Opinión

Los mejores Reyes de mi abuelo

Los mayores decimos que los Reyes Magos no existen, pero yo me resisto a sumarme a esa opinión. Reconozco que no visitan todas las casas esa noche mágica del seis de enero, pero yo creo que aparecen donde estiman que es necesaria su presencia. No se explica de otro modo lo que ocurrió una maravillosa Noche de Reyes cuando yo tenía cuatro años. La historia que voy a contar la he reconstruido a base de mis propios recuerdos y de lo que me han contado otras personas. Algunas escenas aparecen en mi memoria envueltas en una especie de nebulosa por el paso del tiempo, pero los detalles que he oído de mis padres y de mis tíos me ayudan a recordarlas con más claridad.

Mi abuelo todavía cojeaba. Se había caído hacía un mes cuando paseaba un día que llovía. Tenía setenta y nueve años y a su edad una caída como aquélla le podía haber originado graves consecuencias. Pero tuvo suerte y sólo le produjo pequeñas contusiones en un brazo y la inflamación de la rodilla derecha. Por eso esa pierna aún le fallaba un poco, tenía poca fuerza. Como cada día se dirigía al Colegio para recogerme a mí, el menor de sus cuatro nietos, que entonces tenía cuatro años. Faltaba poco para la Navidad y pronto me darían las vacaciones.

Andrés, que así se llamaba mi abuelo materno, había enviudado hacía ocho años, cuatro antes de que yo naciera. La ausencia de su esposa le hizo caer en una profunda depresión, perdió las ganas de vivir, el interés por todas esas pequeñas cosas que tanto había valorado a lo largo de su vida. Su mujer y sus tres hijos (mi madre y dos hijos más) siempre habían dicho de él que era un "niño grande", un niño que se había negado a crecer, a abandonar la infancia y de esta forma se había convertido en un niño con cuerpo de hombre, o en un hombre con mente de niño. No se explicaba de otra forma que todos los años, después de Reyes, fuera él el que acabara jugando más con los juguetes de los hijos que los propios hijos. O que a menudo comprara juguetes de construcción o reproducciones en maqueta de coches o de aviones, con el pretexto de que eran para los hijos varones cuando en realidad era él el que jugaba con ellos. O libros de cuentos y de aventuras, impropios de su edad, que leía a sus hijos al acostarse y que, una vez dormidos éstos, él continuaba leyendo hasta altas horas de la madrugada.

Pero Don Andrés, que así le llamaban, además de éstas y otras conductas que podrían parecer extrañas en un adulto, no era ni mucho menos un irresponsable. Siempre había sido un marido y padre atento a las necesidades de su familia. Y en cuanto al trabajo, fue un funcionario ejemplar en la Oficina de Correos donde trabajó durante cuarenta y cinco años.

La verdad es que a su lado, su familia siempre fue muy feliz. Todo lo magnificaba, lo convertía en una fiesta: un paseo, una excursión al campo o a la playa, un pequeño viaje, una tarde en el cine, un cumpleaños... Todo era motivo de una ilusión y alegría que transmitía y contagiaba a cuantos estaban con a él. Y algo que lo entusiasmaba por encima de todo lo demás: la Navidad. Era tanta la ilusión que transmitía en esas fiestas que todos en su casa quedaban apesadumbrados cuando terminaban.

Al acercarse esas entrañables fechas y volver del trabajo, ponía sus discos de villancicos, la familia sabía que para él había comenzado oficialmente el tiempo de la Navidad. Y comenzaba el ritual de esas pequeñas cosas que durante casi un mes inundaban la casa de un ambiente especial que también hacía cambiar su fisonomía: montar el Belén, adornar el Árbol, comprar los dulces, hacer los roscos y los pestiños (tarea en la que toda la familia participaba), preparar las cenas de Nochebuena y de Año Viejo, tomarse las uvas,... Todo lo envolvía en una especia de magia que hacía vibrar de emoción a su mujer y a sus hijos. Y el colofón final: la Noche de Reyes, para la que cada año inventaba algo nuevo.

Cuando mi madre y mis tíos eran pequeños, él mismo se vestía de Rey Mago y los despertaba al amanecer provocándoles una desbordante emoción. Pero cuando se fueron haciendo mayores y temía que lo reconocieran o preguntaran que dónde estaba papá, dejó de vestirse y se pasaba casi toda la noche escondiendo los regalos por toda la casa, con una serie de notas estratégicamente colocadas para que fueran descubriendo pistas que los llevaran a cada uno de los regalos que, casi siempre, primero eran falsos y finalmente éstos conducían a los verdaderos.

