Había una vez un médico muy viejo, muy viejo, que solo curaba almas. Desde que era un niño, cuando sus compañeros de colegio, le traían sus juguetes rotos, llorando como pequeños cocodrilos, él no se ocupaba en arreglarlos.
Simplemente los cogía entre sus pequeñas manitas, atraía a sus amigos hacia él y comenzaba a hablarles lenta, lentamente sobre las cualidades del juguete en sí.
Si era un camión, comenzaba a alabar sus gruesas ruedas, su altura sobre el asfalto, su gran volquete para transportar arena o trigo o cereales.
Le decía a su amigo que cerrara los ojos y que se imaginara al volante de ese hermoso camión. Pero de un camión de verdad. Recorriendo medio mundo, a través de interminables carreteras de montaña, bajo una lluvia feroz o una nevada de órdago.
Podía ver la felicidad de ese compañero, bamboleándose de un lado al otro del gran asiento, mientras trazaba con precisión milimétrica cada curva de la carretera, hasta descender a un remoto valle, dónde se encontraba su destino.
Si era una muñeca, con el bracito roto, le decía a su amiguita que la acunara entre sus brazos. Le cerraba los párpados y le hablaba de una diminuta niña, mirándola a los ojos y con la sonrisa más limpia que un ser humano puede ver desde que nace.
Si era una pistola, no le daba importancia a la culata rota. Simplemente, se la colocaba en su mano al propietario y le susurraba, historias de vaqueros, de duelos bajo el sol y de rápidas galopadas huyendo de una tribu de sioux, que los perseguían a galope tendido por las inmensas praderas de una tierra virgen.
Y así, un día a tras otro, aquellos niños y niñas que venían llorando como pequeños cocodrilos, con sus juguetes rotos, terminaban yéndose a soñar con ellos y con su futura vida, reinventándose nuevas historias con esos objetos desahuciados que volvían a tener vida, a pesar de no ser perfectos.
En su adolescencia, no era el muchacho más atlético o más atractivo de su barrio, pero todos sus compañeros de instituto, sabían que cuando tenían algún problema con sus incipientes novios o novias, una breve charla con aquel muchacho solitario que siempre, siempre, tenía un libro en la mano, bastaba para reincorporarse a la vida con más alegría e ilusión.
Cuando entró en la Universidad, no tuvo elección. Estudiaría Medicina, y concretamente Psiquiatría. Durante toda su vida, aquel don que le rebosaba espontáneamente, lo había guiado al estudio de sus semejantes. Pero no al estudio físico, al estudio del cuerpo humano, de sus enfermedades y de su extrema debilidad, sino al estudio del alma de sus congéneres, de sus miedos, de sus fantasmas, de sus carencias y de sus tristezas.
Pronto se hizo famoso. No solo por sus vastos conocimientos, sino – sobre todo- por su extrema dulzura y esa voz melodiosa que calmaba casi al instante, el desasosiego de sus pacientes, que entraban en su consulta en un estado deplorable psíquicamente y salían a la calle con una medio sonrisa, impensable para los familiares que llevaban años sufriendo el abatimiento de su ser amado.
No obstante, conforme transcurrían los años y el cúmulo de pacientes iba en aumento, él sentía que su fuerza interior, que el don que los dioses le habían otorgado para curar las almas de sus congéneres, se iba debilitando.
Cada paciente que regresaba a su propia vida, con el alma curada, se llevaba con él un pequeño átomo del alma del médico.
Su cuerpo se fue encorvando, sus ojos se volvieron translúcidos, sus manos comenzaron a temblar y, sobre todo, su ánimo fue cayendo en un profundo pozo del que no era capaz de salir.
Al final de su vida, cumplidos más de cien años, el médico ya no pudo curar más almas, simple y llanamente porque se había quedado sin la suya.
Murió sin apenas reconocer a nadie.
Pero cada día, cada hermoso y cambiante día, el camino a su tumba, es una constante peregrinación de hombres, mujeres, niños y familias que, con una sonrisa de las de verdad, rinden homenaje a aquél ser humano, irrepetible y único, que en su pasado, logró curar sus almas.
Ese hombre, se llamaba……….
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