Antes de entrar en materia, debo reconocer que el pie del que cojeo como espectador de cine musical es que me cuesta mantenerme en ambiente cuando de repente los intérpretes rompen el realismo para cantar y bailar así como el que no quiere la cosa. Prefiero, en definitiva, que los números estén bien integrados en la realidad de la narración como un elemento más. Dicho así, cualquiera podría decirme que simplemente el género musical no es lo mío y ya está, pero es más complicado que eso, y creo saber apreciar una buena cinta de este tipo sin alcanzar tendencias suicidas, incluso con agrado siempre que se cumpla la citada premisa: a películas como El mago de Oz, Moulin Rouge! O Chicago me remito.
La ciudad de las estrellas (La La Land a secas en Estados Unidos) tiene un poco de aquello que decía de cantar y bailar sacándome de ambiente en el primer tercio de su metraje, con unos números no demasiado espectaculares que orbitan alrededor de la pareja protagonista, chico y chica insatisfechos con su vida que viven en Los Ángeles, la ciudad de los sueños. Pianista él (estupendo Ryan Gosling), se gana el exiguo sueldo en pequeños bolos insulsos y su meta es la de tener un local propio donde tocar y enseñar al mundo su verdadera pasión, el jazz. Ella es un cliché sin paliativos: aspirante a actriz que trabaja de camarera y nunca acaba una audición sin ser interrumpida con “es suficiente, ya la llamaremos”. Se conocen justo al principio de la cinta en un atasco que simboliza sus estados emocionales por separado, y la cosa consiste a partir de ahí en si es posible que se aporten mutuamente ese empujón que les falta para lograr lo que ansían.
La cinta tiene una muy buena factura, sin estridencias pero con ambientación impecable y gran sentido de la belleza en el cómo y dónde poner ojo de la cámara, y Damien Chazelle, su reputado director, desde siempre muy ligado al mundo musical (Guy y Madeline en un banco del parque, Grand Piano o la aplaudida Whiplash están en su filmografía), parece haberle tomado con su trabajo el pulso a eso de caer en gracia a los que evalúan y otorgan los premios. Igual que parece haber topado el realizador y guionista con la fórmula que de momento le ha llevado a triunfar en la ceremonia de los Globos de Oro, parece que a partir de un punto en la historia que nos concierne algo saltó en su concepción de la misma que fue haciéndola subir peldaños de interés. Poco a poco, los momentos musicales van teniendo más sentido y se van integrando mucho mejor en el global de lo que está ocurriendo (lo que yo llamo “anestesia”), coincidiendo con los puntos en los que la acción se tuerce como la vida misma y desvela que si luchas, los sueños se cumplen, pero también puede que se cumplan a medias, o incluso luchando, puede que se queden en poco más que eso, sueños. La acción va transcurriendo con suavidad y fluidez hasta llegar a un punto final magistral que no debe ser desvelado y en el que se logra el más difícil todavía: que dé bastante lo mismo si acaba la cosa bien (versión comedia usamericana), mal (versión fatalista) o regular (versión realista), porque lo que te ha llenado es que la cosa haya ido de menos a más gracias al cómo y no al qué. Se va intuyendo ya el estruendo de los Oscar, porque es una película bien hecha y bien interpretada, y también porque cuando los académicos oyen música, no pueden evitar bailar a su son…
PUNTUACIÓN: 7