Él disfrutaba como un niño viendo correr a sus hijos en pijama y descalzos de un lado a otro por toda la casa, nerviosos, decepcionados ante los falsos regalos y finalmente sorprendidos y entusiasmados al hallar los auténticos.

Cuando los hijos se hicieron mayores, supo mantener en ellos la ilusión. Y cuando nacieron sus nietos, continuó haciendo cosas similares con éstos. Pero todo lo abandonó al morir mi abuela. Drásticamente se convirtió en una persona distinta, triste y solitaria, que rehuía el trato con los demás. El aspecto de su cara cambió y un rictus de inexpresividad y ausencia lo acompañaba permanentemente.

Su situación se agravó aún más porque mis tíos se marcharon a vivir lejos, de forma que ya apenas veía a sus tres nietos, que eran los únicos que aportaban un poco de alegría a su vida. Cerca de él sólo vivía mi madre, que ya estaba casada pero que aún no tenía hijos.

Fueron unos años difíciles. Daba pena verlo habiendo sido quién fue. Se recluía en su casa y se pasaba días y días sin querer ver ni hablar con nadie. A menudo mi madre se asustaba cuando lo llamaba por teléfono y no contestaba. Rápidamente acudía a su casa y lo encontraba sentado en el sillón donde se pasaba el día, ausente y con la mirada perdida.

- "Papá, me has dado un buen susto. ¿Por qué no has cogido el teléfono?".

- "No lo he oído", respondía lacónicamente.

Ella se enfurecía.

- "¿Cómo no lo vas a oír? Tienes el oído perfectamente y el teléfono a tu lado".

Pero ya no obtenía más respuestas de mi abuelo.


Cuando por Navidad venían mis tíos su situación no mejoraba. Ya ni los nietos conseguían arrancarle una sonrisa. Cuando se reunían en su casa para cenar en Nochebuena, inevitablemente comparaban el recuerdo de lo que había sido aquella casa en otros tiempos y lo que era ahora. La mujer que iba dos veces por semana se ocupaba de que todo estuviera limpio y en orden, pero no había nada que indicara que estaban en Navidad. Ni un adorno, ni un pequeño arbolito, ni un diminuto pastorcillo... Cuando terminaba la cena, mi abuelo se levantaba silenciosamente y sin dar ninguna explicación se dirigía a su habitación y se acostaba.

Los hijos no sabían qué hacer. En vano intentaban animarlo, llevarlo a sitios, darle alguna responsabilidad, crearle alguna ilusión. Pero todo era inútil. Sabían que su padre se iba apagando poco a poco y que no podían hacer nada. Lo llevaban al médico, le hacían análisis, radiografías y toda clase de pruebas… Todos los resultados eran normales.

- "Para su edad está como un roble", decían los médicos.

Pero los hijos sabían que mi abuelo se moría. Se moría de una enfermedad que no está diagnosticada, que no tiene tratamiento médico porque no es del cuerpo sino del alma. Se moría de pena, de tristeza. Había perdido las ganas de vivir.

Pero para una persona como él que siempre había vivido de ilusión, el tratamiento, el antídoto contra ese veneno maligno y cruel existía, y se podía presentar en cualquier momento, con el hecho más sencillo. Y afortunadamente, se presentó. Un día de primavera mi madre le dijo:

- "Papá, creo que vas a ser abuelo otra vez".

Él la miró con la inexpresividad a la que ya la tenía acostumbrada y movió afirmativamente la cabeza sin decir nada. Pero al día siguiente, a media mañana, se presentó en casa de su hija.

- "Hola papá. ¿Qué haces por aquí a estas horas?".

- "Ayer me dijiste que iba a ser abuelo otra vez. ¿Cuándo nacerá el niño?".

La hija se quedó sorprendida. Lo encontraba muy raro, parecía que hablaba con soltura, como si hubiera salido del letargo en el que había estado sumido durante años.

- "Pues creo que nacerá en Diciembre".

- "¡Nacerá en Navidad!", dijo el padre.

- "Puede que sí, pero no es seguro. Todavía es pronto".


