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Mamá cumple noventa años

Acaso no seamos completamente conscientes de lo que representan noventa años en la vida de una persona. En esas nueve décadas de vida, esa persona ha visto lo que a pocos de sus contemporáneos les ha sido concedido ver. Solemos decir con cierta displicencia que la vida es injusta. ¿Es injusta la vida cuando le ha premiado a un ser humano con una existencia de noventa años? Los más pesimistas contemplan el paso del tiempo como pérdida –ya sabemos por experiencia que la muerte no se olvida de nadie–, pero ¿los que más viven pierden menos o todos perdemos en el envite independientemente del tiempo que cada uno de nosotros viva? Lo que sí es cierto es que en no pocas ocasiones nos preguntamos por qué nos cuesta tanto vivir. ¿Cuesta vivir? Tal vez sea cierto que nos cuesta vivir porque el pasado nos abruma –en opinión de la experta en Programas de Reducción de Estrés, Ana  Arrabal– y estamos siempre planificando el futuro. Casi siempre se sobrevive porque la capacidad de persuasión –dicen– de la vida diaria es irresistible. Quizá también sea cierto. Acaso el hecho de vivir sea tan misterioso, extraño e inexplicable, que –como dice el escritor J.E. Zúñiga– “todo vivir obedece a una orden que nadie da pero es preciso obedecer”. Quién lo sabe. Quizá la vida es lo que sucede mientras nos empeñamos en hacer otros planes, como lúcidamente dejó dicho el inolvidable John Lennon.
Sea como fuere, lo cierto es que mamá cumple el día dieciocho, pasado mañana, noventa años. Y además cuenta con el premio de, a esa avanzada edad, de ser independiente en su vida diaria. Se le presta alguna que otra pequeña ayuda. Pues, como dice Vila-Matas en su libro “Dublinesca”, cuando oscurece todos necesitamos a alguien.  Pero mamá vive sola en su piso coqueto, soleado y con vistas a levante. Nunca que yo recuerde la he oído hablar de soledad, ni de melancolía silenciosa o cosas por el estilo. Si ha sido presa de todo ello lo habrá sufrido en silencio. Como suelen hacerlo los de carácter fuerte, los decididos, los que no entregan la cuchara a las primeras de cambio. Alguna vez, recientemente, debido a un problema de salud, ha hecho alusión a cierta limitación de memoria que le ha sobrevenido desde el mes de mayo pasado. Quién fue aquél que dijo “¿quién no sueña con una plácida vejez en la que lo imposible se torne en realidad?” Sea quien fuere el personaje, lo cierto es que todos aspiramos a tener una vejez plácida, apacible, sosegada. Pero como en la infancia, no toda vejez es dulce y amable. Quizá no somos del todo conscientes de que toda vida es un proceso de demolición. Por otro lado, nunca –que yo sepa– he oído ni he visto que mi madre haya programado su futuro. Pienso que se ha limitado a vivir, que no es poco. Su vida, la de mi madre, no ha sido un camino de rosas como para perder el tiempo en programarla y seguir la hoja de ruta hasta sus últimas consecuencias. Una viuda con cuarenta años y con cuatro hijos no se entretiene en programar nada y menos el resto de su vida. Bastante ha tenido con sacar adelante a cada uno de sus hijos.
Aquella niña que nació en un molino de harina, cerca de Cañete La Real, que a los tres años viajó en el fondo de un serón de esparto de una mula desde el pueblo serrano de Serrato a Ronda para coger allí un tren que las llevaría a ella, a sus hermanas y a su madre a Málaga, para embarcar para Melilla, en donde trabajaba su padre, mi abuelo, aquella niña –repito– cumple noventa años el martes dieciocho. Nueve décadas que han visto penurias, guerras, escasez, hambre, racionamiento, oscurantismo, incomprensiones, trabajo duro, sin horarios y sin quejas. Ella, como todas las personas de esas edades, es la depositaria de los arcanos de la familia. Ya casi nadie tan mayor como Encarna para contar la intrahistoria de nuestra familia. Se ha dicho hasta la saciedad que la madre es la infancia y hablar de la madre es hablar de la configuración de la identidad.
Es a través de ella, de Encarna, que la savia familiar se transmite a sus hijos y nietos. Sus experiencias, después de noventa años vividos, son profundas, tan profundas como los surcos que el vivir ha dejado en su cara. Surcos, arrugas, que la ennoblecen. No hay palabras para expresar esas experiencias profundas, pues tal y como dice el escritor Vila-Matas las palabras no dicen mucho cuando se trata de expresar experiencias profundas. Sus recuerdos seguirán siendo suyos, nunca se convertirán en recuerdos ajenos, en nuestros, podremos escucharlos una y otra vez, como así lo hacemos, pero siempre serán suyos y no ajenos, pues como asimismo nos dice el escritor italiano Antonio Tabucchi, los recuerdos se cuentan, pero no se transmiten.
A esas edades tan avanzadas los padres obviamente continúan dando consejos a hijos y a nietos. Y Encarna lo sigue haciendo. En esas ocasiones a veces “se siente un cariño irritado” como nos recuerda Julian Barnes en su “Nada que temer”. Nunca se deja de ser madre. Se es para siempre. Cierto es también que a estas alturas de la vida se suele mirar a los padres con una cierta curiosidad contenida, sobre todo cuando uno mismo circula ya por la sexta edad de su vida. Aceptamos que a esas edades nuestros ancianos no sólo no asimilan del todo bien los cambios que suceden en la vida de sus hijos, sino los que acontecen a su alrededor, y asimismo asumimos que ciertas manías trabajadas durante toda una vida pueden exasperarnos a los hijos, pero todo ello parece que forma parte del plan que nos tiene establecido la vida misma. Pero ¿hasta qué punto un hijo conoce a sus padres? Pero qué sabemos también acerca de nosotros mismos, cabría preguntarnos. Sucede que en el fondo somos unos desconocidos unos para otros, incluso para nosotros mismos. Cierto es también que las parcelas de intimidad que desconocemos de los otros hacen que nos interesemos más por ellos.
Todo lo anterior, en fin, no ha sido sino una reflexión para celebrar y felicitarnos y felicitarla por los noventa años de mi madre, como ya habrá advertido, y espero que sabrá disculparme por ello, el amable lector.

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