Opinión

Los Tercios de Flandes bajo el amparo de su fiel escudera, la fe

Desde tiempos inmemoriales, la Guerra ha estado cebada de fragosas batallas, espinosas refriegas, triunfos repentinos y desenlaces indescifrables. El lance que sucintamente referiré, no se puede enmarcar en ninguno de los denominadores comunes de los indicados, debido a que la dimensión de los incidentes sobrevenidos, sobrepasaron la barrera de lo razonado, fundamentándolo como un milagro.

Sumergiéndome en las connotaciones y hechos historiográficos, desde el año 1568 hasta 1648, el Imperio Español y las Provincias Unidas de los Países Bajos, se vieron envueltos en un laberinto bélico de magnitudes pocas veces culminada.

La campaña se hizo soporífera, aunque, por fin concluyó con la firma del Tratado de Münster y con ello la independencia de las Provincias Unidas admitida por la Corona de España. Dicho pacto, formó parte de la Paz de Westfalia firmado respectivamente, el 15 de mayo y 24 de octubre de 1648 que concluyó con la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) y la Guerra de los Ochenta Años (1568-1648).

Como era de suponer, la belicosidad se llevó tras de sí ciento de miles de vidas, así como la devastación de incalculables daños materiales; pero, entre incursiones y ataques, cercos y resistencia, combates y fugas, la guerra señora del odio más despiadado con sus garras monstruosas, quiso conceder a la Historia Universal un acontecimiento de enorme tenacidad, esfuerzo y fe, o tal vez, fortuna. Denomínelo como mejor estime conveniente, teniendo en cuenta, que a lo largo y ancho de los siglos, este capítulo que no tiene precedentes, ha sido considerado como único.

Sin duda, los Tercios de Flandes junto a Nuestra Señora la Purísima e Inmaculada Concepción de María, los protagonistas de este episodio, comprendían algunos de estos regimientos de la época. Uno de ellos, el Tercio Viejo de Zamora comandado por el Maestre de Campo don Francisco González de Bobadilla (1541-1610), estaba envuelto en una conflagración a tres bandas entre las fuerzas de las Provincias Unidas dirigida por el almirante don Felipe de Hohenlohe-Neuenstein (1550-1606), además de los rebeldes de los Estados Generales de los Países Bajos y ellos mismos.

Las crónicas de este suceso revelan que conjuntamente a la desventaja numérica existente en el grupo hispano, había que sumarle el componente diferenciador de esta prodigiosa operación militar. Con estas premisas, en la jornadas del 6 de diciembre de 1585, el Tercio de Bobadilla se hallaba asediado entre los ríos Mosa y Waal y en lo más elevado de un pequeño cerro en la Isla de Bommel.

Si realizamos un ejercicio de retroempatía y nos situamos en el contexto real de aquellos hombres honrados y forzados a mejor destino, probablemente, lo que nos insinuaría el corazón trascendería en encomendarnos a las plegarias.

Y es que, el recurso más difícil de digerir, se convertiría en el más poderoso; porque, estos soldados desalentados en la certidumbre de aguantar ante tales adversidades, con el zurrón vacío como tan empapados sus atuendos, se aferraron al clavo incandescente de la fe; esa inseparable escudera que en muchas otras tantas ocasiones, les había concedido en los sueños favores salvíficos para rescatarlos.

Ante esta situación extraordinaria, la primera autoridad de las fuerzas combatientes le propuso al contingente hispano una rendición caballerosa; pero, si en alguna cuestión los Tercios de Flandes han transcendido hasta perpetuarse en lo más recóndito de las hazañas, precisamente ha sido por su honor y firmeza. En consecuencia, Bobadilla apenas titubeó contestando con esta palabras: “Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación tras de muertos”.

Visto el desafío, las fuerzas contrincantes de las Provincias Unidas dispusieron valerse de una técnica inapelable para las mentes y corazones de los allí presentes, pero, inherente al raciocinio de lo que estaría por llegar. Para ello, optaron por abrir las salidas de los diques, con la celeridad que cuando se anegara la pequeña Isla ocupada por los españoles, antes quedarían abrumados en su tribulación.