Confirmó la primera impresión. El padre reaccionaba, tomaba la iniciativa en la conversación. Sus ojos brillaban de nuevo. Habían abandonado la mirada inexpresiva que se instaló en ellos durante aquellos sombríos años. La miraba con atención, expresaba sentimientos. En ese momento se diría que estaba muy interesado.

- "¿Será niño o niña?".

- "Aún no se puede saber. Es demasiado pronto".

Desde aquel día mi abuelo se convirtió en otro hombre. Aunque sin alcanzar al que era cuando vivía su esposa, se convirtió en un hombre ilusionado que de nuevo recobró la iniciativa para hacer cosas: leer, pasear, reunirse con los pocos y viejos amigos que aún le quedaban, comprarse algún juego de construcción de los que tanto le habían gustado, invitar a comer a mis padres, ver partidos de fútbol por televisión, etc. Y sobre todo, estar atento a la marcha del embarazo de su hija. Diariamente iba dos veces a verla, una por la mañana y otra por la tarde. Le preguntaba qué le había dicho el médico en la última visita, cómo estaban los análisis, si se tomaba las vitaminas, si andaba un poco como le habían recomendado,... Pero, sobre todo, la pregunta que más repetía:

- "Bueno, ¿sabes ya si es niño o niña?".

- "Papá, ya te dije esta mañana que no. Todavía es pronto".

- "Perdona hija. Soy un viejo desmemoriado y dentro de un rato ya no me acordaré de lo que me has dicho y te volveré a preguntar. Pero yo creo que será un niño y que nacerá en Navidad".

Su mayor ilusión era que el próximo nieto fuera un niño y que naciera en Navidad. Y la primera parte del deseo se cumplió en Septiembre cuando mi madre estaba en el sexto mes de gestación y una tarde, ya casi noche, se presentó en casa de mi abuelo acompañada de mi padre.

- "Hoy el médico ha podido verlo bien con la ecografía y dice que es un niño".

Mi abuelo se levantó como un resorte del sillón y entonces fue cuando mi madre volvió a ver en él algo que hacía muchos, muchos años que no veía pero que identificó de inmediato: su amplia y cálida sonrisa. Aquella que aprendió a reconocer de niña y que lo caracterizó en sus momentos de mayor ilusión. La que había visto cuando montaba el Belén o adornaba el Árbol, la que siempre aparecía mientras ella y sus hermanos corrían descalzos por la casa el día de Reyes… Después de tantos años había vuelto con él, y era la criatura que llevaba dentro la que había obrado el milagro.

Desde aquel día mi abuelo acrecentó su ilusión y durante los tres últimos meses de embarazo iba tres y cuatro veces diarias a ver a su hija. Hablaba del futuro nieto, de que él les ayudaría a criarlo, se quedaría con él cada vez que fuera necesario, lo llevaría y recogería del Colegio, jugaría con él para distraerlo, le ayudaría a hacer los deberes. Incluso decía que ya le había comprado varios juegos de construcción para cuando fuera más mayorcito.

- "Ya lo creo, papá. Y seguro que ya estás jugando tú con esos juegos".

Él se reía y la abrazaba. Mis padres estaban doblemente contentos: por el nacimiento de su primer hijo y por el maravilloso cambio experimentado por su padre y suegro. Mis tíos también eran sumamente felices. Pese a no vivir junto a ellos, estaban perfectamente informados de la transformación de su padre y casi a diario lo llamaban por teléfono y hablaban con él. Ambos se preparaban para viajar y pasar juntos la Navidad y, si fuera posible, estar presentes cuando naciera el responsable de que su padre hubiera recuperado las ganas de vivir.


Y el segundo deseo de mi abuelo también se cumplió. No nací en Nochebuena ni en Navidad, pero sí el 28 de diciembre, un día que a mi abuelo también le había hecho siempre mucha ilusión y en el que, en otro tiempo, disfrutaba gastando "inocentadas" a la familia y a sus amigos. Aquella Navidad, de nuevo volvió la alegría a su casa. Con el recién nacido apenas podían salir a la calle y esto hacía que estuvieran todos mucho más unidos. Mi abuelo se encargaba de entretener a los nietos, mientras los mayores charlaban o veían tranquilamente la televisión.

