Opinión

Colaboración | Lugares fuera de sitio

Sergio del Molino, autor del libro que voy a comentar, se hizo famoso con su anterior publicación “La España vacía”, una suerte de “ensayo periodístico”, calificado por algunos de sus colegas como “ensayo histórico” o “libro de viajes”, cuando su contenido consistía en meras opiniones de un tertuliano improvisador y poco experto. Como él mismo reconocía, para escribir “La España vacía” solo había necesitado apreciar lo que veía “desde la ventanilla del coche”. Desde esa atalaya, sin contar para elaborar el libro con estudios académicos o con censos, sin consultar datos sobre población o equipamientos, él veía “paisajes extremos y desnudos, desiertos, montañas áridas, pueblos imposibles y la pregunta constante: quién vive aquí y por qué. Cómo han soportado, siglo tras siglo, el aislamiento, el sol, el polvo, la desidia, las sequías, incluso el hambre”. Como puede apreciarse, todo un ejercicio de lamentación convertido en best seller. En concreto, pretendía descubrir un fenómeno que ya mucho antes se había estudiado, desde el llamado “éxodo rural” que comenzó a producirse hace sesenta años y lo que luego ha dado origen a multitud de planes para propiciar un equilibrio entre el campo y una sociedad eminentemente urbana. Una parte considerable de la población española optó por irse desde el campo a las grandes ciudades del país o como emigrantes a otros países, buscando una forma de vida digna que por falta de desarrollo no encontraban en la España rural. De aquellas lluvias vinieron estos lodos, y era una situación que a la vista de todos estaba. Pero “cosas de la moda”, en parte producto del pensamiento mágico y de las teorías de la conspiración, en parte a resultas del proceso de deterioro en el que se encuentra la deliberación sobre la complejidad de la vida moderna, en parte por una especie de “arte de birlibirloque”, nos vino a revelar una verdad desnuda, que ahí estaba. Y que, por otra parte, es una tendencia que no solo afecta a España, sino también al resto del mundo. Con un gran desconocimiento del régimen local y de los programas europeos existentes para paliar ese desequilibrio entre territorios, ofrecía una imagen falsificada del espacio rural, que obtuvo un gran éxito de ventas en un país donde no se lee a los expertos sino a quienes resaltan los tópicos y falsifican la realidad. De ahí el peligro que representa este estilo de escribir, cuyo éxito ha propiciado que se repita, esta vez sobre las fronteras insólitas de España, y que en aras de vender más libros ha obtenido el premio Espasa 2018. El libro “Lugares fuera de sitio” pone el foco en el grupo de territorios que forman Gibraltar, Ceuta, Melilla, Andorra, Olivenza, Llívia, el condado de Treviño o Rihonor de Castilla, por ser extraños y marginales y porque en ellos, nada menos, “se resumen y agrandan los conflictos y los dilemas nacionales”. Y lo anuncia señalando que “todos tienen en común su anacronismo, su vocación de lugar molesto que estropea la armonía de los mapas”. Vamos, un despropósito. Desgraciadamente, esto es lo que vende. Centrándonos en lo que esta serie de artículos tiene por objeto, el libro se refiere a Ceuta en su parte II, denominada “Esto se parece a un libro de viajes”, dentro de la cual se inserta “En las fronteras vivas”, que incluye a las que denomina “La columnas de Hércules”: Gibraltar, Melilla y Ceuta (sic), por ese orden. A las tres, les da suficiente estopa. Para las tres tiene un propósito y un destino sugerente. ¿Hay quien de más? Para empezar, señalaremos que no son muchos los libros que sobre Ceuta incluye Sergio del Molino en su bibliografía consultada; tres o cuatro referencias nada más. Ninguna de actualidad. Por tanto, se trata de ir de oídas “desde la ventanilla del coche”. Osadía no le falta. Comienza comparando a Ceuta con Tánger, afirmando que vivimos a su sombra, “forzada (Ceuta) a ser la antipática y alegre, pero sin gracia”. A la “pobre Ceuta” le queda resignarse a ser lo que Tánger no puede ser: “una ciudad europea”. Recuerden esto, porque un poco más adelante le negará esta condición. No obstante, en este principio señala algunas diferencias, como son el que en nuestra ciudad se goza de las libertades y los derechos y de tener sus habitantes mejores salarios, aunque también se le atribuye “el aburrimiento, las pasiones rebajadas, el orden y la insipidez de la civilización occidental”. Supongo que habrá estado soñando con el Tánger de las “mil y una noches”, para terminar preguntándose si teniendo al Tánger “real”, ese del subidón de adrenalina, tan cerca, “¿quién quiere conformarse con un sucedáneo que no es ni árabe ni español?”