Categorías: Opinión

Lunas rotas

Olof Palme aseguraba, años antes de morir tiroteado a la salida de un cine en Estocolmo, que las sociedades más desarrolladas son aquéllas que sienten como una herida propia cualquier atisbo de mala gestión en los bienes públicos. Traducido, el que fuera primer ministro sueco y uno de los padres de la socialdemocracia europea consideraba que la ciudadanía roza la perfección cuando el estupor al ver una farola rota en plena calle es decodificado con la misma preocupación que si fuese la lámpara de nuestra mesita de noche, o cuando el hastío ante un caso de corrupción no es sólo fruto de la indignación, sino la amarga sensación de que cada céntimo malversado se esfuma no de la cuenta bancaria de una Administración lejana sino del bolsillo común, incluido el de cada uno.
En las antípodas de esa concepción idílica milita el ejército de quienes están convencidos de que lo público les es ajeno, que el patrimonio de todos en el fondo no es de nadie. Las autopistas, los hospitales, los centros de enseñanza y los planes de empleo, piensan, se sufragan con fondos que alguien fabrica de noche pulsando un botón mágico en el Banco de España. Por eso se construyen aeropuertos en los que dos años después de inaugurados no aterrizan aviones, o se desvían hacia bacanales de cocaína y gintonics los millones que la Junta de Andalucía consignaba, en teoría, a planes de fomento del empleo. Es de todos y de nadie.
Si no hay dueño identificable, por qué no destrozarlo. Algo similar debe de haber desfilado por el sustrato mental de esos jóvenes (se supone, quién sabe) que en las últimas semanas se han doctorado en el dudoso arte del apedreamiento y la rotura de lunas de autobuses. Una nueva modalidad del libre albedrío, otra vuelta de tuerca a los ejercicios previos (quema de contenedores, lanzamiento de objetos a Bomberos y Policía, incendio de coches...). Una válvula de escape, según los sociólogos, a la rabia contenida, a la estructuración familiar, a la ausencia de oportunidades y a la marginalidad. Argumentos asumieses (el Príncipe no es precisamente la Moraleja, ni siquiera la Gran Vía, la de aquí o la de Madrid), pero maldita la gracia que harán a la empresa concesionaria de la línea de transporte urbano que sube día a día hasta el barrio.
El problema no es tanto la factura económica, los euros contante y sonantes –que también–, sino la social. Quien con 14 o 15 años incluye en el catálogo de su ocio el tiro al blanco al policía o el morboso (supuesto) placer de ver arder un vehículo ajeno difícilmente va a encontrar encaje en una sociedad que, pese a todas sus carencias, se rige por unas reglas más civilizadas. La solución no es matemática. Si existiese ecuación válida la habrían encontrado en EE.UU., el país que más dinero invierte en garantizar la seguridad ciudadana con dudosos resultados (la criminalidad en algunos puntos de la todopoderosa primera potencia mundial no tiene nada que envidiar a la que esconden las favilas de Río o los suburbios de Johannesburgo). Es un triste consuelo, reconozco.
El entorno pesa, pero no me convence como argumento principal. Yo me crié en Príncipe Felipe, lo que en los 80 se llamaba “el Príncipe bueno” para distinguirlo de Príncipe Alfonso, y no mato el tiempo atentando contra el mobiliario urbano. Desconozco si es cuestión de inversión en educación, en formación o en erradicar (¿cómo?) un hervidero de marginación y degradación social, pero el rastro de cristales rotos juega muy contra de esa juventud desorientada que, temo, tampoco se deja reorientar. Lo público aquí no es de nadie, pero la alarma social la digerimos entre todos día sí y día también. Qué lejos queda el malogrado Olof.

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