Pasaron las fiestas y mis tíos se marcharon, pero mi abuelo no se entristeció. Se volcó en ayudar a mis padres en todos los cuidados que un recién nacido necesita. Aprendió a cambiar pañales, a preparar y dar biberones, a hacer los purés, hasta a bañarme... Lo que no había hecho de joven con sus hijos lo hizo ya de mayor conmigo. Me convertí en el centro y la razón de su vida y, según me dicen, yo supe corresponder al cariño que él me profesaba. Pasábamos mucho tiempo juntos y estábamos muy unidos. Él era mi mejor juguete y yo la mejor diversión del "niño grande" que había vuelto a ser mi abuelo.

Y poco a poco, sin darnos cuenta, fueron pasando los meses y los años y llegó la hora de que Andresito (que así me pusieron) empezara a ir al Colegio. Y de nuevo mi abuelo cumplió lo que había prometido y se hizo cargo de llevarme y recogerme todos los días. Como es típico en las personas de esa edad, más de una hora antes de que yo saliera, ya estaba él en la puerta del Colegio esperándome.

A menudo entablaba animada conversación con otros abuelos, padres o madres que también esperaban, y el corto trayecto desde el Colegio a la casa era aprovechado para que yo le contara todas esas pequeñas cosas cotidianas que los padres a veces no tienen tiempo de escuchar y que son motivo de gran interés para los abuelos.

La vida transcurría de forma sencilla y apacible para mi abuelo y hasta tal punto volvió a recuperar la ilusión que una idea de otro tiempo muy lejano empezó a rondarle la cabeza. Los otros nietos ya eran un poco mayores, pero yo estaba en la edad ideal. Quería volver a vestirse de Rey Mago y entregarme los juguetes.

Un día a principios de octubre, se lo dijo a su hija:

- "¿Sabes qué me gustaría hacer la próxima Navidad?".

- "Pues no tengo ni idea". ¿Qué es papá?".

- "Me gustaría vestirme este año de Rey Mago y darle los juguetes a Andresito".

- "¡No me digas!. ¿Estarías dispuesto a volver a hacer eso?".

- "¡Ya lo creo! Es la mayor ilusión que tengo. Sabes lo que siempre han significado los Reyes para mí y que una de mis mayores ilusiones hubiera sido que realmente hubieran existido. Pero ya que esto no es posible, siempre he disfrutado intentando hacer creer que existen. Si me visto y Andresito cree que le está entregando los juguetes un Rey Mago, para él realmente existirán y yo seré inmensamente feliz contribuyendo a ello".

- "Pues creo que has tenido una magnífica idea. Pero ahora tendrás que buscar un traje de Rey Mago".

- "Eso no es problema. Aún tengo guardado y en perfecto estado el que usaba cuando vosotros erais pequeños".

Mi abuelo sacó del armario su viejo traje de Rey Mago. Habían pasado muchos años y el tiempo lo había deslucido un poco. Pero él le dio unos retoques que lo dejaron de nuevo impecable, listo para ilusionar a su nieto. Estaban ya a mediados de octubre y con ilusión infantil iba contando los días que faltaban para hacer realidad su sueño.

Con destreza y meticulosidad fue también alimentando y haciendo crecer en mí la llama de la ilusión. Cada día, cuando me llevaba o recogía del Colegio o cuando pasaba largas horas conmigo por las tardes, aprovechaba para contarme historias sobre los Reyes Magos y hacerme creer que, aunque casi nunca se ven, hay ocasiones en las que les gusta entregar personalmente los juguetes.

- "Abuelo, ¿tú crees que este año veré a los Reyes cuando vengan a traerme los juguetes?".

- "Pues yo creo que sí. Me da el corazón que este año vas a ver, por lo menos, a uno de ellos".

- "A mí me gustaría que me los trajera Melchor".

Mi abuelo temblaba de emoción al oírme. La historia se repetía: los Reyes Magos volvían a existir. Primero fue él quien les dio vida en su imaginación; después contribuyó a que sus hijos los hicieran revivir y ahora, junto a su nieto, volvía a sentir que estaban vivos. Su pequeño nieto iba a ver a uno de ellos con sus propios ojos.

Desde aquel momento no tuvo más pensamiento que preparar los detalles para aquella mágica noche. A veces se daba cuenta de que yo me ponía tan nervioso con las cosas que me contaba, que tenía que parar un poco.

- "Bueno Andresito", me decía, "vamos a dejar a los Reyes Magos tranquilos un ratito y vamos a jugar a otra cosa".

