Hace más de cuatro años, y bajo el título “Prohibiciones”, publiqué en “El Faro” un artículo cuyo primer párrafo era del siguiente tenor: “Este Gobierno nos está tomando a todos como si fuésemos esos ‘locos bajitos’ ‘a los que, por su bien, hay que domesticar’ de la canción de Serrat. Tal y como están las cosas en esta España de las libertades, lo que mola ahora es prohibir. ‘Niño, que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca…’”.
Ha pasado el tiempo, pero el Gobierno sigue en sus trece de meternos a todos en cintura, tratando de dirigir nuestras vidas según sus pautas. Tras la reciente –y discutida- prohibición absoluta de fumar en lugares cerrados, ahora le ha dado por regular el consumo de energía, como si los precios que están alcanzando el petróleo y la electricidad no fueran lo suficientemente disuasorios, capaces por sí solos de disminuir dicho consumo. Toca economizar gasolina, y se prohíbe circular a más de 110 kilómetros por hora en las autovías. Toca economizar en el alumbrado, y a vueltas con la persecución a las bombillas tradicionales (que sigo considerando mejores a la hora de lucir) en el empeño de imponer las de bajo consumo, más caras y que –lo sé por experiencia- se funden como las otras. Eso, y, además, medidas de control consistentes en reducir las iluminaciones de vías públicas y de edificios, a más de iniciar lo que llaman “campañas de sensibilización ciudadana”, que no son más que ingeniería social, es decir, un redoblado empeño en cambiar nuestros hábitos y modos de vida para imponernos su progresía.
En lugar de haber previsto una solución a lo que nos supone nuestra dependencia energética, sin desdeñar –como se ha hecho hasta hace días- la energía nuclear (la más barata, y cada vez más segura), pues a prohibir y a controlarnos, que es lo suyo.
Aquí, en Ceuta, al igual que en Melilla, vivimos al lado de un país en vías de desarrollo, mientras que España ha presumido, con razón, de ser la décima potencia económica del mundo, aunque me temo que a estas alturas estemos a punto de descender a segunda división. ¿Vamos a bajar nuestra iluminación nocturna, mientras que la de más allá de la frontera luce como un ascua? Por un principio de dignidad, e incluso de patriotismo, creo que nunca deberíamos hacerlo.
Pienso, además, en los monumentos y edificios ceutíes que gozan de alumbrado ornamental. Las Murallas Reales, la Fortaleza del Hacho, la Catedral, la fachada de la Iglesia de África, el Ayuntamiento, el inmueble Trujillo, la Casa de los Dragones, los del Paseo de las Palmeras… ¿habrá que dejarlos apagados? En tal caso, tendríamos que poner en cada uno de ellos un letrero con la siguiente quintilla:
“Cuando lucía iluminado
brillaba como un lucero
pero ahora estoy apagado
pues lo manda Zapatero
¡Ojú, que tío más pesado!”
Mi colaboración sobre “Prohibiciones”, esa de hace más de cuatro años, venía a concluir con la siguiente frase: “De cualquier forma, y conociendo cómo somos los españoles, resulta oportuno de nuevo invocar la canción de Serrat sobre los ‘locos bajitos’, cuando dice que, a pesar del empeño en dirigir sus vidas, ‘nada ni nadie puede impedir que decidan por ellos, que se equivoquen y que un día nos digan adiós’. Los españoles somos muy reacios a que se nos trate de meter en cintura, porque nuestra idiosincrasia nos lleva a romper tabúes y a ejercer, por encima de todo, nuestro libre albedrío”.
¡Ah!, y terminaba diciendo que, “puestos a prohibir”… “¿Por qué no prohíben a Zapatero?”. Pues eso.
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