Obviamente, con el paso de las horas y conforme las aguas le subyugaban, aquel Viejo Tercio retrocedía hasta la cima de aquel reducido montículo llamado Empel, donde aún podían permanecer liberados. Paulatinamente, como una gracia venida del cielo, aquel lugar comenzó a resarcirse con el soplo de aire fresco; mientras, un soldado en su afán de cavar una trinchera, descubrió para su sorpresa una pintura singular.

El sobresalto era para menos, aquel retrato entre la tierra conservaba intachable el ícono de la Virgen Inmaculada Concepción. Ahora, sólo queda suponer la inmensa alegría entremezclada con la tristeza que aquella imagen irradió en los desalentados Tercios, porque ya nada los detendría al encomendarse en la batalla a Nuestra Señora.

La noche del 8 de diciembre se desplomó en la más inmensa penumbra, pero en esta ocasión, con muchísimo más frío de lo habitual, como ese niño que al despertar abre sus ojos en la madrugada del Día de los Reyes tras la búsqueda de los presentes, aquellos intrépidos soldados se atinaron con el maná llegado del cielo.

Poco a poco, comenzaron a manifestarse unos vientos gélidos que seguidos de intensas nevadas, no tardaron en solidificar las aguas de los ríos.

El asombro y entusiasmo se cogieron de la mano, porque las aguas compactas por el hielo, les servían de escapatoria, aprovechándolas cuando el enemigo dormía bajo el amparo de la Virgen Inmaculada, incendiando sus galeras que una a una era devorada por el fuego insaciable. Tal era el desconcierto de las fuerzas adversarias, que llegaron a sospechar que se trataba de apariciones, pero cuando quisieron reaccionar ante la tragedia, ya era demasiado tarde.

Apresuradamente, compitiendo contra los segundos y minutos para alcanzar la victoria, las huestes de Bobadilla asistidas por don Juan del Águila y Arellano (1545-1604) no dejaron un navío a salvo y ante este insólito y portentoso escenario, el almirante holandés declaró aquella célebre frase que elocuentemente refrenda la ilustración de este contexto, si cabe, deslumbrante: “Tal parece que Dios es español, al obrar ante mí, tan grande milagro”.

Desde aquel crepúsculo admirable, el Milagro de Empel quedaría sellado e inmortalizado hasta nuestros días, como una empresa asignada a la Purísima e Inmaculada Concepción. Devoción y esplendor en lo acaecido que se propagaría entre los demás Tercios Hispánicos, a pesar que algunos ya se satisfacían de otros santos protectores. Siendo esta gesta, la inauguración de un derrotero imparable de respeto, entrega y salutación universal a Nuestra Madre, la Virgen María.

Con estos mimbres, los Tercios Españoles se reconocieron como el retorno de la Infantería en el campo de batalla, semejante a las legiones romanas o a las falanges macedónicas creada y empleada por Filipo II (382.-336 a. C), y más tarde, por su hijo Alejandro Magno (356-323 a. C) en la conquista del Imperio persa. Poniéndose de manifiesto la magnanimidad de estos ejércitos, cuando al contrario se ha defendido la tesis que la infantería revolucionaria que oprimió el mundo, radicó en los prolegómenos del siglo XIX con la Guardia Imperial trazada por Napoleón I Bonaparte (1769-1821).

Con todo, se hace menos hincapié que varios decenios antes, los Tercios Españoles terminaron con la supremacía de la caballería como arma principal de cualquier milicia. Porque, las fuerzas operantes de Napoleón, compitieron durante quince años hasta quedar totalmente mermadas.

Algo así como una infantería elitista, elegida por el propio emperador galo y dispuesta para escasas circunstancias, ya que habitualmente era guardada para los momentos decisivos de las luchas.

En cambio, los Tercios Españoles se sostuvieron prácticamente inexpugnables en la friolera de ciento cincuenta años, batallando en los frentes más temerarios y nutriéndose de un alistamiento sin censura.

Ciñéndome en los Tercios de Flandes, formaban parte de las tropas instauradas por los Habsburgo para la protección de las diecisiete provincias que constituían los Países Bajos del Imperio Español. Ya, en la horquilla de 1534 a 1713, estas partidas estaban constituidas por sujetos de distintos estados llamados a preservar una superficie que con el paso del tiempo comenzaría a menguar. Lógicamente, por las cuantiosas guerras que España sostenía en el viejo continente.

