Opinión

Entrevista Luis Oteyza-Abd-el Krim en 1922 (IV)

Terminaba el lunes pasado desmintiendo Abd-el Krim al periodista Luis de Oteyza en el sentido de que Silvestre le hubiera propinado una bofetada, porque cuando él se marcho de Melilla el primero ya no estaba.
P: Sin embargo, sidi, no debe ocultarse a tu buen juicio y a tu alto saber, que aunque España accediese a concederos la independencia hay otras naciones que no la aceptarían. R: Pues pasaría con ellas lo mismo que ha pasado con España. Pero no lo creo, no lo creemos. P: Y sobre ello quiero hacerte una pregunta yo. ¿Por qué dices eso? ¿ Es que sabes tú algo respecto a eso? R:Yo no sé nada. Juzgo, sin embargo, que las potencias europeas no consentirán fácilmente que se forme un nuevo Estado en la costa del Mediterráneo, junto a ellas, casi entre ellas. Por eso he apuntado la sospecha de que tal vez, si España abandona su intervención en África, otra nación ocupe el puesto dejado. Abd-el-Krim me mira a los ojos como si quisiera adivinar en mí un pensamiento oculto. Yo sostengo su mirada sin pestañear, y él baja la vista, diciendo: R: Ya veremos… De todos modos, lucharemos por nuestra independencia como han luchado los demás.
P: ¿Es decir, que sólo por vuestro deseo de independencia lucháis con nosotros, y que no tenéis otro motivo para hacernos la guerra?. R: Quisiéramos que no hubiese guerra –responde, sin contestar directamente a mi pregunta. Y volviendo a ella, añade: El Rif no odia al pueblo español, y no le hubiese odiado nunca si no fuera por la invasión militar. Hubo odio, porque el Rif vio en el militar al español; pero ya comprende que no es así. Ahí está la cosa. P: Según eso, como me ha dicho Mahomed, si se hiciese la paz darías a España el trato de nación más favorecida? R: Sí, está bien. En estas palabras de Abd-el-Krim, y, sobre todo, en el tono que las ha pronunciado, hay una indiferencia desdeñosa de la que me propongo sacarle. “Ahora vas a ver”, pienso. Y de pronto digo: P: Y en ti, personalmente en ti, ¿no hay nada contra los españoles?. En el brillo de sus ojos noto que he logrado inquietarlo. Sin embargo, no ha pestañeado siquiera ni ha hecho el menor ademán.
Y sin cambiar el tono de voz me contesta: R: Personalmente yo, nada. No hay nada más que esto: que los militares que están encargados de gobernar no son capaces de hacerlo y abusan mucho de la dignidad. Nos hemos convencido, y no hemos podido admitir esto. Entonces decido irme a fondo: P: ¿Y particularmente con Silvestre?. La parada es limpia y completa: A Silvestre le conocí en Melilla hace muchos años, cuando no era más que comandante, y fue muy amigo mío. P: Luego no es verdad –insisto secundando el golpe– eso que cuentan de que tú abandonaste Melilla porque Silvestre te abofeteó. R: Pausadamente mueve Abd-el-Krim la cabeza, y con más calma aún que antes dice: R: Cuando yo me vine de Melilla, no estaba Silvestre. Estaba Aizpuru …Y tampoco he tenido nunca queja de Aizpuru –termina. Yo permanezco callado un momento, y él entonces, como en soliloquio, dice:
R: Tratamos de convencer a los encargados del Gobierno… Les escribimos a Madrid. No nos contestaron… ¡Se reían de nosotros!… P: ¿Y entonces –interrogo rápido– tomaste la determinación de romper con España?. R: No; la determinación la tomó mi padre. Él nos mandó a mi hermano venirse de Madrid y a mí de Melilla. Yo, como M’hammad, le obedecí. No hay modo de exaltarle. Los pinchazos no le hacen efecto. P:¿Tal vez el cautiverio? Y preparo el hierro al rojo. P: Estuviste preso, ¿verdad, sidi?. Ha palidecido con la espantosa palidez de los cobrizos, poniéndosele el rostro de color ceniza. La mano, que tiene pendiente del brazo del sillón, le tiembla. Pepe Díaz me da un codazo, y al alzar los ojos veo a Amogar haciendo señas de que me calle. Abd-el-Krim no dice, sin embargo, sino estas sencillas palabras: R: En Cabrerizas. Once meses menos dos días.