. Claro que tiene respuesta: como no le hace falta buscar bibliografía, deduce que de “Tánger se ha escrito mucho; de Ceuta, muy poco”, y para remediarlo se adjudica la noble misión de venir a Ceuta para escribir sobre ella. Menos mal que eso, al menos, lo va a compensar. Esperen un poco y lo comprobarán. Señalaremos que no son muchos los libros que sobre Ceuta incluye Sergio del Molino en su bibliografía consultada; tres o cuatro referencias nada más. Ninguna de actualidad Pone a punto su agudeza para observar lo que ve por la ventanilla al cruzar el Estrecho. “El ferry está cerrado, climatizado y lleva la tele encendida. El paisaje queda muy lejos y no siento el viento, el olor ni nada que pueda herir un instante los sentidos”. Verdaderamente no sabe buscar. Por lo que parece, esta es la sensación que le ha embargado durante todo el viaje. ¿De quién será la culpa? Porque cruzar el Estrecho emociona siempre, se vaya para Ceuta, se vaya para Tánger, se vaya para Tarifa, o se vaya desde una a otra parte. Dos continentes, un océano y otro mar ¿hay muchos lugares así en la Tierra? Pues bien, la asepsia que encuentra en el ferry es la misma que encuentra en la ciudad. “El Revellín es una vía comercial que se parece a cualquier otra calle comercial de otra ciudad de Europa. Las mismas tiendas, las mismas marcas, el mismo paisaje.” Lástima que el mercado de abastos, la joya gastronómica de la ciudad, “le parezca viejo y oloroso, abarrotado de gente sin oficio que pasa la mañana a la espera de no se sabe muy bien qué”. Debe tener las ventanillas del coche desde donde observa un tanto empañadas. No obstante, a pesar de sus opiniones, hasta aquí la ciudad le parece plácida y entrañable. Luego viene el toque ilustrado. Acude a la descripción que el Idrisi hace en el KItab Ruyar de Medina Sebta, donde advierte que la toponimia sigue siendo correcta, si bien “lo que ya no encontraría Idrisi serían los cultivos de fruta y caña de azúcar de su Ceuta natal, sustituidos por yermos con chumberas y aloe vera, alambradas de terrenos militares y campos ilegales de cáñamo con los que se elabora el hachís que se vende en media Europa”. ¿Llevaría los cristales tintados? Aún viendo así, da lecciones: acusa al “chovinismo ceutí” de sostener que “Abila es en realidad el monte Hacho, algo que sólo se puede defender ignorando el imponentísimo Muza, frente al que el discreto Hacho no puede compararse”. No voy a contarle a los ceutíes lo que esto significa. Como pueden observar por estas dos lindezas que están en un mismo párrafo, de nada sirven estudios y observaciones científicas ante las ocurrencias del escritor. Improvisa ad libitum, y tan fresco se queda. ¿Para qué necesita consultar? Continúa el capítulo descalificando la referencias que en la segunda parte de La forja de un rebelde hace Arturo Barea sobre Ceuta, porque en ella no sólo “tuvo un destino administrativo que lo alejó una temporada del frente, sino porque se echó una novia, hizo amigos y tuvo tiempo para escribir”. Aún así, reconoce que los biorritmos de los que habla Barea no han cambiado tanto. La vida le parece que discurre con orden y armonía, proyectando en el centro de la ciudad una imagen de prosperidad que a su parecer se contradice con los datos económicos y sociales. Unos datos que dicen que es “un lastre financiero para España, ya que no tiene actividad económica suficiente para financiar los carísimos servicios públicos”. De modo que, como todo buen “escritor” que quiera escribir sobre Ceuta, termina su recorrido en el barrio del Príncipe. Y aquí, obviamente, ya encuentra material conveniente para explayarse sobre lo que ha venido a buscar. Eso sí, encuentra las razones para desentrañar su complejidad: La vida en el Príncipe “es tan dura, porque los lugares dejan de ser habitables cuando devienen metáforas”. ¡Y nosotros sin habernos enterado!
