Aquellos que sentimos los sentimientos a flor de piel, aquellos que sentimos los sentimientos como una herida profunda en el costado, no podemos quedar callados ni impasibles cuando suenan y vibran las cuerdas que se hallan afinadas en el alma, esperando ser tocadas por una mano mágica que deje tu nombre grabado en la arena de una playa…Y, cuando esas cuerdas vibran y resuenan como el retumbe del agua bajo un puente, las notas musicales nos traen el recuerdo de la ciudad donde nacimos, la ciudad que nos vio crecer en la niñez y en la adolescencia; y, la ciudad a la que un día dijimos adiós en el abandono y la soledad de los muelles en el alba, como escribiera en unos versos llenos de poesía y tristeza, Pablo Neruda.
Efectivamente, el haber elegido la vida en los barcos entre el mar y el cielo, arribando de un puerto a otro, de navegar y trazar rumbos ora en un mar agigantado y proceloso, más tarde aquietado en el trazo del horizonte; la servidumbre de la búsqueda de la propia realización siempre inalcanzable, y las circunstancias diferentes que hacen que un día columbres un paisaje y mañana otro, te llevan a alejarte de tu propio paisaje que siempre viaja contigo, aunque en tu abandono no te des cuenta. Ceuta es nuestro paisaje, pero no una Ceuta cualquiera: sino una Ceuta determinada, la Ceuta que nosotros conocimos y llevamos consigo en nuestros recuerdos que son más perdurables que la vida misma…
Comprendemos que haya personas que no le den importancia al paisaje y les pase desapercibido; sin embargo, el paisaje de un tiempo determinado y de un lugar definido, está tan unido a nosotros mismos, que no pueden separarse de aquello que somos y a nuestros propios sentimientos. Sí; es cierto, el paisaje tan genuino de aquella Ceuta de finales de los años cincuenta y principio de los sesenta, se haya tan unido a nosotros como pudiera estar la yedra al muro, o las espinas al rosal. Porque el paisaje de aquella Ceuta, somos en el alma nosotros mismos. Nuestra naturaleza de lo que hemos sido y deseamos ser, se allega como una metáfora de pura nostalgia a ese paisaje tan determinado que alumbraron los primeros años de nuestra existencia.
Nosotros nacimos en «El Callejón del Asilo», junto a la plaza de África y el Ayuntamiento, en un patio blanco, tan blanco como las nubes algodonosas de los cúmulos que el viento de Poniente, arrastra por los cielos infinitamente azules del Estrecho. Nuestro patio se enjalbegaba con cal viva en llegando cada primavera, cuando el calero pregonaba su cal que -como el mejor de los tesoros- guardaba en los serones de las mulas que subían por la empedrada ramblilla hasta la puerta de Josefina y la de mi casa. Para nosotros -los niños del patio- era una fiesta, porque a partir de aquel día, todos los vecinos se aprestaban a enjalbegar sus casas para que relumbraran sus fachadas a los rayos del sol del mediodía. Eran días que todo andaba revuelto, que todo olía a pura cal viva, que antes se había depositado en un barreño y echado agua para diluirse, no sin antes hervir como las calderas de Pedro Botero. Más tarde, acabado el hervor, se removía aquella mezcla con una pala para que la cal no quedara como una pella en el fondo, se disolviera y estuviera lista para encalar a golpe de caña y brocha paredes y techos. Como os podéis imaginar -queridos lectores- el desorden campaba a sus anchas, porque los muebles se tapaban con viejas sábanas para que no se manchasen, y los niños aprovechábamos para jugar a escondernos debajo de ellas. Para nosotros significaban días de juegos, que aparecías y desaparecías de rincón en rincón, hasta que a veces, la voz de nuestras madres con algún que otro improperio añadido, nos hacía salir de cada pequeño refugio encontrado y correr que te las pelabas hacia otros lugares del patio más seguro y a buen resguardo.