Pero ha dicho bastante. La cifra exacta, en horas casi, del tiempo de su prisión, demuestra cuán fijo está en su memoria el recuerdo del trance fatal. Sin embargo, no veo en su rostro, que escudriño, señales de furor. Más bien un velo de tristeza…P: Cuéntame eso, Sidi -le ruego. R: El capitán Alemán, uno de la Guardia civil, ¿sabes?, y Riquelme me llevaron a presencia del general Aizpuru y me anunciaron que estaba detenido. El general me dijo que se veía obligado a detenerme, de orden de Jordana, porque mi padre no había querido ir al Peñón a cumplimentarle. Ahora soy yo el que tengo que dominarme para que no se note mi emoción. ¡Es mi país el que hace tales cosas! Por satisfacer el orgullo de un funcionario, más o menos encumbrado, se falta a la ley de gentes, y –“es peor que un crimen: es una torpeza”– se falta atacando a un hombre cuyo poder debía conocerse, y que nos estaba sirviendo, sosteniendo… Trato de disculpar lo que sé que no tiene disculpa, diciendo: Eso no es posible. P: ¿Cómo se va a encarcelar a un hijo por lo que haga o deje de hacer su padre?… Además, que el dejar de cumplimentar a la autoridad no es un delito. ¡Ni al propio interesado le podían hacer nada por eso! P: Alguna otra cosa habría. R: No la había –responde–. Se me acusó de errores y malicias en un trato que tenía con el capitán de la Policía indígena Sist. Un capitán que no me quería bien… Pero el juez fue Sanz, uno que hoy es general. Puedes preguntarle. Y dijo que no tenía yo culpa, y me absolvió. Ya ves… Y seguí en la cárcel. P: ¿Seguiste en la cárcel después de absuelto?. R:seis meses aún. Me dijeron que era preso político. Callo y medito. Presos políticos… Detenidos gubernamentales… Son resortes de gobierno que no hay inconveniente en emplear; ¿verdad, señores estadistas? Pero a veces el tener seis meses en la cárcel a un hombre ocasiona la pérdida de veinte mil soldados y un gasto de varios miles de millones, sin contar la vergüenza de las derrotas, el horror de los sacrificios…
P:¿No quieres saber nada? –me pregunta Abd-el-Krim al verme callado. R: Perdona, sidi –respondo–; es que estaba pensando la forma de rectificarte. Estás equivocado. Si te prendieron fue a petición de Francia, y por tus ideas y tus sentimientos germanófilos. R: No es verdad –replica rápido. Y enseguida añade, como arrepentido de su precipitación en dar tan rotunda negativa. Puede ser; pero a mí no me comunicaron eso. P:Y no lo creo, además. ¿No?. R: ¡Claro que no!. Todos los militares que estaban en Melilla, y gran parte de los paisanos, eran germanófilos. Si hubiesen detenido también a los demás, podría admitir eso. Pero se me detuvo a mí sólo… Y otros eran mucho más germanófilos que yo. ¡Mucho más!. R: Yo no sé nada. Juzgo, sin embargo, que las potencias europeas no consentirán fácilmente que se forme un nuevo Estado en la costa del Mediterráneo, junto a ellas, casi entre ellas. P: Por eso he apuntado la sospecha de que tal vez, si España abandona su intervención en África, otra nación ocupe el puesto dejado.
