No he perdonado aún la muerte de mi amado, así que los tiempos necesarios para resultados afines aún no los tengo digeridos.
La niña de trece que murió en Ceuta porque le desgarraron la aorta en mitad de una laparoscopia, me imagino que tampoco, máxime cuando la Jueza que llevó su caso no ha podido determinar la culpabilidad porque los tiempos no pueden ser verificados para dar pie a saber si se actuó cómo se debió o con la celeridad adecuada.
La pérdida, ya se lo he dicho a ustedes muchas veces, nos trastorna. Así que entiendo perfectamente que esos padres no hicieran la autopsia o no llevaran el caso a juicio hasta pasados unos años.
Es malo el dolor que conlleva la muerte de un ser querido, pero aun peor en un niña que empezaba a desplegar alas. También desplegaba alas (de sabiduría) el padre de mis hijos, el hombre que alargaba mi sombra para hacerme la vida reconfortante y plácida. Pero no tuvimos la oportunidad de ver cómo luchaba porque los tiempos se alargaron y su cirujano estaba en misiones africanas y la residente que lo sustituía no tuvo oportunidad de hacerlo (por problemas sobrevenidos de quirófanos y fechas) hasta pasados seis meses de la primera visita a urgencias, ya entonces con un diagnóstico certero de muerte asegurada si no se operaba.
No piensas en indemnizaciones, ni en quejas, ni en nada que no sea el arrancamiento de vísceras que te ha regalado la perra de la vida. Luego te dicen que tuvo mala suerte; Te lo dices tú misma para calmar la furia ciega, el dolor extremo, la ausencia rodeada de gente y la soledad tatuada en los huesos.
Tenía solo trece frágiles años y un quiste enorme en uno de los ovarios, la pobre criatura que no saboreará el primer beso de amor verdadero, ni oirá a sus compañeros vitorearla porque ha terminado secundaria. Eso no hay indemnización alguna que te lo pague, porque los tiempos que llevaron a Ulises a huir del canto de sirenas no estuvieron acordes esta vez y la aguja de Verres encontró un punto ciego en la aorta saturada de vida.
No habrá indemnización, ni culpa, ni castigo, sino dolor extremo y furia ciega adormecida por las sábanas nocturnas y mucho llanto. No habrá más que frustración porque la pérdida es lo que adoba en dilatados tiempos verbales que se conjugan así mismos, mientras intentamos salir del agujero negro sin una puñetera linterna. Cuando firmamos una autorización no somos conscientes de los riesgos que conlleva, solo de que tenemos que hacerlo porque hay un quiste sángrante y la niña se nos va por la puerta trasera. Tampoco era consciente yo de que el cáncer llevaba billete de ida pero no de vuelta, ni de los tiempos marginados en que llamábamos por día (al menos dos veces) para ver si aparecía por milagro un quirófano para extirparlo de cuajo, unas manos para liberar a un cuerpo y un bisturí para condenar al cáncer a las patologías forenses. No somos conscientes de lo perecederos que somos, ni de que somos carne de frigorífico con fecha en el envasado. No somos conscientes de lo mucho que los queremos, de los importantes que son para nosotros, de que son vida, sol, luna y playa; Mar, salitre y risa embotellada. No somos conscientes y nos aplasta la realidad, llevándonos a lugares oscuros donde el sol nunca llega, ni su calidez apaciguadora de almas atormentadas.
Sé que ha sido una sentencia absolutoria, sé que mi amado murió hace ya un trienio, pero duele porque está llagado el tiempo, porque las rosas han nacido solo con espinas y el amor nos encadena a los recuerdos. No se perdona la muerte de un ser amado, porque no hay ángel capaz de hacerlo. Quizás ni dioses benévolos que fueran dignos de tal proeza. En sentencia se recoge que debería haberse hecho mejor manejo de los tiempos, pero allí está ella con sus trece años eternos sin besar, ni sentir, ni llorar, ni amar a los suyos que la seguirían llevando presente hasta que ellos mismos mueran.
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