Les ahorro comentarios sobre sus opiniones en torno al contexto histórico, a las tropas de regulares, a las injusticias cometidas, a las redadas de los agentes armados, a la interpretación de la historia como un exclusivo episodio de racismo y de control militar, a la “eterna” discusión sobre los límites de la ciudad, al tono “patibulario y gansteril” del redactado de los viejos tratados, pues todo ello termina en una fina conclusión: “El estigma sobre el Príncipe es el último episodio de una historia inconclusa, la de la dominación de España en Marruecos y la construcción del moro como el otro, ese elemento inasimilable, esa amenaza perpetua para la paz y a la civilización, según la retórica europea”. No busquen otras explicaciones, semejantes a las que hacen quienes han estudiado con seriedad la complejidad de estos temas, en estas páginas que se comentan todo es rotundo y metafórico. Sergio del Molino no necesita sesudos estudios ni examinar los datos para escribir Lugares fuera de sitio, como no los necesitó para escribir La España vacía. Hay en el libro demasiadas ocurrencias sin aparente fundamento, imposibles de comentar en este breve artículo. Pero hay dos de ellas que no puedo pasar por alto. La primera se refiere al asunto del islote del Perejil, del que afirma que “no hay pruebas que avalen la soberanía española sobre ese peñasco”, cosa sobre la que prefiero abstenerme en este momento pero sobre la que me interesa destacar el estilo de sus comentarios, pues sobre este suceso se refiere a un factor “que apenas se aireó entonces y que tiene que ver con la M de McDonald´s a los pies del Hércules de Ceuta: la intervención del Gobierno norteamericano”. Afirma rotundamente que “El único Hércules que mantiene separada las columnas hoy es Estados Unidos. Todo lo demás es retórica y autoengaño”. Pues bien, yo le invitaría a que por lo menos leyera algún reportaje sobre el Estrecho, como el que por ejemplo le dedicó El País bajo el título La frontera sur, del que cito solo un pequeño párrafo que invita a pensar sobre la retórica y el autoengaño. “Cualquier acontecimiento grave en estas aguas, cualquier hecho que limitara su navegación (una catástrofe, un atentado, un vertido, el accidente de un ferri o de un petrolero), colapsaría el tráfico marítimo, provocaría inseguridad energética, haría subir el precio del crudo y las tasa de seguro de los flete y los buques, y conseguiría que la economía mundial se tambaleara. Una crisis global). No es para andar con simplezas. La segunda ocurrencia es la de aportar ideas sobre el futuro de estas ciudades. Así, en el caso de Gibraltar propone que sea un parque temático del Imperio Británico, porque le gusta “sentir cómo la historia cruje y se reacomoda en un espacio tan breve”. Para Melilla, que “soldados y turistas, (sean) salvadores ambos de una economía improductiva… Melilla será uno de los poquísimos enclaves del mundo donde las armas son un atractivo y no, como es habitual, un repelente”. Y en el caso de Ceuta, no sabe a qué carta atenerse: “Tal vez Ceuta no sea más que una molestia para España, una humillación para Marruecos, la avanzadilla de la represión migratoria europea o un despojo imperialista insignificante… Un lugar indefinible que no se puede alterar sin hacer daño gravísimo a un montón de personas… es una de las esquinas del mapa con más dobleces, capas y nudos de todas las que he visitado.” Bueno, al final reconoce que la realidad que observa no puede asimilarse con una mera mirada de turista avispado.

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