El historiador suizo Jacob Burckhardt predijo que la corrupción y los problemas ya observables en la civilización occidental a mediados del siglo XIX se traducirían en la llegada de los Terribles Simplificadores. Sobre ellos trató Lewis Mumford en su obra “The conduct of life” y los definió como aquellas personas que, con implacable decisión e insistente fuerza, derrocarían incluso las buenas instituciones que estaban favoreciendo el crecimiento del espíritu humano. "La gente", escribió Burckhardt, "no puede todavía imaginar un mundo cuyos gobernantes ignoren por completo la ley, la prosperidad, el trabajo beneficioso, la industria, el crédito, etc.", un mundo gobernado por empresas militares y partidos únicos. Pero tal mundo llegará a ser posible cuando la mayoría deje de ejercitar la iniciativa de forma permanente reformando y reorientando las instituciones para ponerlas al servicio de propósitos humanos. Lo que el virtuoso no haga de una manera razonable y constructiva, el criminal y bárbaro lo hará de forma negativa y de forma irracional por el puro placer de la destrucción. Cuando los individuos rehuyen de su responsabilidad como ciudadanos, su lugar es ocupado políticamente por un tirano que recupera la libertad de iniciativa a través de la delincuencia.
Incluso antes de Burckhardt, Dostoyevski había predicho, con notable clarividencia, lo que ocurriría. En el enigmático relato “Memorias del subsuelo”, su personaje principal, un verdadero prototipo de Hitler, anticipa la aparición de un señor de bajo linaje, -o más bien de actitud retrógrada y cínica-, que, poniendo los brazos en jarras, se dirigiría a la gente diciendo: "¿Qué pasa, señores? ¿No sería bueno que, si todos estamos de acuerdo, fuésemos a patear toda esta solemne sabiduría a los vientos y comenzamos a vivir nuestras vidas de nuevo de acuerdo a nuestros estúpidos caprichos? ". ¿Les suena este tipo de planteamientos? ¿No es el tipo de argumento que ha utilizado Donald Trump para hacerse con el control del país más poderoso del mundo?
El auge de personajes como Trump o de partidos de corte neofascista en Europa son el resultado de la sobreorganización imperante en los países occidentales, así como la respuesta esperable de la multiplicación de los deseos superfluos que dominan la voluntad de amplios sectores de nuestra sociedad. Padecemos un exceso de regularidad y una vida rutinaria como resultado de un generalizado fracaso de la iniciativa humana y una sorda sumisión a un dominante determinismo impersonal. Nuestro objetivo vital se reduce a trabajar para pagar la hipoteca, los recibos de luz y agua y la factura del teléfono móvil. Apenas nos queda tiempo para disfrutar de los bienes más elevados que nos ofrece la existencia. Somos, en definitiva, incapaces de priorizar lo importante por encima de lo superfluo.
Todo se ha vuelto demasiado complejo y enrevesado. En nuestros tiempos nadie puede tomar una decisión de las más simples sin enfrentarse con un aparato tecnoburocrático que aburriría al mismo Job. La administración es un claro ejemplo de este mal que afecta a todas las instituciones públicas y privadas. Se requiere el mismo procedimiento administrativo para comprar un bolígrafo que un camión de bomberos. De este modo, las posibilidades de quedar atrapado en esta telaraña burocrática son tan elevadas que los ciudadanos evitan todo lo que pueden a las administraciones y hasta los propios funcionarios y políticos firman con miedo cualquier informes o decreto. Se ha querido combatir la corrupción con un incremento de los procedimientos burocráticos convirtiendo a las administraciones en organizaciones completamente inoperantes e ineficientes. La Ciudad Autónoma de Ceuta es un claro ejemplo de este mal que afecta a todas las entidades públicas. Es incapaz de resolver los problemas cotidianos de los ciudadanos y la mayoría de las actuaciones que emprenden terminan siendo auténticas chapuzas realizadas por empresas que han conseguido las adjudicaciones con bajas temerarias.
Si no somos capaces de aminorar la asfixiante sobreorganización y el incremento de la complejidad burocrática a través de un método benigno de simplificación aparecerán en escena nuevos Terribles Simplificadores, como los denominó Lewis Mumford, prometiendo la recuperación de la libertad por medio del salvajismo y la charlatanería, en vez de a través de las corteses formas sancionadas por una más desarrollada civilización. Cuando nuestros medios de escrutinio y análisis de los hechos se vuelven demasiado complicados, los Terribles Simplificadores recurren a mentiras descaradas y supersticiones infantiles. Lograrán convencer a los votantes con una sarta de mentiras, como ha hecho Donald Trump para hacerse con el poder en EE.UU.
Para escapar de los Terribles Simplificadores debemos reconocer el peligro real de la situación a través de la cual obtienen el apoyo de las frustradas mayorías sociales. En lugar de cerrar los ojos ante su existencia, debemos usar el arte y la razón para llevar a cabo una simplificación benigna que devuelva la autoridad a la persona. Para restaurar la iniciativa a la vida y participar en su renovación, debemos contrarrestar toda nueva complejidad, todo refinamiento mecánico, todo incremento en bienes cuantitativos y conocimientos cualitativos, todo avance en la técnica de manipulación, toda amenaza de la superabundancia o exceso, con unos más estrictos hábitos de evaluación, rechazo y elección. Para conseguir esa capacidad debemos, de manera consciente, resistir todo tipo de automatismo: no comprar nada simplemente porque se anuncia en la televisión; no utilizar ninguna invención sólo porque se ha puesto en el mercado; no seguir ninguna práctica sólo porque está de moda. De lo contrario, el enorme incremento cuantitativo en los datos de conocimientos científico producirá ignorancia; y el aumento constante en bienes producirá una pobreza vital.
No hay dominio hoy en día donde los métodos de simplificación no deban ser introducidos. Debido a la desinhibida producción de libros y revistas científicas es difícil encontrar una sola área de conocimiento donde sea posible hacer un adecuado estado de la cuestión. Nuestros ingeniosos métodos mecánicos de resolver este problema, como la invención de internet y buscadores como google, no hacen más que agravar el problema. El único remedio, en éste y cualquier otro campo, es restringir de manera voluntaria la producción escrita e incrementar los medios de selección.
Lo dicho sobre el mundo de la investigación es igualmente aplicable a nuestra rutina diaria. Así es conveniente no utilizar nunca la energía mecánica cuando los músculos humanos pueden hacer el trabajo, ni coger el coche cuando podemos llegar a nuestro destino caminando. De igual forma, debemos limitar nuestra adquisición de información o conocimiento, excepto para la satisfacción de algún interés inmediato o potencial. Todas estas medidas permiten lograr un considerable grado de emancipación. No obstante, debemos reconocer que estos hábitos de simplificación quizás serán resistidos en un principio debido a que esto significa una "reducción de las normas". Unas normas, que en su mayoría, son en sí mismas extrañas y sin sentido.
Para recuperar la iniciativa en favor de la persona debemos ir más allá de nuestra absurda rutina de vida eliminando todos los elementos del materialismo que ralentizan los procesos vitales. La propia simplicidad no es el objetivo de este cambio de rumbo. El propósito último del proceso consciente de la simplificación consiste en servirnos de la sencillez para promover la espontaneidad y la libertad, y así podamos aprovechar las ocasiones que se nos presentan para vivir experiencias significativas y lograr una vida plena, rica y significativa.