Comprendemos que no todos los ceutíes de aquellos años pudieron tener estas experiencias que os cuento, y no tengan aprecio al paisaje urbano de aquellos pretéritos días; sin embargo, es lo que vivimos, y lo que llevamos dentro del corazón como una huella indeleble, que a pesar de los años transcurridos no queda en el olvido, sino que regresa desde los verdes valles de la nostalgia, si cabe, aún con más fuerza… Tanto es así que hace unos días, visitando nuestra ciudad, contaba a unos amigos la belleza de los callejones estrechos y encalados del Callejón del Asilo, que semejaban algunos centros históricos como la Judería de Córdoba, el Albaicín de Granada, o el barrio de Santa Cruz en Sevilla.La verdad, que bien sabemos que las técnicas de construcción en siglos pasados cuando el cemento no se hallaba aún generalizado-ya existía en época de Roma-, era la del «mortero de tapial», empleado en buena parte de la Península Ibérica, característico sobretodo de los pueblos de Andalucía, Extremadura, La Mancha y el Levante español; que encofraban los muros con arena o tierra arcillosas, piedras y cal como elemento de unión para que fraguara la mezcla al añadirle agua. No sé si estaban construidas de piedra, de ladrillo, de adobe, o de mortero tapial las casas de las calles del Albaicín, de la Judería, del Santa Cruz, o de la ruta de los pueblos blancos gaditanos, pongamos: Castellar, Tarifa, Vejer, Alcalá, Medina, Arcos, El Bosque, Ubrique, Grazalema, Zahara, Algodonales, Setenil en Cádiz, o Carmona, por «poné» un pueblo de Sevilla, donde reconocemos las bellas calles de la Andalucía blanca y luminosa de casas enjalbegadas de cal. Porque para los sentimientos que crecen en el alma poco importa los materiales con que se construyen; sino la fisonomía y el dibujo paisajístico de cómo estaba diseñando este primigenio barrio central de nuestra ciudad. El barrio que se edificó desde tiempo inmemorial entre el puente del Cristo en las Murallas Reales y el Foso, y los lienzos amurallados del puente Almina.
Bien sabéis, los entrados en años como yo, que el agua lamía el «Paseo de la Marina y el de las Palmeras», y podía oírse el rumor del mar a poco que te dispusieras a oírlo y a sentir el sabor del salitre; y, que ahora lo que vemos es una explanada de cemento en la Marina, y la estiba de las embarcaciones y el edificio de un Club en el otro, en lugar de aquella lámina añil que copiaba los espejos azules de los cielos. Nadie, nadie, como decía el poeta Garcilaso de la Vega: «Nos podrá quitar el dolorido sentir». El dolorido sentir de columbrar como ha cambiado el paisaje urbano de Ceuta, de tal forma que algunos que hemos amado a esta tierra del Estrecho en África, ya no nos sentimos identificados con el nuevo paisaje de la ciudad que nos identificaba, y nos hacía tener el sentimiento de pertenencia y de estar en posesión de nuestras raíces.
Alguna vez he afirmado que no tengo raíces, como algunos me recuerdan en un ejercicio espurio de evidenciar una contradicción en mis sentimientos hacia la ciudad donde nací; sin embargo, nada más lejos de la realidad, porque a todos aquellos ceutíes que por una u otra razón tuvimos que abandonar Ceuta; todos los ceutíes de la «diáspora» adolecemos cuando volvemos a nuestra ciudad de sentirnos sin raíces al no identificarnos con el nuevo paisaje de nuestra capital. No es cosa vana ni advenediza este «sentimiento de extrañitud» que nos alberga; sino que como peregrinos tratamos de alcanzar una arcadia que ya sólo existe en nuestros corazones y, que a pesar de que lo sabemos perfectamente, continuamos en nuestra búsqueda, pretendiendo no ser consciente con la nueva realidad física y humana de Ceuta.
