Esta es la historia de una madre y una hija, que podrían ser una madre y una hija cualesquiera de Ceuta, en un centro cualquiera.
La historia es todavía relativamente reciente, así que piden no salir en la foto, y que tampoco se diga cuál es el centro educativo del que se habla. También quieren que sus nombres queden ocultos. Pero creen que contar su historia puede ser bueno, y aceptan.
Así que durante este relato llamaremos a la madre Dolores, porque es la que más sufre en este relato; y a la hija Consuelo, porque es la que continuamente tranquiliza a su madre diciéndole que no es tan grave. Consuelo es una chica excepcional en cuanto a su cociente intelectual, capaz de estudiar lo que quiera. Ése es uno de los rasgos más característicos de las personas con síndrome de asperger, un trastorno general del desarrollo que desarma socialmente a quien lo tiene, esté o no diagnosticado.
Niños inteligentes, con un habla perfecta que puede resultar hasta pedante, y que se obsesionan con un tema y cuando lo hacen no saben hablar de otra cosa. Niños que pueden parecer maleducados porque no entienden las convenciones sociales. Niños que son el blanco perfecto para sufrir acoso escolar. Sobre todo, porque no se dan cuenta de ello.
Es el caso de Consuelo. De cuando sus dos mejores amigas, indignadísimas, contaban a su madre todas las mofas e insultos que recibía en clase, y a los que Consuelo no daba mayor importancia. “Mamá, déjales, si son felices... me decía”. Es el recuerdo de Dolores, que desde el principio vio algo raro en su hija. Por eso, incluso reprendió a su madre cuando ésta le prohibió juntarse más con una amiga. “Es que no podía más, veía lo que hacía y... Entonces se para, y me reprochó que eso no era lo que le había enseñado durante toda la vida”,cuenta Dolores, que ha recibido en su casa la visita de varios antiguos compañeros de clase para disculparse. “Querían hablar con mi hija y pedirle perdón”. “Sí, pero luego me pedían perdón y no era para tanto, no lo sé”, responde Consuelo.
Esta joven tarda varios segundo en pensar qué es lo que más le molestó de todo lo que le hicieron en sus años escolares en los que fue blanco de las iras de sus compañeros. “Hubo una vez que me pegaron con un paquete de galletas. Me da igual mientras hagan su tontería, o hagan el payaso riéndose de mí, no me molesta tanto. Pero cuando ya me hace daño, es otra cosa. Es que no lo entiendo, imagínate alguien que va pegando a otra persona con un paquete de galletas por la calle, ¿no es hasta gracioso?”, razona. Es más, preguntada por los insultos, sencillamente dice que no se acuerda muy bien.
“Cuando me empezó a molestar es cuando ellos deducen que yo sirvo para hacerles reír”, reflexiona Consuelo que, sin embargo solía hacer oídos sordos. “Nunca me afectó a mi autoestima, principalmente porque bueno, que siguieran en su estupidez si querían”, añade. Y claro, este tipo de comportamientos era mal interpretado. Por ejemplo por los profesores, que no siempre fueron los aliados de Dolores. “Claro, era la niña rara, y ellos mismos la denostaban. Me echaban la bronca por enseñar a la niña cosas adelantadas, pero es que las aprendía ella sola. O por ejemplo, estaba en clase leyendo un libro de cualquier asignatura, otra diferente a la de la clase, y el profesor le pedía que siguiera la lección. Cogía el libro de esa asignatura, abría por la página, y continuaba. Y eso sentaba mal”, explica la madre de Consuelo.
Si a eso se le añade que la pequeña no hacía las tareas (“me parecían una pérdida de tiempo”) o que a menudo faltaba a clase (“cuando había examen, me iba al baño, estudiaba hasta que tocaba hacerlo y luego me iba a casa”), Consuelo se convertía en un hueso duro de roer también para el profesorado, que no sabía qué le pasaba a esa niña rara. Su madre tampoco. La propia afectada tampoco, hasta que un día, ya adolescente, empezó a leer en Internet cosas sobre el síndrome de Asperger.
“Mamá, creo que ya sé lo que tengo”, le espetó. Se fueron a la península para realizar el diagnóstico y, en el camino de vuelta, con la sospecha confirmada, la sensación era de contradictoria, aunque pesaba el alivio. “¿Y ahora qué?”, preguntó Dolores. “Mamá, ahora ya sabemos lo que me pasa, ya sabemos que no soy una hija de puta, como ellos decían”, le respondió Consuelo. Ahora, plenamente consciente de su condición, afronta algo que le da pánico, el irse a estudiar fuera. “No me gusta, pero es que lo necesito para sacarme la carrera”, razona su decisión.
La importancia del diagnóstico lo más temprano que se pueda
Saber a qué se enfrentan tanto padres como profesores es esencial para afrontar adecuadamente el síndrome de asperger y no limitarse a tachar al niño de “raro”, o incluso “chulo”, cuando no lo es. Dolores, por ejemplo, reconoce que le habría ayudado, y mucho, haber conocido este ‘pequeño detalle’ con anterioridad. Ahora, de todas formas, se ha avanzado en el aspecto. La Federación Española de Asperger (FAE) ha elaborado una guía para padres que se encuentren en esta situación y no se le pone remedio. El primer paso, poner la situación en conocimiento de los profesores. Hacerlo también por escrito, y entregarlo además al departamento provincial de la inspección escolar. Si las cosas no mejoran, esa hoja de ruta contempla una segunda carta, esta vez elevándola a otras instancias. Esta ‘Hoja de ruta del acoso escolar’ se puede consultar en la página web de FAE (www.asperger.es). Además, existe una asociación, Asperger Ceuta, que es parte de FAE.