Categorías: Opinión

La luz de Mario Vargas Llosa

Con ocho o nueve años, esa edad en la que afloran los brotes de la personalidad adulta de los niños, esa franja semejante al abismo en la que, con la misma intensidad dentro de la mente refulge el sol del cielo y el fuego del infierno, oí por vez primera su voz embriagadora, su verbo atrayente, su palabra exacta. Recuerdo que estaba en el salón de mi casa, en Sevilla, con mis queridos padres, mis hermanos y la gata, y, todos, sin excepción, seguíamos con atención la televisión. Mario Vargas Llosa atendía las cuestiones que le iba planteando la conductora del programa, Julia Otero. Un paseo por el tiempo, o algo similar, se llamaba el espacio en cuestión. Era de noche. Fuera, la primavera (¿celebraba la ciudad la Feria de Abril?) olía ya a azahar.
Descubrir al Premio Nobel de Literatura 2010, por aquel entonces ya eterno candidato a ganarlo, supuso una explosión de cultura en mi ser, un júbilo cuya intensidad, años más tarde, fue aumentando sin freno, haciéndome, gracias a los conocimientos aprendidos de las lecciones dadas por don Mario en artículos, novelas, ensayos o entrevistas habladas o escritas, una persona más instruida, más noble, más justa y mejor en todos los sentidos.
Acababa de salir (escribo de memoria) por aquel entonces a la venta Lituma en los Andes, Premio Planeta de 1993, y sobre la historia del cabo, de su compañero Tomás Carreño, de la curandera de la cantina y su marido el borrachín Dionisio o del misterio del mundo de las brujas y las luces oníricas, disertaba el escritor con Otero mientras las atrocidades cometidas por Sendero Luminoso se intercalaban tanto en la conversación como, supe de adulto, en la propia trama del libro.
Un escritor fabuloso, capaz de inventar mundos dentro del mundo de la realidad, y fiel a una encomiable capacidad de crítica. Esta simbiosis, tan presente en la obra y en la vida de don Mario, me causó una impresión única que, con el devenir del tiempo, fui descubriendo en toda su extensión. Porque estamos ante un escribidor que, incluso por encima de su compromiso de vertebrar y contar historias bajo la arquitectura de una literatura perfecta y preciosa, se erige su inquebrantable lealtad hacia la defensa pública de los valores de la libertad, la democracia, la igualdad y la justicia, palabras y conceptos que abriga con profundos argumentos, valerosa valentía y una singular brillantez que le hacen eterno.
Una actitud consecuente que no siempre, o más bien casi nunca, ha sido no ya asimilada sino ni tan siquiera respetada por aquellos dictadores, hombres fuertes, caudillos sanguinarios, socialistas de pacotilla y políticos vendedores de humo populista contra los que el Premio Nobel ha disparado sin piedad las balas que más duelen, la palabras, por la sencilla razón de que la verdad nunca es, y nunca será, aceptada por los miserables de América Latina, de Europa, de África, de Asia, de ayer y de hoy.
Era un Vargas Llosa dueño ya de la doble nacionalidad, la peruana y la española, el que mostraba la pantalla, toda vez que Fujimori, condenado lustros después por la Justicia del país inca bajo la supervisión de observadores internacionales que garantizaron el proceso, le había desposeído, abocándole a ser un paria, de la ciudadanía de su propio país natal. Un Vargas Llosa comprometido con esos valores a partir de los cuales nacen, crecen, se fortalecen y avanzan hacia el desarrollo los países y sus sociedades. Un Vargas Llosa, firme en la idea de combatir a los infames y antidemócratas gobernantes y abierto a escuchar todas aquellas opiniones y doctrinas encuadradas dentro del infinito marco que otorga siempre y por doquier la libertad absoluta de pensamiento y obra así como la buena educación.
