estaba a punto de golpear la puerta, cuando al punto está se abrió y tu imagen como en un recordatorio de comunión, apareció enmarcada entre sus quicios. Yo la miraba y azorado no acertaba a articular palabra; ella comprendiendo mi situación embarazosa, esbozó una sonrisa entre pícara y divertida, y me dijo:
-Bueno, ¿y tú quién eres?, cada día vienen más niños que yo no conozco…
Yo, bajé los ojos, y sólo miraba los dibujos grisáceos que se adornaban en las losetas al lado de mis pies. Ella, a continuación, y sintiéndome aliviado de su pequeña burla, pronunció:
-Pero bueno, que niño más tonto, se puede saber que haces ahí parado; anda entra “pa” dentro y siéntate en el suelo donde puedas.
Abrí la puerta, entré, y medio en penumbra me senté junto a las patas de la mesa, intentando no pisar a nadie; enfrente simulando una pantalla de cine, se encontraba un antiguo “Silvergood” donde “El Llanero Solitario” con su antifaz ocultándole el rostro, cabalgaba en busca de una nueva aventura… Durante años, aquel salón-comedor, fue mi cine de barrio, donde sin comprar ninguna entrada ni guardar ninguna cola tenia una entrada reservada para cuando yo quisiera. De tal modo, que: Rin tin, tin, Caravana, Bronco-Ley, El Virginiano, y otras series que se daban los sábados en “Sesión de Tarde” fueron haciéndome descubrir el más puro e indómito “Far West”…
Siempre a la puerta de Mariquita, había algún vendedor de loterías, de cupones, de rifas; o algún verdulero, o frutero, o pescadero exponiendo sus productos. Mariquita, ejercía un cierto magnetismo que propiciaba que todos los pequeños comerciantes desearan acercarse a ella y exponerle su negocio, como si al comprar ella sus productos, quedasen al momento validados a los ojos de los demás vecinos. Y no quedaba ahí la cosa, sino que para aliviarles un poco el cansancio, ella les guarda en el pasillo de la balconada, las cajas y los sacos de sus mercancías.
Mariquita, se podrían contar tantas cosas de ti, que podríamos pasarnos horas y horas y siempre seguramente nos dejaríamos algo en el tintero. Pero, a modo de rasgo que pueda definir tu bondad, puedo contar aquella manguera verde que en llegando el verano pasabas por la ventana de tu cocina y la alargabas hasta abajo, en la calle, donde las vecinas de las “Barraquillas” (*) esperaban a que abrieras el grifo y le dieras como el mayor regalo el agua tan deseada. Y efectivamente las vecinas de las “Barraquillas”, habían hecho acopio de ollas, garrafas, cacerolas, bidones y todo cacharro que pudiese servir para recoger agua. Y los recipientes se iban llenando entre la algarabía, las risas y la alegría de aquellas mujeres…Y nunca les falto el agua…
-¡Mariquita abre el grifo¡ ¡Mariquita el agua ¡ ¡Mariquita abre ya¡, decían las vecinas a gritos...
De tal modo, que cuando llegaba el verano, cuando el caño de agua que bajaba del monte se secaba, Mariquita, atendiendo a la compasión que le causaban aquellas mujeres, abría el grifo de su casa hasta que la última de ellas no acabase de llenar el último de sus cacharros.
Mariquita, ahora, tu lugar es azul, y los astros están a tu alcance. Dios habitará en ti, y la paz se habrá hecho infinita en tu alma; pero tu recuerdo es nuestro y nos pertenece, y aún, la llama de tu presencia, nos acompañará por mucho tiempo…
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1:Mariquita y Paco junto con los hijos pequeños: Quica, Roberto, Chari y Guille. (Guillermo Bermúdez Sánchez)
2:Mariquita en el salón de su casa, con su hija Chari (Guillermo Bermúdez Sánchez).
3:Barrio de la Puntilla y llano central (Pepe Sevilla Gómez).
4:Familia Bermúdez-Sánchez junto a su puerta, Cristóbal y Pepa Cesa. (Guillermo Bermúdez Sánchez).
5;Pabellones de la Junta Obras del Puerto (Manuel Castillo Sempere)
6: La Familia reunida en aquel famoso salón cine de barrio en agosto de 1975. (Guillermo Bermúdez Sánchez).
7: Niños del barrio de La Puntilla, año 1964-65 (Guillermo Bermúdez Sánchez).
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