Pero ha dicho bastante. La cifra exacta, en horas casi, del tiempo de su prisión, demuestra cuán fijo está en su memoria el recuerdo del trance fatal. Sin embargo, no veo en su rostro, que escudriño, señales de furor. Más bien un velo de tristeza… Cuéntame eso, sidi –le ruego. El capitán Alemán, uno de la Guardia Civil, ¿sabes?, y Riquelme me llevaron a presencia del general Aizpuru y me anunciaron que estaba detenido. El general me dijo que se veía obligado a detenerme, de orden de Jordana, porque mi padre no había querido ir al Peñón a cumplimentarle. Ahora soy yo el que tengo que dominarme para que no se note mi emoción. ¡Es mi país el que hace tales cosas! Por satisfacer el orgullo de un funcionario, más o menos encumbrado, se falta a la ley de gentes, y –“es peor que un crimen: es una torpeza”– se falta atacando a un hombre cuyo poder debía conocerse, y que nos estaba sirviendo, sosteniendo… Trato de disculpar lo que sé que no tiene disculpa, diciendo:
Continúa Abd-el Krim. Pero el juez fue Sanz, uno que hoy es general. Puedes preguntarle. Y dijo que no tenía yo culpa, y me absolvió. Ya ves… Y seguí en la cárcel. ¿Seguiste en la cárcel después de absuelto?. Seis meses aún. Me dijeron que era preso político. Callo y medito. Presos políticos… Detenidos gubernamentales… Son resortes de gobierno que no hay inconveniente en emplear; ¿verdad, señores estadistas? Pero a veces el tener seis meses en la cárcel a un hombre ocasiona la pérdida de veinte mil soldados y un gasto de varios miles de millones, sin contar la vergüenza de las derrotas, el horror de los sacrificios… ¿No quieres saber nada? –me pregunta Abd-el-Krim al verme callado.
Perdona, Sidi –respondo–; es que estaba pensando la forma de rectificarte. Estás equivocado. Si te prendieron fue a petición de Francia, y por tus ideas y tus sentimientos germanófilos. No es verdad –replica rápido-. Y enseguida añade, como arrepentido de su precipitación en dar tan rotunda negativa. Puede ser; pero a mí no me comunicaron eso. Y no lo creo, además. -¿No?- ¡Claro que no! Todos los militares que estaban en Melilla, y gran parte de los paisanos, eran germanófilos. Si hubiesen detenido también a los demás, podría admitir eso. Pero se me detuvo a mí sólo… Y otros eran mucho más germanófilos que yo. ¡Mucho más!
Yo no sé nada. Juzgo, sin embargo, que las potencias europeas no consentirán fácilmente que se forme un nuevo Estado en la costa del Mediterráneo, junto a ellas, casi entre ellas. Por eso he apuntado la sospecha de que tal vez, si España abandona su intervención en África, otra nación ocupe el puesto dejado.
Abd-el-Krim me mira a los ojos como si quisiera adivinar en mí un pensamiento oculto. Yo sostengo su mirada sin pestañear, y él baja la vista, diciendo: Ya veremos… De todos modos, lucharemos por nuestra independencia como han luchado los demás. ¿Es decir –le pregunto–, que sólo por vuestro deseo de independencia lucháis con nosotros, y que no tenéis otro motivo para hacernos la guerra?. Quisiéramos que no hubiese guerra –responde, sin contestar directamente a mi pregunta. Y como volviendo a ella, añade: El Rif no odia al pueblo español, y no le hubiese odiado nunca si no fuera por la invasión militar. Hubo odio, porque el Rif vio en el militar al español; pero ya comprende que no es así. Ahí está la cosa. Según eso, como me ha dicho Mahomed, si se hiciese la paz darías a España el trato de nación más favorecida. Sí, está bien.
¿Y entonces -interrogo rápido- tomaste la determinación de romper con España?. No; la determinación la tomó mi padre. Él nos mandó a mi hermano venirse de Madrid y a mí de Melilla. Yo, como M’hammad, le obedecí. No hay modo de exaltarle. Los pinchazos no le hacen efecto. ¿Tal vez el cautiverio?. Y preparo el hierro al rojo. Estuviste preso, ¿verdad, sidi?. Ha palidecido con la espantosa palidez de los cobrizos, poniéndosele el rostro de color ceniza. La mano, que tiene pendiente del brazo del sillón, le tiembla. Pepe Díaz me da un codazo, y al alzar los ojos veo a Amogar haciendo señas de que me calle. Abd-el-Krim no dice, sin embargo, sino estas sencillas palabras: En Cabrerizas. Once meses menos dos días. Pero ha dicho bastante. La cifra exacta, en horas casi, del tiempo de su prisión, demuestra cuán fijo está en su memoria el recuerdo del trance fatal. (Continuará el próximo lunes)

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