Normalmente tenemos la vida ajustada a un determinado horario personal, que no siempre es el que más nos gusta. Las obligaciones están encajadas en unas normas de tiempo acordes con el funcionamiento previsto para las actividades generales, si bien es cierto que algunas de esas actividades pueden exigir algunas variantes en el horario más generalizado para el país aunque, dentro de éste, también hay variantes según el lugar. No es igual el dinamismo de la vida en una capital - mientras más grande ésta, más exigente aquél - que el de un pueblo. Son vidas distintas y hay preferencias por una u otra modalidad. Pero, en cualquier caso, media hora de avance en el despertar y salida a la calle hace que todo sea distinto; hasta uno mismo se transforma, deja de ser el de siempre y actúa de otra forma.
Media hora antes, por la mañana, no se ven a los chiquillos ir a sus colegios. Las aceras están vacías y hasta resulta difícil encontrar un lugar donde tomar un café. En un pueblo de Andalucía (y de esto hace ya muchos años) había una hora temprana en la que se olía el fuerte olor del aguardiente, del que tomaban una copa los hombres que iban a trabajar en las labores del campo. Casi no se detenían, el tiempo era escaso para llegar al campo y sólo dedicaban el imprescindible para dejar unas monedas en el estrecho mostrador y achicar, de un trago rápido, aquél líquido fuerte que activaba todo el organismo de forma inmediata. Matar el gusanillo le llamaban a ese trago al que había que estar bien acostumbrado para soportarlo a la vez que gustarlo; porque les aseguro que sabía bien y hacía caminar con los ojos bien abiertos.
Media hora después aquél lugar del despacho de aguardiente había cambiado totalmente. Era otra gente la que por allí caminaba y otras sus ocupaciones. Quién no hubiera dispuesto de esa media hora para estar en la calle, en aquél lugar, no tendría en su vida esa estampa fuerte de unos grupos de hombres que, antes de amanecer, iban a su trabajo y se despertaban con aquél aguardiente fuerte y oloroso que daba a la calle un aroma vigoroso. Es una estampa de otra época y de un determinado lugar, pero allí donde estés ahora también descubrirás vidas nuevas que atienden exigencias de las que uno no se preocupa y puede que ni siquiera sepa que existan. Media hora que dediques a los demás, precisamente a quienes trabajan antes que tú, te hará más sencillo y serás amigo de mucha más gente que vive más duramente que tú mismo.
Es verdad que, a lo largo de la vida, uno va cambiando por la educación que recibe y por las exigencias de sus compromisos laborales, familiares y de otra índole; está más hecho, más preparado para muchas cosas y especialmente para aquellas que se derivan de su ocupación directa. Pero, aún así, viene muy bien vivir media hora antes de lo usual, para descubrir algo que siempre nos falta: la forma de vida de otras personas, las exigencias que deben atender, los sacrificios que han de hacer para hacer bien lo que tienen encomendado. No sé si podrán encontrar, en algún lugar, algo parecido a lo que en mi juventud me llamó tanto la atención: el fuerte olor del aguardiente que no servía para emborracharse sino para despertarse. ¡Cuánta gente trabaja mientras uno se despereza en la cama!
Tu vida misma cambiará si empiezas a vivirla media hora antes. Todo es distinto en esa media hora; el silencio en tu casa, tus pensamientos de agradecimiento porque vives y tienes en qué ocuparte. Si te asomas a la ventana verás cosas y personas distintas que ya trabajan aunque sea llevando a sus niños a la guardería. La calle es distinta y tú también serás distinto; más sensible hacia los demás.