Ya había hablado con mis padres y habían quedado en que esa noche dormiría en nuestra casa. Así no tendría que levantarse muy temprano para venir desde la suya, sino que se levantaría a una hora prudencial, se pondría el traje y me despertaría con cuidado para entregarme los juguetes mientras mi padre nos hacía fotos.

Estábamos en vísperas de Navidad y mi abuelo ya tenía todos los detalles preparados. Pero surgió algo imprevisto. El día veintidós de diciembre, el día del Sorteo de Navidad, mi madre le dijo:

- "Papá, por motivos de trabajo, Antonio tiene que ir a Madrid los días cuatro y cinco de enero. Es una reunión mitad de trabajo y mitad de ocio. La empresa quiere que los Directores de sucursal y sus familias se conozcan y que lleven a sus esposas. Así estaremos juntas mientras ellos trabajan y todas las parejas se reunirán en los almuerzos, cenas y otras actividades. Dicen que es una experiencia nueva que ya llevan tiempo haciendo algunas empresas para crear vínculos entre los empleados y aumentar su rendimiento".

Pero mi abuelo no reparó en las consecuencias de aquello.

- "Ah, pues está muy bien. Las empresas deben ponerse al día. ¡Ojalá en mis tiempos hubieran hecho lo mismo con tu madre y conmigo!".

- "Sí, pero hay un problema papá. La reunión terminará con una cena el día cinco y no saldremos de vuelta hasta el día seis por la mañana. Es decir, que no estaremos aquí la Noche de Reyes. He hablado con mis hermanos para ver si alguno de ellos se podía quedar aquí contigo y con Andresito, pero ellos se tienen que marchar el día uno. Antonio ha preguntado a la empresa si nos podemos llevar al niño y le han dicho que sí".

La expresión de mi abuelo cambió. Entonces comprendió que aquello significaba que no podría pasar con su nieto la Noche de Reyes.

- "No por favor, hija. No me hagáis eso".

- "Pero papá, es que las cosas han venido así. Tú todavía no te has recuperado de la caída y no estás en condiciones de hacerte cargo del niño. Lo aplazaremos hasta el año que viene".

- "Pero es mi ilusión. Ya lo tengo todo preparado, y Andresito también está muy ilusionado pensando que este año los Reyes Magos le van a dar los juguetes. El año que viene no sé si estaré vivo".

- "Nosotros también estábamos muy ilusionados, pero este año no va a poder ser. Es una responsabilidad demasiado grande para ti".

Mi abuelo se sentó en un sillón con la mirada perdida. Su cara perdió la expresión de alegría y de nuevo apareció aquella sombra tenebrosa que tan malos recuerdos traía. Ya no dijo palabra alguna. Ni siquiera yo conseguí alegrarlo.

- "Abuelo cuéntame alguna historia de los Reyes Magos".

Me miró de forma inexpresiva, se levantó y se marchó sin decir nada. Nunca lo había visto así.

- "¿Qué le pasa al abuelo, mamá? Le he hablado y no me ha contestado".

- "Es que está un poco enfermo. Le duele mucho la cabeza y la garganta".

Llegó a su casa y se quedó mirando el traje de Rey Mago, que ya estaba planchado y extendido sobre su cama. Lo metió en un plástico, lo colgó en una percha y lo guardó en el armario. Después se sentó en el sillón con la mirada perdida. El teléfono sonó varias veces, pero él no lo cogió.

Al día siguiente llegaron mis tíos. Mi madre los puso al corriente.

- "En cuanto terminé de decirle que no podría pasar la Noche de Reyes con el niño, dio un cambio radical y se puso como estaba antes de que naciera Andresito".

- "Pues tenemos que hacer algo", respondió mi tío. "En ese estado no vivirá mucho tiempo. Papá vive de ilusión y si lo privamos de esas cosas que nos parecen una tontería, le habremos quitado su principal razón para vivir".

Entonces intervino mi otro tío:

- "Nosotros no podemos quedarnos y vosotros tenéis que ir a ese viaje. Pero no veo razón por la que papá no pueda quedarse con Andresito. Tiene setenta y nueve años, pero físicamente está bastante bien y su cabeza funciona perfectamente. No es uno de esos viejos que ya no sabe lo que hace. Yo creo que si se les deja todo lo necesario pueden apañarse perfectamente los dos".