Hablaba también con ferocidad, y yo entonces ignoraba la razón, sobre el régimen cubano y de los atropellos, tropelías, abusos y miserias  alentada en el país caribeño por el dictador Fidel Castro, el enterrador de ilusiones y de cuerpos por antonomasia de nuestra época, en número de víctimas, años transcurridos y horrores perpetrados.
Don Mario mismo, como ha escrito y reconocido en cientos de ocasiones y argumentado en un sinfín de tribunas, había sentido la llamada seductora de la Revolución Comunista en sus años mozos, cuando aún soñaba, como luego consiguió convertir en realidad, con desembarcar en París y hacerse escritor, llegando a convivir no escaso tiempo junto a los demás camaradas en el país de La Habana y bajo el paraguas doctrinal del Castrismo.
Allí, narra en Piedras de Toque o en su libro de memorias El pez en el agua, advirtió por vez primera la pobreza extrema que provoca todo régimen que se precie, sea de izquierda o de derecha: abusos sexuales a niñas vírgenes por camaradas ebrios y barbudos a los Ché Guevara; dicriminación, purga y azote al homosexual; calabozo, palizas y aguas fecales para beber al disidente, a ese criminal que osa opinar de manera distinta; encogimiento de la cultura hasta el extremo de, aunque sea de manera simbólica, lanzar a la hoguera a los librepensadores; tres mendrugos de pan y cartilla de razonamiento para los cubanos, flaquitos, flaquitos.
El joven comunista Mario Vargas Llosa, horrorizado por un escenario que aún, tantas décadas después, compone la vida cotidiana de Cuba, huyó de allí, se encerró en las bibliotecas (su verdadero hogar) de Lima, París, Londres o Madrid, fortaleció hasta cotas inimaginables su ya de por sí vasta cultura y comulgó con la doctrina liberal, que viene de la palabra libertad, no lo olvidemos.
Cuando apoltronado en el sofá de cuero rojo del salón de mi casa, don Mario le contaba a Otero su contribución (incalculable) en el Boom Latinoamericano, en mi mente ya había prendido la mecha de la magia de la literatura de Vargas Llosa, aún a pesar de que hasta entonces, como es normal dada la edad que tenía, nada había leído de su autoría. Tal vez por eso, el placer tenía ya la alfombra roja tendida cuando, en el curso inicial del instituto, agarré el primer libro suyo para leerlo, devorarlo, degustarlo. Ya sean ensayos, novelas, obras de teatro, libros autobiográficos, cada libro de Vargas Llosa es una autopista directa hacia el orgasmo de la inteligencia, el epicentro de las conciencias y de las emociones, de ahí que cuente cada día que pase para que en el próximo septiembre, como ha sido anunciado por su editorial y por él mismo, salga a la venta su nuevo libro, El héroe discreto.
Tal vez por entonces, una vez ajustadas las agendas de todas las partes y definida la ceremonia, Vargas Llosa atraque en el Puerto de Ceuta en aras de recoger el Premio Convivencia otorgado ayer, una llegada que será aprovechada por infinidad de ineptos y paniaguados de un sector y otro para agasajarlo con mentirijillas y abrazos de plastilina.
Pero más allá de esto, la llegada del Premio Nobel a nuestra ciudad debiera constituir una ocasión única para que se divulguen hasta llegar a todos los estamentos aquellos valores, mencionados con anterioridad, de justicia, libertad y buena convivencia entre personas, razas, credos y pueblos, así como los que derivan de la lectura de la literatura de mayor calidad que se ha confeccionado en nuestra era: quizá, y dada la época de prodredumbre intelectual que hoy en día sacuden a las sociedades, su caminar por Ceuta pase desapercibido por completo, o incluso llegue a provocar críticas por parte de ciertos sectores, pero, a lo mejor, y ya por eso merecería la pena, haya algún niño  en cuya mente relampaguee un rayo al escucharlo y descubra una luz que no será ya sino la guía de su travesía  futura y un pilar de valores.

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