Hijo de un contable, Manuel De la Rubia nació y creció en la calle Machado en una familia profundamente cristiana, unos valores que siempre fueron con él y marcaron toda su trayectoria.
Estudió Farmacia en Murcia para continuarla años más tarde en Granada. Allí conoció a su esposa, oriunda de Extremadura. Fue la tierra de ella la que eligieron para contraer matrimonio y la de él para ‘echar raíces’. De la Rubia fue un entregado a su profesión. “Estuvo trabajando hasta el último día. Murió un martes y el sábado previo había estado en la farmacia. Fue un apasionado de su trabajo”, cuenta su hijo Manuel De la Rubia. Una profesión de la que quiso dejar un legado y lo consiguió, acaba de dar comienzo la tercera generación de farmacéuticos. Un hecho que le crearía gran satisfacción, pues después de la pasión por su trabajo se encontraba la devoción a su familia. “Siempre quiso crear una gran unión entre todos nosotros. Para él la familia era la institución más importante”.
Sin embargo, más allá de su pasión y dedicación profesional, De la Rubia brilló en Ceuta por su vasta labor a la beneficencia. Junto a su amigo, de quien decía que era su hermano, Francisco Lería, emprendió numerosos e importantes proyectos para los colectivos más necesitados, como la construcción en el Hacho del primer centro de atención a desamparados, llamado Betania, la residencia de mayores Nazaret, cuya dirección asumió en 1985 hasta 2014, y contribuyó en la cesión de terrenos familiares para la construcción de lo que hoy es el colegio Santa Amelia. Además se involucró en la constitución de una cooperativa para la construcción de viviendas sociales en la barriada de San Amaro y también por la vía de la cesión gratuita de unos terrenos de su padre se construyó Amor Fraterno, en un principio destinado a la atención de niños con discapacidad.
De la Rubia, en palabras de su hijo, “era un persona totalmente involucrada con Ceuta, todo lo dedicó a esta ciudad”. Sin embargo, su carácter humilde que siempre le mantuvo alejado de los focos hubiese revivido al conocer que le otorgaban la Medalla de Plata. “No la rechazaría, era muy agradecido, pero sin llegar a presumir. Él todo lo que hacía era por pura pasión y amor al prójimo”. Aunque entre todos los reconocimientos que obtuvo a lo largo de su vida uno de ellos sí le generó gran satisfacción: la medalla Pro Eclessia et Pontifice, una condecoración papal que le otorgó Benedicto XVI como premio de fidelidad a la Iglesia y por su gran labor a la beneficencia en Ceuta.