Colaboraciones

El Marrajo de la Isleta de Tarifa

Comenzaba ya el último cuarto del siglo XV y el tiempo no hacía amago de detenerse sino para Bastidas y otros pilletes de poca edad, los cuales saboreaban cada día como gota de almíbar en boca.
Bastidas siempre recordó aquella escapada en que , temprano y con su hermano Rafael, fue a pescar en la barca de Martín el Sirguero , saliendo los tres al mar cuando apenas despuntaba el nuevo día.
Posado en las almenas
Hace brillar los oros
con su encendido canto.
-¿Ha picado? —pregunta Martín el Sirguero haciendo avanzar la barca con los remos. Bastidas responde que aquellos peces eran demasiado listos y que se comerían todo el cebo antes de dejarse coger.
-Calla y échale de comer a esa chova gorda.
-¡Ahí viene otra vez!--exclama Rafael con los ojos encandilados como platos-¡Cuidado! ¡Ahora! ¡Diez y rediez! ¡No se tragó el anzuelo
-Mira si puedes echarle el trasmallo por debajo- dice con calma Martín el Siguero-Hazlo con tino.
Así que cuando la chova escapó definitivamente Martin comentó en tono amistoso que no se enfadara.
Bastidas arguyó en descargo de su hermano que habría michos peces en el mar. Unos más listos que otros.
Apenas se calló, Bastidas observó que un pez,, como recién planchado, salió de las rocas y se tragó el cebo y al quedar enganchado empezó a debatirse como la cola de una culebra.
Rafael le echa la red atrapándolo, siendo la primera pesca del día recibida con clamorosa alegría, hasta tal punto que por unos momentos descuidaron el equilibrio de la barca.
Reanudada la pesca, los amigos ríen cualquier comentario o hecho que pueda tomarse por gracioso. Coloca un pedazo del pez en la red y sumergiéndola entre las rocas. Martin no tarda en tirar de ella y le arrebata al mar tres platijas.
-Eso no lo pescamos nosotros en una semana - comenta Bastidas llevado por la admiración que siente hacia Martin. Por ello, a veces le exigía más que a los demás, porque sabía que era capaz de darlo todo.
-Calla gusano-le dijo Martin en cambio -¡Tres peces flacos!
-oco que comer y por ellos no dan nada en el mercado- remató Rafael.
A Bastidas no le pareció bien el comentario de su hermano, menospreciado lo que no había pescado siquiera. Por su parte, prefería comer los peces antes que venderlos porque aquel día la abuela María no preparó merienda para prevenir una escapada como la que estaban haciendo.
Rafael echó la red en un charco de sol asegurando que un tropel de platijas se había metido debajo de la barca y que atacarían a cualquier cosa por entrar con la marea alta, es decir, sin haber comido.
Mientras permanecían acechando con los desales, los finos oídos de Bastidas percibieron un chapoteo algo alejado.. Bastidas señaló con el brazo y gritó que remaran en aquella dirección por dar con un pez gordo. Pero Martín en vez de hacer caso, aseguró con tono grave que también lo había oído y conseguido verlo de refilón.
Unos segundos después ordenó perentorio que Bastidas se colocara entre ellos dos y que Rafael cogiera el remo libre para defender y ,según pudiera, salir corriendo de allí pues era un marrajo el que merodeaba la barca, un marrajo demasiado grande para ellos.
En tanto que Martín parecía tranquilo, Rafael y Bastidas trataron de disimular el pavor que sentían al encontrarse en una barca liviana y somera como aquella pues sabido era que el marrajo vence con el morro la estabilidad de una barca como aquella, volcándola y dejando a sus ocupantes indefensos en el agua. Martin y Rafael se pusieron a remar con la intención de alcanzar la orilla. Se encuentran lejos, y la barca no se mueve tan raída como desean. Bastidas, protege celosamente el variado tesoro que le han encomendado: un zurrón del tiempo de los romanos, un pellejo de agua, el fondo de una cántara en forma de olla y dentro de ella hojarasca, unas ramitas, unos carbones que tomaron prestados en la carbonería de las cuadras, la punta partida de una lanza a modo de cuchillo y un chisquero.
Enseguida ven al marrajo con el lomo pardo y de gran tamaño que se mueve en tono a la barca permitiendo aflorar de vez en cuando su fina aleta dorsal. Martín le da el remo a Bastidas y se pone a observarlo. Grita que está a punto de atacar y que cuando él avise empujen a babor si es que tuvieran la pretensión de salir con vida de aquel mal lance. De pronto, se desgañita. El escualo se sumerge debajo de la barca y se coloca de costado para atacar. Los tres hacen gran ruido en el agua con brazos y remos y lo ven nadando como perro alrededor de su oveja, es decir, de ellos,