Si de por sí, no existía más grandeza que la de servir en estos Tercios, valga la redundancia, los Tercios de Flandes conjeturaron la coronación del mayor orgullo de la Monarquía Hispánica. La disposición de vincularse al cuerpo de la Infantería, era contemplado como un privilegio que se prolongaba en la vida del soldado.

Administrativamente, los Tercios se fundaron por Su Majestad el Rey don Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico (1500-1558), tras el restablecimiento del ejército en octubre de 1536. Subrayándose, que las tropas establecidas en Italia efectuaron expediciones puntuales en la cuenca mediterránea; toda vez, que en el período de los Reyes Católicos, concurrieron los piqueros suizos.

Los primeros Tercios, en concreto, los residentes en Italia como Lombardía, Sicilia y Nápoles, subsiguientemente, los de Galeras y Cerdeña se denominaron los Tercios Viejos; tras estos, se constituyeron los Tercios Nuevos, entre los que figuraba los de Flandes. A posteriori, se estableció la reforma promovida por el Gran Capitán don Gonzalo Fernández de Córdoba y Enríquez de Aguilar (1453-1515), proyectando unas fuerzas diferentes en su traza, más innovadoras que las medievales; esencialmente, apuntaladas en el manejo novedoso de las picas, que se encaminaba a que el arma cardinal del batallón recayera en el arcabuz.

De esta manera, los piqueros se encomendaban para conservar la distancia con el adversario, ganando tiempo para que los arcabuceros pudieran recargar y hacer fuego, logrando que este artefacto atesorara un valor inexplorado hasta el momento.

Este afianzamiento peculiar en el combate alcanzaría la cúspide en la batalla de Pavía (24/II/1525), donde los españoles liquidaron a la caballería gala, convirtiéndose en toda una seña de identidad en el poderío, porque los oponentes eran caballeros nobles que habían sido aleccionados durante períodos impertérritos, dispuestos en enormes caballos y revestidos con armaduras. Lo que hacía prácticamente inverosímil la posibilidad de derrotarlos.

Pero, la clave residió en el uso magistral del arcabuz, que permitía reducirlos a cien metros de distancia. Más bien, no era un asunto de improvisación en la destreza, sino en el estilo de monopolizar las armas. Como es sabido, uno de los grandes inconvenientes radicaba en el proceso indeterminado para recargarlas.

Tras haberse utilizado caóticamente, por vez primera, en la batalla de Pavía los españoles agruparon oportunamente a los arcabuceros en un batallón defendidos por piqueros. Digamos, que se esgrimió al máximo la potencialidad de estas armas de fuego.

Mismamente, conjeturó otro éxito añadido en el aspecto económico, porque para ser caballero, todo estribaba en factores casi ineludibles como disponer de bastante dinero, tener un caballo y equipo; siendo fundamental la preparación esmerada para el empleo del arcabuz. Si bien, con tan sólo un mes de adiestramiento, era más rentable abastecer a los soldados de arcabuces, que propiamente de caballos.

Gradualmente, esta destreza se consolidó en las formas de batirse, porque sin apenas transcurrir mucho tiempo, la totalidad de ejércitos occidentales asumieron la importancia de los métodos aplicados. Pero, pese a esto, nuestros Tercios continuaron imbatibles en la punta de lanza.

La lógica era bien sencilla, aunque pudiese dar la sensación de ser anecdótica: el quid del logro pendía en que los hispanos pecaban en su complejo de facultades, o séase, se creían superiores. Con lo cual, todos operaban excelentemente con sus armas. Dominaban a la perfección la estrategia de variación entre la pica, el arcabuz y el mosquete, sobre todo, nunca reculaban en su posición.

En esta nueva conformación de acometidas, el contraste entre el dominante y el derrotado incurría en la capacidad de solidez. Imaginémonos una acción en el que dos ejércitos de piqueros comienzan a entrecruzarse descargas. Lo más probable, es que aumente el número de muertos. Cuando esto sucede, poco más o menos, uno de los dos contendientes termina claudicando en el pánico y finalmente, se descompone.

