Opinión

Abdelaziz o la búsqueda de la identidad (IV): Tren y campos

Damián había asistido a un curso promovido por la Subsecretaria de la Marina Mercante para jóvenes pescadores; y en él, dado su locuacidad proverbial por manejarse en el arte de la oratoria -que siempre se le dio bien aun siendo un sencillo pescador del Puerto de Santa María- le cayó en gracia al director de las Escuelas de Formación Profesional de Pesca, que al finalizar el curso le entregó personalmente una tarjeta para en caso necesario le llamase.
De tal modo, que ya tenía perfectamente planeado allegarse al departamento de Formación de la Subsecretaria, y exponerle a don Mariano Ordóñez del Valle, la posibilidad de una beca para Abdelaziz, que entre sus diferentes aprendizajes también constaba el de grumete -niño del agua1- de las barcas de pesca de Tánger.
A la mañana siguiente de la llegada a Cádiz tomamos el exprés para Madrid, con la ilusión de conseguir para Abdelaziz la posibilidad de que cursase los estudios de patrón de litoral y de cabotaje. No era fácil, pero había que intentarlo y en nosotros prendía la llama solidaria que crece de manera natural en los corazones de los jóvenes...
El viaje en tren a finales de septiembre fue como un bálsamo después de un tórrido verano. El observar por la ventanilla de un vagón como raudo pasa el paisaje a nuestros ojos, siempre tuvo para mí una emoción literaria desde que leyera los versos de don Antonio Machado sentado en su vagón de tercera, y las narraciones costumbristas y paisajistas de Azorín. La literatura se ha escrito muchas veces en las largas horas que nuestro escritores han pasado sentados en viejos asientos de madera entre labriegos, comerciantes curas, doncellas, emigrantes, monjas, tratantes, militares y viajeros diversos que, algunos, incluso llevaban como racimos de uvas bíblicas a conejos y aves de corral cogidos por sus patas...
Sí; la locomotora de tiro y sus respectivos vagones de enganche, siempre han tenido buena prensa en la literatura y todo autor ha tenido su encuentro con el ferrocarril, entre sus páginas podemos citar: «El Tren» del poeta de Campos de Castilla:
«Yo, para todo viaje/ ¿siempre sobre la madera/ de mi vagón de tercera?, / voy ligero de equipaje. / Si es de noche, porque no / acostumbro a dormir yo, /  y de día, por mirar / los arbolitos pasar, / yo nunca duermo en el tren, / y, sin embargo, voy bien. / ¡Este placer de alejarse! / Londres, Madrid, Ponferrada, / tan lindos... para marcharse. / Lo molesto es la llegada. / Luego, el tren, al caminar, / siempre nos hace soñar; / y casi, casi olvidamos / el jamelgo que montamos. / ¡Oh, el pollino/que sabe bien el camino! / ¿Dónde estamos? / ¿Dónde todos nos bajamos? / ¡Frente a mí va una monjita /tan bonita! / Tiene esa expresión serena / que a la pena /da una esperanza infinita./ Y yo pienso: Tú eres buena; / porque diste tus amores/ a Jesús; porque no quieres/ ser madre de pecadores./ Mas tú eres/ maternal, / bendita entre las mujeres, / madrecita virginal./ Algo en tu rostro es divino/ bajo tus cofias de lino./ Tus mejillas/ -esas rosas amarillas-/ fueron rosadas, y, luego,/  ardió en tus entrañas fuego;/ y hoy, esposa de la Cruz,/ ya eres luz, y sólo luz... / ¡Todas las mujeres bellas/  fueran, como tú, doncellas / en un convento a encerrarse!.../ ¡Y la niña que yo quiero,  /ay, preferirá casarse/  con un mocito barbero! / El tren camina y camina, / y la máquina resuella, / y tose con tos ferina./ ¡Vamos en una centella!/».
O, también podemos recordar al de Alicante, don José Martínez Ruiz, en párrafos de «La ruta de don Quijote, Los pueblos, o Alma y paisaje» y autor de Tiempos y cosas:
«Y, lentamente, el tren arranca con un estrépito de hierros viejos. Y las estaciones van pasando, pasando; todo el paisaje que ahora vemos es igual que el paisaje pasado; todo el paisaje pasado es el mismo que contemplaremos dentro de un par de horas...».
«Ahora unos inmensos trigos aparecen y desaparecen, cuajados de florecillas gualdas, de florecillas azules. El tren corre vertiginosos. El tren corre, corre veloz. Nuestras miradas descubren otro pueblo...».
«Sí; tienen una profunda poesía los caminos de hierro. La tienen las anchas, inmensas estaciones de las grandes urbes, con un ir y venir incesante -vaivén eterno de la vida- de multitud de trenes; los silbatos agudos de las locomotoras, que repercuten bajo las vastas bóvedas de cristales; el borbotar clamoroso del vapor en las calderas; el zurrir estridente de las carretillas; el tráfago de la muchedumbre».
«El llegar raudo, impetuoso, de los veloces expresos; el formar pausado de los largos y brillantes vagones de los trenes de lujo que han de partir un momento después; el adiós de una despedida inquebrantable, que no sabemos qué misterio doloroso ha de llevar en sí; el alejarse de un tren hacia las campiñas lejanas y calladas, hacia los mares azules».