- "Pero aún no está bien de la caída. La pierna derecha le falla. Di tú que se vuelve a caer y le pilla sólo con el niño. ¿Qué iban a hacer?".

- "Podemos dejar a la señora que le hace las tareas de la casa a papá el encargo de que esté aquí todo el día si es preciso. Le pagaremos lo que sea entre los tres. Si ocurriera algo, ella sabría cómo actuar y os avisaría a vosotros".

Mi madre se quedó pensativa, como dudando qué hacer. Entonces intervino de nuevo mi tío.

- "De todas formas creo que Antonio y tú tenéis la última palabra. En definitiva es vuestro hijo el que se va a quedar con papá. Pensadlo y tomad una decisión, pero mi opinión es que debemos hacer lo que sea para que papá no vuelva a caer en la penosa situación en que estaba. Es difícil que ocurra dos veces el mismo milagro".

Aquella noche mis padres estuvieron hablando largo rato sobre el problema.

- "Creo que mis hermanos tiene razón", dijo mi madre. "Si dejamos que mi padre caiga de nuevo en la depresión, no vivirá mucho. Se alimenta de ilusión y ahora su único interés es ser el Rey Mago de su nieto".

- "Yo también creo que tienen razón", dijo mi padre. "Si les dejamos todo preparado y le encargamos a la señora que le hace las tareas domésticas que esté pendiente de ellos esos dos días, creo que no habrá ningún problema".

- "Me da un poco de miedo pero creo que no hay otra solución. Mañana se lo dirá a papá. Espero que no sea demasiado tarde".

A la mañana siguiente llamó a mi abuelo por teléfono pero nadie respondió. Se arregló lo más rápido que pudo y corrió hacia su casa. Estaba deseando y temiendo llegar pues pensaba que podía haber pasado lo peor. Se reprochaba a sí misma no haberse decidido antes. Abrió con su propia llave y empezó a llamarlo.

- "Papá, papá, ¿dónde estás?".

Nadie contestó. Recorrió todas las habitaciones hasta por fin lo encontró sentado en su sillón favorito del salón.

- "Oh, gracias a Dios que estás bien".

Él permaneció como si no la hubiera visto, la mirada perdida y el rostro inexpresivo. Parecía no haberse dado cuenta de que su hija estaba a su lado.

- "De nuevo me has dado un buen susto, pero no importa. Vengo a decirte que he hablado con mis hermanos y con Antonio y hemos decidido que no nos llevaremos al niño. Te quedarás con él y pasareis juntos la Noche de Reyes".

Mi abuelo volvió lentamente el rostro hacia mi madre y un esbozo de sonrisa apareció en su cara. Después se incorporó y la abrazó.

- "Gracias hija. Serán los mejores Reyes de mi vida".

Aquellas Navidades fueron muy buenas. Estuvimos todos juntos y mi abuelo derrochó alegría y buen humor: celebramos con gran alegría la cena de Nochebuena y el almuerzo del día de Navidad. Nos atragantamos con las uvas en Nochevieja y después de las doce campanadas organizamos una fiesta donde mi abuelo cantó y bailó haciendo las delicias de todos. Nos acostamos después de las cuatro de la madrugada. Al día siguiente nos levantamos muy tarde y después de comer, mis tíos y mis primos se marcharon a sus lugares de residencia. A mí me dio un poco de pena pero, por otro lado, estaba muy contento porque ya faltaba muy poco para el Día de Reyes y mi abuelo se encargaba de entusiasmarme cada día más. No sé quién estaba más ilusionado, si él o yo.

La mañana del cuatro de enero, mi abuelo llegó muy pronto a casa. Yo hacía como que dormía, pero me estaba enterando de todo. Lo vi pasar por el pasillo, al lado de mi madre, camino del salón. En una mano traía un bolso con todas sus pertenencias y en la otra una gran bolsa de plástico. Oí la conversación que mantuvo con mi madre.

- "Papá, ¿por qué vienes tan cargado si sólo vas a estar aquí dos días?".

- "Hay que ser previsor y he traído todo lo que puede hacer falta en una urgencia".

- "¿Y qué traes en esa bolsa tan grande?".

- "¡Pues qué voy a traer! ¡El traje!".

"El traje", "¿el traje de qué?", pensaba yo al oír a mi abuelo. También oí cómo mi madre le daba las últimas indicaciones y le explicaba dónde estaba cada cosa.