Justamente, si en algo se enfatizaron los Tercios, es que en absoluto desistían: progresando acérrimamente, taponando las bajas con un ímpetu imponente y contendiendo en completo mutismo, porque los mandatos eran dados a través del tambor y los soldados los cumplían sin cuestionarlos; ni tan siquiera, los maltrechos se quejaban.

El complemento de cada una de estas grandezas aportadas por los Tercios, infundían en el contendiente una imagen de total vulnerabilidad.

Con esta Infantería, el Imperio Español obtuvo su apogeo y resaltó con señorío en Europa, desde Italia a la región flamenca. La homogeneidad sistemática en el despliegue y el automatismo táctico de estas armas, le hacían invencibles.

Si hubiese que resaltar alguna variable interviniente, forzosamente habría que poner la vista en al arcabucero español, que con su movimiento autónomo y versatilidad contra todo orden de guerra y hostilidad, exprimía hasta más no poder los resquicios de su armamento, pulverizando a la caballería valorada como la más primorosa de la Infantería de Europa, que como ya se ha referido, recaía comparativamente en el cuerpo francés y suizo.

Otro de los elementos definitorios en la acumulación de victorias de los Tercios Españoles, incidió en su particular ‘esprit de corps’ o sentimiento de honor y orgullo compartido por los ideales y logros, como redactó en las postrimerías del siglo XVI el diplomático y teórico político don Giovanni Botero (1544-1617), que expuso al pie de la letra: “fuera de su tierra se defienden unos a otros en amistad estrecha, lo cual es causa de que sus escuadrones sean casi invencibles en las guerras”.

Igualmente, los soldados de los Tercios, desde los Grandes de España hasta los Lazarillos de Tormes, inspirados de un espíritu hidalgo, mantenían su merecimiento en lo más alto.

Como escribe don Julio Albi de la Cuesta (1948-71 años) en su obra titulada ‘De Pavía a Rocroi. Los Tercios Españoles’, “a pesar de su asendereada vida, llena de miserias y de privaciones, los hombres de los Tercios tenían una excelente opinión de sí mismos, y de su oficio, al que describían como el más honroso y sublime de todos”.


Por ende, entre los Tercios Españoles perduraba con exactitud el código de conducta, incluso en trances de rebeldía, comparable a una huelga militar, cuando las tropas se contrariaban a la obediencia de sus superiores como remedio intimidatorio, para que lo antes posible se le sufragase el dinero que les correspondía.

Continuando con de la Cuesta, un observador extranjero comentó al respecto: “Para decir la verdad, si puede haber algún buen orden en los motines, los españoles hacen los suyos en buen orden y cuando les manda el electo, mantienen una disciplina tan buena y tan estricta como cuando sus oficiales están con ellos”.

Por consiguiente, de lo que aquí se ha plasmado con verdadero tributo y admiración, sobraría decir que estos hombres bajo un mimo uniforme y bandera, eran soldados con el corazón henchido y considerablemente escrupulosos en salvaguardar su dignidad personal; tanto, que elegían el sueño eterno al deshonor y a su reputación como infantes de los Tercios.

Tómese como ejemplo, que los españoles no toleraban como en otras huestes, que se les sancionase haciéndolo con las manos o una vara, ya que lo contemplaban como deshonroso hacia su persona, escogiendo la punición con armas como la espada, por catalogarlo más distinguido a pesar de lo arriesgado.

Cómo, del mismo modo, cuando guerreaban junto a otros Tercios aliados, era costumbre que los españoles reclamasen para la ofensiva las zonas más expuestas, comprometidas y perentorias.

De todo y cuántas facetas memorables de los Tercios Españoles, como de su evolución táctica hasta nuestros días se han atesorado, da buena cuenta de ello los Infantes de hoy, que por el amor al servicio y la obediencia debida, como aquel Viejo Tercio de Zamora y otros tantos, se perpetúan en una semblanza colmada de grandezas y férreas tradiciones, guiando con honorabilidad la defensa de los valores más loables.

Hombres y mujeres sublimados al Arma de Infantería, acrisolados a Nuestra Señora la Purísima e Inmaculada Concepción de María, que se inmortalizan con ejemplos y hazañas gloriosas provenientes de ese espíritu de cuerpo, que nos han llevado a comprender que la Patria es algo más que un sentimiento.

¡Feliz Patrona de la Inmaculada Concepción!

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