Categorías: Colaboraciones

Marita, a golpes de versos...

Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porqué la belleza subsiste siempre en el recuerdo…“          
William Wordsworth
(Inglaterra,  1770-1850)

A  la tarde, cuando llamé a mi madre, Fini -mi hermana- tomó el teléfono y después de algunas palabras, me dijo que Marita  había emprendido el camino definitivo de la eternidad.  Y, al momento, sentí cómo la tristeza se allegaba a mí,  tal como el “taró” cubre los muelles del  puerto en nuestra ciudad…

Marita era nuestra profesora de Lengua Castellana y Literatura. Y, en mis recuerdos siempre se me aviene: jovial, alegre, risueña, llena de vida y con unas ganas locas por enseñarnos la gramática -cosa harto difícil- y los versos de Gonzalo de Berceo, el Marqués de Santillana, Rubén Darío, Espronceda, Bécquer, Juan Ramón Jiménez, o Antonio Machado, por nombrar algunos poetas…
¡Puedo decir tantas cosas de Marita!, sin embargo les apuntaré lo que ya un día escribimos en “Ceuta mi niñez perdida…”, que nos publicara el Ayuntamiento a, saber:
“Y de Marita… ¿Qué puedo decir de Marita…? Pues atiendan y escuchen también: Como quiera que algunos de mis poemas salieron publicados en la revista «Hacer» del Instituto, Marita, profesora de Literatura, me felicitó y me animó a que siguiera escribiendo. Y, de tal manera  me animó, que  un día apareció por mi clase, me llamó,  y con una sonrisa de las que enamoran, me dio un pequeño libro que había adquirido en el rastro de Madrid. Aquel libro llevaba por título, ni más ni menos que: «Veinte poemas de amor y una canción desesperada» de Pablo Neruda… Abrí el libro lleno de emoción,  y lo primero que leí fue lo siguiente:
 Inclinado en las tardes tiro  mis tristes redes a  tus ojos oceánicos1.
Allí se estira y arde en la más alta hoguera
mi soledad que da vueltas los brazos como un náufrago.
 Quedé mudo y sin poder  articular palabra; ella, viendo mi azoramiento, volvió a sonreír   y, a continuación, me apuntó:
    -Léelo, ya me contarás…
   Y, efectivamente que lo leí; así que al día siguiente, en el tiempo del recreo, me subí a la sala de profesores y pregunté por ella.
 -¡Marita, aquí hay un alumno que pregunta por ti! -afirmó, sonriendo, uno de los profesores.
  -Marita, se asomó a la puerta y al verme exclamó:
  ¡Pero si es el poeta, pasa, pasa, joven…!
   Aquel reconocimiento delante de los profesores, fue para mí el mejor de los regalos que alguien me pudiera haber hecho.  Fue la primera vez que tuve un reconocimiento por expresar mis sentimientos a través de unos versos. Yo sentía la necesidad de hacer brotar toda la pasión que guardaba en mi interior. Y, no sé por qué, ella adivinó lo que tan celosamente  mantenía encerrado tras los barrotes de aquellos primeros poemas adolescentes…
 Sí, Marita, he de decirte, que tú, sin saberlo, me enseñaste que debía  de alejarme del brillo prestado de los planetas; y por el contrario, me acercara  a la luz tenue y primigenia que apenas empezaba a nacer en mi alma… Nunca sabré  por qué se adueño  de ti la generosidad al leer mis versos…; pues, yo sólo intentaba rimar: “cae despacio la tarde”, con: …”y se besan olvidados  los  amantes”; o, “las nubes van pasando grises”, con: …”sueña el alma triste”. Y, señalaba sentimientos de esperanza, de nostalgia,  de amor…; y, sin embargo, con un suspiro, con tan sólo una palabra: ¡poeta!, iluminaste la estancia donde se albergaban  abandonados mis sueños…
    Así, de esta manera tan insólita, Marita, me ató a la yunta de la poesía para siempre…”      
    Sí, así de esta manera tan cordial, tan entrañable, recuerdo a Marita en mi último año de estancia de aquel Instituto que había sido todo para mí, y para toda una generación de jóvenes ceutíes, que estaban prestos a iniciar una nueva andadura allende el calor de la familia y de la capital que nos vio nacer.
