Alas 10,30 de la mañana llevé a mi madre al hospital. Todo apuntaba que había sufrido un ictus pues no conseguía hilar palabras y su rostro desencajado me hizo pensar en la evidencia del pronóstico.
Así fue. Nos atendieron en Urgencias con todas las pruebas del protocolo para estos casos y, después de horas y horas interminables en la sala de espera, oímos su nombre por megafonía: Beatriz Campos, consulta 13, siga la línea verde.
Y así, habiendo perdido la noción del tiempo, nos sentamos en el sitio indicado a la espera del facultativo de turno.
Llegó pronto: Soy la doctora Soler, las pruebas no indican nada anormal, si le vuelve a pasar lo mismo debe venir inmediatamente.
Durante la espera mi memoria recorrió los últimos 60 años de mi vida: en los brazos de mi madre, dándome de comer en una guerra sin cuartel, sus lágrimas cuando me solté de sus manos para dar los primeros pasos, cuando llamó al ratoncito Pérez, una noche de Reyes que la vi ordenando los juguetes en el salón con el sigilo que requería la ocasión.
Luego llegó la guardería con mis llantinas y mis rabietas, el colegio, el sentarse conmigo para hacer dictados y repetir la tabla de multiplicar. El instituto, la adolescencia, la llantina que se pegó cuando quise dejar de estudiar poniéndose de rodillas para que no lo hiciera.
Marché de casa para ir a la Universidad; hablábamos cuatro veces todos los días pues siempre había cosas que contar. Cuando comencé a trabajar a cientos de kilómetros de mi pueblo, me visitó en varias ocasiones y siempre nos despedíamos con los ojos humedecidos.
"Ahora descansaba su cuerpo en mi hombro mientras la acariciaba deslizando las manos por unos cabellos arremolinados aquel
día de viento"
Ahora Beatriz Campos descansaba su cuerpo en mi hombro mientras la acariciaba deslizando las manos por unos cabellos arremolinados aquel día de viento.
Ya en casa preparé una sopa de ajo obligándola a comer y dándole la sopa de pan a cucharadas; estaba muy temblorosa por el Parkinson que comenzada a abrirse camino.
Me acosté a su lado y nos quedamos los dos durmiendo. Soñé que Beatriz seguía siendo la madre fuerte, decidida y valiente que me mecía todas las noches cantándome “Un elefante se columpiaba en la tela de una araña, cómo veía que no se caía se fue a llamar a otro elefante”. La canción y los elefantes eran eternos.
Reflexionando sobre aquel sueño pensé: los hijos somos muy egoístas. Amanezco a su lado apegado como una enredadera pues para la ternura siempre hay tiempo.