"Enseguida ven al marrajo con el lomo pardo y de gran tamaño que se mueve en tono a la barca permitiendo aflorar de vez en cuando su fina aleta dorsal"

-¡Échale las platijas - grita Martín sin dejar de remar- Todavía podemos llegar a tierra si lo distraemos.
Como para dar ánimo, Bastidas comenta que el marrajo no es de los más grandes. Martín el Sirguero está a punto de tirarse de los pelos y replica que decía eso porque todavía no estaba en el agua a solas con semejante bicho. Bastitas arroja también lo que queda del lenguado y pueden ver con horror que en cuanto los restos cayeron al agua, el marrajo lo devoró exhibiendo en raro movimiento la boca repleta de dientes.
-¡Puesto que ha comido debería de estar más apaciguado! - exclama Bastidas equivocándose al suponer que el gran pez quedaría ahíto con tan escasa ración. Los rápidos movimientos del escualo delataban que traía hambre atrasada.
-¡Va a embestirnos! -gritó Martín de pronto -¡Bastidas, siéntate de una vez en el centro de la barca mirando hacia la orilla, te digo! .
Bastidas hace lo que el otro ordena. Durante unos segundos interminables permanece quieto hasta que no puede resistir más y se vuelve. Al hacerlo, ve a su hermano expectante y a Martín rígido como una estatua, que con una mano aferra el pesado remo de madera , en tanto que mantiene la otra que probablemente se ha herido, dentro del agua. También ve con horror al marrajo muy próximo abalanzarse sobre la mano de Martín y da un grito de alarma , desesperado por no tener una lanza a mano.
Martin saca la mano del agua y con ella aferra también el remo enarbolándolo por encima de su cabeza y atizando con toda la fuerza de que fue capaz, hasta el punto que Bastidas cree ver uno de los ojos del escualo saltar por los aires. Tras la violenta acción, los dos mayores caen al agua, no así Bastidas, celoso de proteger su particular ajuar.
-¡Cuidado con el marrajo! -grita Bastidas.
-¡Diez y rediez! Oye,-dice Rafael conteniéndose-, acerca ese remo.
Ya en la barca, Martin ni siquiera se vanagloria. Así debe ser, piensa Bastidas porque así se comportan los héroes de lso libros que les lee el abuelo Santiago, pero no puede resistir decir:
-¡ Gran palazo fue! A ese le va a costar trabajo encontrar su ojo.
-Seguro que sí -se regocija Rafael.
-Lo peor es que no podemos contarlo a nadie -dice Bastidas.
Ambos se vuelven hacia él y su hermano le pregunta:
-¿Quién dice eso?
-Si la abuela María se entera nos castigará muy duro.
-Bueno, se lo contaremos solo a los amigos -transige Rafael.
Esa respuesta no desconcertó a Bastidas que cada vez estaba más acostumbrado a las inconsecuencias de los mayores.
Puestos a la labor del día, los tres ríen de pleno ante lo que de ridículo tiene cualquier cosa que hicieron o dijeron, siendo implacables.
Al pasar ante la escollera del Alcazarejo, Martín escruta las rocas observando gran cantidad de cangrejos que toman el sol al borde del agua. Comenta que aquellos sí que se venderían bien, además de que guisados o asados estaban sabrosos.
-¡Todavía no hemos perdido la jornada! -sentencia-¡ Rememos hacia aquella punta de la escollera que es donde el agua es más profunda y suelen estar los más grandes.
Bastidas piensa un momento en el marrajo porque para subirse a las rocas hay primero que meterse en el agua y se encoge de hombros, según el golpe que Martin le asestó. seguro que ya no aparecería..
Grandes y numerosos fueron los cangrejos que metieron en la barca.
Rafa tiene la ocurrencia de remar hacia una curracha que con la vela recogida está faenando e intercambia cangrejos por una chova y un par de cebollas
Almuerzan en la Isla de las Palomas. Fue un almuerzo tranquilo, donde se habló con seriedad, como suelen hacerlo los mayores. La tarde transcurre diáfana, marcada a penas por unas cuantas nubes tan blancas como el nácar y el brillo intenso del mar. Dejan la barca en el puerto y se encaminan, entre bromas y chuflas por lo bien que estaba saliendo todo, al mercado donde vender los cangrejos que llevan en el zurrón. Bastidas aún recuerda la despedida, luego de repartirse las monedas, y la espigada figura de Martin alejándose ya por la cuesta
Día pleno, día claro sobre la Isleta de las Palomas. Bastidas siempre lo llevaría en el recuerdo, porque aquel día era tan eterno como el sol o la misma infancia, que no admiten mudanza.

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