    Algunos veranos conversábamos un rato, aquí y allá, en pequeños encuentros en las calles de Ceuta. Siempre conservó esa jovialidad y esa alegría tan propia de ella, que la significaba y le daba su sello tan característico y tan peculiar.
    En uno de aquellos causales encuentros, me preguntó -cosa que me lleno de asombro- por mis hermanos e incluso por mi padre,  y, aún  tuvo tiempo, en su amabilidad, de decirme que no había perdido el tiempo en Cádiz, que aquella “niña” que llevaba paseando -junto a mí-, era una bonita gaditana de la Caleta…
Años después, tuve ocasión de llamarla y apuntarle que deseaba hacerle  un regalo, así que me presente con mi hermana Fini  -a la que también dio clases de literatura- en el “Muralla” -donde ella departía todas las tardes con sus amigas y algunas profesoras de nuestro Instituto- y le entregué “Ceuta, mi niñez perdida…“, que al ojearlo vino a decir: ¡Pero si también está dedicado!   Le pedí que me dejara leérsela -cosa que le pareció bien-,  de tal manera que,  de pie, junto a los ventanales de un rincón del salón, y  en derredor  del coro de sus amigas, le leí la dedicatoria que, algunas de ellas, sonriéndose, mostraron su agrado por lo entrañable del momento…
 Algunas veces surgen casualidades que enlazan más a las personas, porque tan solo hace unas semanas tanbién se nos fue  Carmen Mosquera Merino, compañera de Marita, y  extraordinaria profesora y mujer, que siempre nos alentaba en el estudio y en el desarrollo de nuestras capacidades, y que tuve la fortuna de oír -ensimismado- sus lecciones de historia en aquel ya distante en el tiempo, PREU de 1970. Qué descanses para siempre junto a Dios, y te premie tu entrega a nosotros, tus alumnos…
 Y, qué podría yo decirte, Marita, en la tristeza de tu marcha a otros lugares donde habita la paz eterna. Tal vez podría apuntarte, que ese lugar nuevo a dónde transitas,  se halla cubierto de jazmines y de azahares…Que no hay obscuridad porque las noches siempre están alumbradas por diferentes lunas y un puñado de luceros…Que en el alba los rayos del sol encienden de oro las gotas de rocío en las coloras…Que los campos se adivinan  cubiertos de verdor y que compiten en color las rojas amapolas y los espliegos morados… Que en las altas sierras las fuentes corren y fluyen buscando el cauce de los ríos que dan al mar…
¡Qué podría yo decirte Marita, que tú ya no conozcas mejor que yo, de todo aquello que podría anunciarte…! Sin embargo, yo quiero despedirme de ti con una palabra, con un gesto, con un sentimiento que recuerde tu amor por tus alumnos, como si fueras otra madre que nos ayudara en tu recuerdo, nuestra incertidumbre…
Adiós, Marita, adiós corazón…,  en nuestros recuerdos  eres  como la marea, que va   y se aleja en la línea de la orilla de las playas atlánticas, para luego volver siempre  perfumadita de sal y de algas… Y, como dijera uno de tus poetas más queridos, Jorge Manrique, en “Coplas a la muerte de su padre”: ¡Qué, aunque sufrimos la tristeza de su perdida, nos dejó harto consuelo su memoria!...
1    Se daba la circunstancia que por entonces yo tenía una novia irreal  de pelo rubio y ojos verdes, a veces grises, que parecía sacada de una leyenda nórdica. Y yo me imaginaba, como en el poema, echando las redes de mis sentimientos en el agua infinita de sus ojos… Aquel poema de Neruda me trastornó a tal punto, que ya desde entonces no he sabido nunca si el mar son los ojos verdes, a veces grises, de aquella muchacha; o por el contrario, aquellos ojos fueron   la expresión  más exacta de la belleza interminable del mar…

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