- "Vamos, daos prisa. Tenemos que coger el avión a las diez y se hace tarde", dijo mi padre.

Terminaron de despedirse y después mis padres entraron en mi habitación y me dieron un beso. Cuando se cerró la puerta tras ellos, oí los pasos de mi abuelo dirigiéndose a mi habitación. Se quedó parado en la puerta intentando acostumbrar sus ojos a la oscuridad. Después, con cuidado de no hacer ruido, cogió una silla y se sentó junto a mí. En la oscuridad yo veía cómo me miraba fijamente y una dulce sonrisa iluminaba su cara. A su lado, mientras él creía que yo estaba dormido, me sentía muy a gusto y me quedé dormido de verdad.

Aquellos dos días con mi abuelo fueron maravillosos. Con el paso de los años he comprendido que los abuelos tienen el tiempo y la paciencia que a los padres les falta. No paramos de hacer cosas agradables: jugar con los juegos de construcción, ver películas de dibujos animados, salir al parque, ver tiendas de juguetes, hacer y colorear dibujos que después colocamos por toda la casa,... Mi madre no paraba de llamar por teléfono para saber cómo estábamos.

- "Estamos perfectamente", le decía mi abuelo. "Quédate tranquila. Además, aquí está Doña María que se encarga de hacernos la comida y de todo lo que necesitamos".

Por fin, la tarde del cinco de enero mi abuelo me dijo:

- "Bueno, los Reyes ya están en la ciudad. He oído que han llegado esta mañana. Tenemos que arreglarnos para salir a ver la Cabalgata".

El gran momento tantas veces anunciado por mi abuelo, había llegado. Los Reyes Magos, los auténticos, ya estaban aquí. Y uno de ellos vendría esa noche a traerme los juguetes.

Disfruté como nunca con aquella Cabalgata. Mi abuelo no paraba de contarme detalles al paso de las carrozas y a mí se me ponían los vellos de punta pensando que dentro de unas horas uno de esos personajes estaría en mi casa, junto a mí. Terminaron de pasar los Reyes y volvimos a casa.

- "Vamos a cenar antes de que se enfríe lo que nos ha preparado Doña María", dijo mi abuelo. "Tenemos que acostarnos temprano".

Vimos un poco la tele y me acosté. Mi abuelo se sentó junto a mi cama y me contó una última historia. Se dio cuenta de que yo no tenía ninguna gana de dormirme.

- "Bueno Andresito me voy a mi cama porque si no, me temo que no te vas a dormir".

- "Quédate un ratito más. Cuéntame otra historia".

- "No puede ser. Si no te duermes pronto, los Reyes no vendrán".

- "Está bien. Me dormiré".

- "Ya sabes que estoy en la habitación de al lado. Si necesitas algo, llámame. Duérmete y sueña con los regalos que te van a traer".

Me dio un beso y se marchó. Desde el umbral de la puerta se volvió y me miró con una amplia sonrisa.

- "¡Duérmete!".

Yo estaba muy nervioso, pero al cabo de un rato conseguí dormirme. El que no se podía dormir era mi abuelo. Daba vueltas y más vueltas, escuchaba su pequeña radio intentando coger el sueño... Recordaba antiguas y lejanas Noches de Reyes, cuando mi madre y mis tíos eran pequeños y él se pasaba la noche preparando las sorpresas para cuando despertaran. Aunque su cuerpo era viejo y la pierna derecha le fallaba, en la habitación de al lado había un niño de cuatro años que esperaba a los Reyes Magos, y él iba a hacer realidad ese sueño.

Después de más de una hora dando vueltas en la cama, por fin se durmió. Había puesto su despertador a las cinco, para levantarse y vestirse con tiempo y estar preparado cuando yo me despertara. En el armario estaban guardados los juguetes y el traje de Rey. Había dejado enchufada una pequeña lucecita que le permitía ver sin necesidad de encender la luz de la habitación, para no llamar mi atención. Había pensado en todos los detalles. Era la noche más hermosa y él no podía fallar.