Todas las ciudades históricas que se precian, aunque hayan evolucionado con el tiempo, tienen un centro histórico que mostrar y reivindicar su acervo cultural como su patrimonio atávico que las lleva a su origen primigenio, para evidenciar quiénes son y de dónde provienen en el largo transcurrir de la historia. En el caso que nos ocupa, nuestra ciudad tenía el patrimonio de la vieja Ceuta amurallada, que se edificaba entre los puentes del Cristo y la Almina y sus respectivos fosos y las «Murallas Reales», que se remataban con los baluartes que protegían los lienzos de estas fortificaciones. Y, en el interior de estas murallas creció con sus añejas edificaciones la ciudad antigua de Ceuta. Y, es menester apuntar que el barrio más genuino era el barrio del «Callejón del Asilo», junto a la calle Jáudenes (Larga), Obispo Barragán, Sagasta y Espíritu Santo (Tahona). La calle Larga, aún permanece en alguno de sus antiguos edificios, como los pabellones militares, sin embargo el barrio del «Callejón del Asilo«, aquel conjunto de callejuelas a modo de dédalo o laberinto que iba desde los aledaños del Ayuntamiento a la embocadura del Muelle Comercio, fue demolido inmisericorde, sin tener en cuenta que con este devastador derribo, se perdían para siempre las señas de identidad de la antigua Ceuta y su paisaje urbano que había perdurado durante siglos.
Si acaso las Autoridades hubieran protegido este patrimonio cultural que nos pertenecía a todos los ceutíes por derecho propio; como era su obligación como los responsables de preservar nuestra mejor memoria que la historia nos participaba de su inmejorable pretérito, ahora se tendría a pie de calle, y se podría columbrar por aquellos que desearan visitarnos y por los estudiosos de la arqueología y la historia, el conjunto primigenio de aquella primitiva ciudad cuyo nombre proviene como sabemos del vocablo romano «Septem Frates», que hace alusión a las «siete colinas hermanas» que podían divisarse en el perfil orográfico de nuestra urbe. Y, si es un inmejorable reclamo que visitantes y arqueólogos e historiadores observaran el barrio primigenio de nuestra capital; aún lo es más que nuestros paisanos hubieran tenido la oportunidad de tocar y columbrar sus casas y sus patios, además de pisar sus calles...
Y, recurriendo a los sentimientos personales, a los sentimientos que nos pertenecen desde la niñez, y que han ido creciendo como aquellas esbeltas araucarias de plaza de África que rozan y desean besar las nubes, os apunto: Mi madre -como la de otros- ya es una anciana que para mi tristeza ya apenas me reconoce; sin embargo, siempre tengo una última carta guardada que a veces la saco de la manga, y consigo sustraerla de su sortilegio del olvido, a saber: Me acerco a su lado y, como en un susurro, le pregunto:
-¿Mamá, te acuerdas de tu patio?´
Y, Ella, con la mirada perdida en sus recuerdos, me responde:
-¡Ay, mi patio, cuando yo era feliz…!
-Y, a continuación, le enumero las diferentes plantas y flores que florecían en sus macetas, como un pequeño vergel a modo de jardín que trasmitiera más allá de las necesidades del momento, un mundo recogido e interior de color y pasión, que transformaba la dura realidad de la posguerra en un espacio lleno de sensibilidad y belleza, a saber: jazmines, claveles, trompeteros, geranios, celindos helechos, aspidistras, cintas, fucsias, rosas, madreselvas, esparragueras, damas de noche, hibiscos, yerbabuena, azucenas y otras plantas y flores que ya me es difícil recordar…
Mi madre tiene unida la felicidad a su patio andaluz lleno de flores, donde cada día las cuidaba de manera primorosa, como si cada corola fuese parte de ella misma, como si cada pétalo de cada flor, fuese un sentimiento que ella fuese dejando en el aire exultante de aquel patio blanqueado de cal. En definitiva, como si aquellas flores y plantas fueran su propia alma... De tal manera, que mi madre, ya tiene recogidas las velas de su barco, pronto las soltará para que el viento hinche las velas y la lleve a su jardín definitivo de jazmines y azahares…Y, hemos de añadir que esta mujer allegada de niña de su pueblo de Santa Pola, nos deja la enseñanza de la sencillez y la humildad que labró a lo largo de su vida, con la leve pretensión de tener un pequeño espacio de verdor para soñar; pues es claro, que si consideramos en profundidad la vanidad y la brevedad de la existencia, para ser feliz, aunque sea sólo un deseo que crece libre como un pájaro en tu corazón, sólo se necesita un patio de cal y unos jazmines blancos…
Que no hay mayor tristeza que la pérdida de nuestras raíces, cuando uno se allega a las calles y al barrio donde nacimos, y éstas hace tiempo que fueron derribadas y, además, acabas sintiéndote forastero en tu propia ciudad…
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