Día de cielo plomizo en el Estrecho de Gibraltar. El viento de levante acumula una enorme masa de nubes grisáceas que cubren el cielo, sin bien dejan una franja despejada que permite observar la costa peninsular. No ocurre lo mismo en la bahía sur, donde la nubosidad es muy espesa impidiendo la contemplación de la salida del sol.
A los polluelos de gaviotas este viento les permite practicar el vuelo sin esfuerzo. Sus graznidos se mezclan con el sonido de las olas que baten contra los acantilados del Hacho.
La luminosidad se va haciendo más intensa y se cuela entre los huecos de las nubes creando islas de luz sobre el mar.
Me cruzo con un señor que a esta temprana hora de la mañana practica deporte. Nos saludamos y me pregunta qué tal estoy y le contesto que aprovecho este momento para escribir y tomar fotografías. Sigue andando, pero se detiene para para llamarme la atención sobre un cardo borriquero. Me recuerda el popular refrán, “eres más feo que un cardo borriquero”, pero coincido con él en que la flor del cardo no tiene nada de fea. En su pueblo, Benalup (Cádiz), según me cuenta, los cardos se ponen preciosos con una atractiva tonalidad plateada y los cortan para decorar sus fincas.
Después de desayunar me he acercado a Calamocarro. Al llegar aquí me ha recibido un intenso olor a mar perfumado por las algas que las olas remueven al morir en la orilla.
Paseo por la arena que el mar ha alisado para transformarla en un lienzo en el que se dibujan las huellas de mis pies.
Una piedra en mitad del arenal es el lugar que elijo para escuchar el estruendo del mar. Me entretengo observando las distintas tonalidades de las algas, así como hago un rápido inventario de todo lo que el mar devuelve a la orilla, desde una manzana roja, una zapatilla deportiva o una toallita absorbente, como la que se ha utilizado estos días para la limpieza del vertido de fuel en el muelle de levante. Quien sabe si la zapatilla pertenece a alguno de los desdichados jóvenes que pierden la vida intentando llegar a Ceuta a nado para tener la oportunidad de vivir un vida digna.
Dejo el mar para adentrarme en el arroyo de Calamocarro. El sonido del estruendoso mar es sustituida por la melodía del canto de las aves. De igual modo, los colores pardizos de las algas contrastan en mi memoria reciente con la amplia variedad de formas y colores de la flora que crece en las riberas del arroyo. Chapucinas naranjas y moradas, cardos, viboreras, zanahorias silvestres, falsas man
Mis huellas siguen en la arena, aunque secas. Pronto las borrará el viento, pero las sensaciones que he tenido esta mañana quedarán para siempre guardadas en este cuaderno para revivirlas en cualquier momento.zanillas, dientes de león, miraflores, …todas ellas se apegotonan en el cauce del arroyo de Calamocarro.
Los erguenes compensan sus ramas pinchudas con su limonosa fragancia que me encanta y alegra mi corazón.
El helechal de la vertiente oriental del arroyo ha alcanzado una altura considerable, al igual que las adelfas.
El arroyo está seco y la única agua que humedece el campo es la que rezuma de un manantial situado junto al sendero.
Me adentro por el arroyo hasta donde la espesura de la vegetación no me deja penetrar, así que retrocedo unos metros para sentarme a escribir junto a la presa. Aquí me integro en la naturaleza y recupero mi animalidad y mi verdadera esencia humana. Soy uno más en este entorno natural, algo que reconocen las aves que se acercan curiosas a observarme y a comunicarse entre ellas para intercambiar impresiones sobre mi presencia.
Por aquí pasan algunos humanos, pero casi siempre van con prisas o con una escopeta colgada del hombro. Debe resultarles extraño ver a uno de mi especie sentado con un cuaderno en la mano y tomando notas. Los árboles y las plantas también me observan intrigados y al mismo tiempo felices de salir de su anonimato. Como escribió C.G.Jung, “el hombre es imprescindible en cuanto a la perfección de todo lo creado; el mismo es, incluso, el segundo creador del mundo, el que propiamente otorga el ser objetivo al mundo”.
Al cerrar los ojos identifico el sonido de fondo de la naturaleza que interpretan los grillos al que se suma el zumbido de las abejas y el canto de las aves.
Cada minuto que pasa percibo con más claridad la armonización de mi cuerpo y de mi alma con la naturaleza, lo que me produce una profunda relajación que favorece la emergencia de mi cuerpo sutil de luz.
Una brisa fresca penetra por el cauce del arroyo trayendo hasta mí la esencia olorosa de este lugar. Es una fragancia fresca, como el rocío de la mañana.
El canto de las aves se alegra cuando en el cielo se abre un claro que ilumina el arroyo. Los mirlos salen de sus escondrijos y cantan para agradecer la luz del día.
No podía dejar de hacer una visita al guardián del arroyo. Lo he notado un poco enfadado conmigo. Hace tiempo que no lo visito, aunque no es rencoroso y para demostrármelo me regala una fragancia indescriptible a resina centenaria. Me pido que me asome a ver sus raíces. Están cada vez más al aire y se ha acumulado entre ellas muchas ramas secas, lo que es un serio peligro para su vida. Acto seguido me transmite otra petición: que tenga siempre presente las palabras de San Lucas, “in patientia vestra possidibilis anima vestra” (en la paciencia encontraréis vuestras almas). Quiere decirme con esto que debo seguir siendo la voz del espíritu de Ceuta y compartiendo lo que me comunica a través de mis escritos y libros.
Desea que me acerque a él para que pueda verme mejor, allí donde el sol ilumina un pequeño desde el que contemplo todo el arroyo de Calamocarro. Es la “lumen naturae” lo que ilumina y reconforta mi cuerpo y eleva mi alma. Han sido unos pocos segundos lo que ha durado la iluminación, para que me llegue el mensaje.
Entre los helechos crecen los acantos que parecen lanzas clavadas por los dioses. Según salgo del arroyo vuelvo a encontrarme con el viento de levante y el rugido del mar.
En el rato que he estado en el arroyo de Calamocarro ha abierto algo el día y la marea ha retrocedido dejando al descubierto los afloramientos rocosos intramareales.