A las cinco en punto sonó el despertador. Estaba dormido profundamente y se sobresaltó un poco. Se levantó con cuidado para no hacer ruido. Notó que la pierna derecha le dolía, quizás una mala postura o la cama que era mucho más dura que la suya. Se dirigió despacio hacia el armario para sacar el traje y en ese momento la pierna derecha se dobló por completo y él cayó primero de rodillas y después sobre el lado derecho. Se dio un fuerte golpe en la cabeza que lo dejó sin sentido unos segundos. Cuando lo recobró, sintió que toda la pierna derecha le dolía, sobre todo la rodilla. Intentó ponerse de pie sin conseguirlo. A duras penas se arrastró hasta la cama y pudo tumbarse en ella. De nuevo intentó incorporarse, pero no podía. La pierna derecha debía estar dañada, no podía sostener el peso del cuerpo. Apenas apoyaba el pie en el suelo, un dolor insoportable salía de la rodilla y se extendía por toda la pierna. Hizo varios intentos pero todos fueron inútiles. Se dio por vencido y se tumbó en la cama. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Pensaba que era un viejo inútil que en el momento más inoportuno había metido la pata. Le había fallado a su nieto, no podía vestirse de Rey ni entregarle los juguetes.

Esos pensamientos lo angustiaban. Miró el reloj: las seis y media. Pero de pronto, miró hacia el pasillo y vio luz. Parecía que la luz de mi habitación estaba encendida. Escuchó con atención, parecía que se oía hablar.

- "Andresito ya se debe haber despertado", pensó.

Lo raro era que no lo llamara. Siguió escuchando con atención, se oía mi voz, pero... ¡Había otra voz! ¡Alguien hablaba conmigo! No entendía lo que decían, hablaban en voz baja, pero comprendió que yo estaba hablando con alguien. Se asustó. Intentó levantarse de nuevo, pero otra vez se cayó. Menos mal que esta vez fue a caer en la cama y no se hizo un daño mayor. El pánico lo invadió.

- "¡Andresito! ¡Andresito!".

Nadie contestó. Mi abuelo gritó de nuevo.

- "¡Andresito!".

Por fin respondí.

- "Abuelo estoy con el Rey. Me ha traído los juguetes".

Me oyó perfectamente, pero me volvió a preguntar.

- "¿Qué dices? ¿Con quién estás?".

- "Con el Rey Mago. Me ha traído todo lo que le pedí. Ven a verlo".

- "¡Ven aquí ahora mismo!", gritó con todas sus fuerzas.

- "Espera un momento abuelo. Dice que se va a marchar. Ahora voy".

Transcurrieron unos minutos que a mi abuelo se le hicieron eternos. La pierna le dolía cada vez más y no se podía mover de la cama. Por fin, escuchó unos pasos que se alejaban por el pasillo y la puerta de la casa que, primero, se abría y después se cerraba.

- "¡Andresito, ven por favor!".

- "Ya voy abuelo. El Rey ya se ha marchado".

Al cabo de unos instantes aparecí yo. Estaba en pijama, con las zapatillas y llevaba en las manos el coche rojo que él mismo me había comprado.

- "Mira lo que me ha traído el Rey. ¿Por qué no has venido a verlo?".

- "Pero ¿qué estás diciendo? ¿Quién estaba en tu habitación?".

- "Pues el Rey Mago. Ven a ver todo lo que me ha traído".

- "Un momento Andresito. Abre ese armario".

Lo abrí y mi abuelo se incorporó un poco sobre la cama.

- "Está vacío, abuelo. No hay nada".

- "Es verdad, no hay nada".

Al mediodía llegaron mis padres. Me encontraron en mi cuarto rodeado de todos los juguetes que habían estado en el armario y a mi abuelo en la cama con la rodilla derecha rota. Nadie podía explicar lo que había pasado.

Yo sólo recuerdo, entre nebulosas, que un Rey Mago me visitó aquella noche. No sé quién era. Sólo sé que me dio los juguetes y estuvo un rato hablando conmigo. También recuerdo sus últimas palabras:

- "Espero que recuerdes esta noche toda tu vida. Cuéntaselo a tu abuelo, a él también le hará mucha ilusión".

Mi abuelo ya no se recuperó de la caída, murió varias semanas después. Pero en ese tiempo no se cansó de repetir que era el hombre más feliz del mundo porque ya sabía con certeza que los Reyes Magos existían. Mis padres decían que al final de su vida había perdido la cabeza. Era lógico que pensaran eso porque los dos únicos testigos de aquella historia éramos un viejo de casi ochenta años y un niño de cuatro. No obstante, mi madre siempre dio gracias a Dios por haberle permitido vivir su mejor Noche de Reyes.

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