Damián y Abdelaziz dormitan, yo voy columbrando los campos agostados por el estío de Andalucía. Campos amarillos sedientos de lluvia y sobrados de sol. Campos íberos de romanos y árabes. Campos ensangrentados en mil batallas por la supremacía de la tierra. Campos donde no hay tiempo para soñar y el labrador levanta la azada en un mar de besanas, confundiendo a Dios con el primer rayo que el sol deja en la mañana.
Desde que la locomotora y los vagones de pasajeros parten de la estación de Cádiz, van describiendo hacia donde nace el sol un deslumbrante arco de hierro, que siembra a su paso un camino de raíles y traviesas de madera que alcanza Sevilla, Córdoba y la estación de Linares-Baeza, para al poco, girar definitivamente en dirección de la Polar. Son 90 grados perfectos que nos hace sentir el brillo del sol -en su escalada a su cenit- en los cristales de las ventanillas. Campos feraces de regadíos y secanos de estas tierras bajas del valle del Guadalquivir de la denominada «Baja Andalucía», donde se cultiva y se alterna: el trigo, la cebada, el maíz, el girasol, la soja, las leguminosas, la vid, el algodón, el arroz, las hortalizas, la patata, la remolacha, los cítricos y frutales, etc.
Y, prosigue el tren a Jaén adentrándonos en la «Alta Andalucía», donde de manera significativa el terreno va ganando en altura y se ondula en suaves lomas, alcores y cerros, donde el olivo cubre el horizonte y su verdor se funde en una armonía exacta de colores. Campo y cielo, Verde y azul. Olivos centenarios retorcidos en años en una agricultura antigua que ya contemplara Roma en el comercio del aceite en el Mediterráneo. Pudiera decirse que Jaén, tan lejos de la línea litoral, sus campos de olivos azuzados por las rachas de viento otoñal semejan el mar en su dimensión infinita del correr de las olas... Jaén de aceituneros altivos que dijera Miguel Hernández y preguntara: « ¿quién levantó los olivos?» Para responder los versos: «No los levantó la nada, ni el dinero, ni el señor, sino la tierra callada, el trabajo y el sudor».
El tren en su monótono y continuo traqueteo rompe el paisaje y, ahora, se alza abrupto y agreste dejando el llano y adentrándose en las alturas graníticas de Despeñaperros. Los desfiladeros rocosos y desolados se suceden entre túnel y túnel, como huyendo de la vida en su aceptación más gozosa de huerta, alberca, higuera y mujer... Todo es inhóspito, desapacible, hosco, amurallado entre rocas ciclópeas y un cielo feroz que degollara cualquier sentimiento indulgente.
Por fin el tren raíla2 por los anchurosos y secos campos de la Mancha subiendo inalterable hacia la capital. El paisaje, como en un tiovivo que girase por mostrar nuevas escenas, cambia en un trueque existencial, a saber: lo vertical por una horizontalidad a secas, eternizando el paisaje. Y, don Quijote y el bueno de Sancho, aparecen por un camino de tierra ocre, ceniciento, parduzco, tras unos molinos de viento tan blancos como los cúmulos que abarcan la inmensidad de la llanura manchega...
¡Oh, campos de la Mancha tan secos tras el estío, tan desolados en la quejumbrosa mirada sin límites, donde el horizonte nunca termina ni acaba con el sol agonizante en su trazo malva! ¡Oh, campos desolados en la inmensidad de la llanura en este seco y sediento septiembre, donde la lluvia es sólo el refrescante recuerdo de la primavera de abril y mayo!
Los pueblos en la Mancha se asientan en la comarca alejados y distantes... Son pueblos grandes, diríamos amanchegados en sus proporciones y en la forma y manera de sentir el tiempo. Todo es amplio y sin término en la Mancha. Pareciera que las pinturas que se enmarcan en los cuadros no tuviesen marcos para no acotar sus límites. Los caminos nunca acaban en sus interminables andaduras. Las cañadas, las veredas, los azagadores3, se pierden en los senderos polvorientos de labriegos y caminantes que van al tajo cubriendo las horas en sus menesteres agrícolas con el adeudo de una sentencia divina.
No; no hay escapatoria bajo los ásperos cielos y las largas besanas de estas feroces tierras. La azada, el arado, el surco, la bestia de tiro hunde la reja en la profundidad de los labrantíos, y la abre en canal para dejar que la siembre haga brotar de nuevo el goce de la vida en estos campos de espacios interminables. Dijéramos que el desánimo toma arraigo salvo en la verticalidad de los molinos de viento, y en el semblante del caballero de la triste figura -Alonso Quijano y su inseparable Sancho- que nunca faltan a la cita de cabalgar por unas tierras donde Cervantes dijera no acordarse... (1) Chiquillo que ayudaba en las faenas y labores de la pesca a los marineros, y les llevaba a la voz de “agua”, un pote o jarrillo de lata a rebosar.
(2) Raíla: Acción de rodar el ferrocarril por los raíles de las vías. No se halla en el diccionario de la RAE.
(3) La definición de azagador hace referencia a una vereda, camino, paso o senda en que el ganado lanar como las ovejas y las cabras tiene que ir azagadas, que quiere decir: ir una tras otra.

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