Los medios de comunicación y las redes sociales han creado una nueva figura informativa: los “juicios paralelos”. Consisten éstos en que, cuando la Justicia está juzgando a alguien por presuntos delitos, a la vez, surge en la calle otro juicio (paralelo) sobre los mismos hechos y las mismas personas en los medios y en la opinión pública; de manera que los implicados pueden verse antes condenados o absueltos por la sociedad que por los jueces mediante la emisión de meros juicios de valor vertidos a través de informaciones aparecidas en prensa, radio, televisión, internet, etc, cuyas informaciones, en principio, pueden servir como denuncia de los abusos del poder y como crítica a los desafueros de algunas instituciones y personas. En este sentido, no cabe duda de que los medios de información, si son objetivos y veraces, pueden jugar un papel importante en una democracia, haciendo de contrapeso contra los excesos y atropellos de los poderes públicos.
Por el contrario, otras veces, ese estado de opinión pública formado mediante divulgaciones especulativas, que son de las que suelen alimentarse los juicios paralelos, puede no ser objetivo, ni veraz, ni justo, si se forma a base de noticias falsas, parciales, sectarias o interesadas que pueden causar mucho daño y serios perjuicios de muy difícil o imposible reparación para las personas e instituciones afectadas, como cuando lesionan los derechos a la presunción de inocencia, al honor, a la propia imagen, etc. Y también pueden los juicios paralelos perjudicar mucho a la propia Justicia, si a través de ellos se intenta presionar o condicionar a los jueces en su independencia e imparcialidad objetiva. Y esto último lo afirmo pese a que la Justicia, aunque con lagunas y excesiva lentitud, pero es la institución del Estado que más ha hecho por restituir y preservar los derechos perturbados, haciendo recaer el peso de la ley sobre personalidades reales, un vicepresidente de gobierno, ex ministros, ex presidentes y consejeros de Autonomías, ex presidentes y directores de bancos, políticos aforados y otros relevantes personas a las que han sentado en el “banquillo”, intentando atajar, al menos, esas dos vergüenzas nacionales que España padece: la corrupción política y el separatismo radical. Lo acabamos de ver en juicios recientes y lo seguiremos viendo en otros que todavía penden ante la Justicia, en los que los jueces han sido los que, en general, se han mantenido imperturbables y fieles a su independencia y probidad.
Sobre los juicios paralelos, ya la Declaración Institucional del Pleno del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) de 25-01-1995. Boletín de Información del CGPJ. Año XV. nº. 122, recogía lo siguiente: “El CGPJ quiere expresar sin ambages su criterio negativo acerca de los fenómenos de “juicios paralelos”, que no sólo pueden lesionar legítimos derechos, sino también contrariar la independencia del quehacer judicial y empañar la imagen social de la Justicia (…); existe un vacío legal que debe colmarse cuanto antes con normas que conciten un sólido y amplio consenso social y en las que se tutele el derecho al honor y el derecho a un juicio justo y se conjuren los riesgos de cercenar derechos fundamentales y libertades”. Vemos así, que dichos juicios paralelos pueden desembocar en el serio problema que suele producir el exceso de locuacidad en algunos medios que sólo buscan impacto y protagonismo.
¿Y por qué existen los juicios paralelos?. Pues porque estamos en una democracia y en un Estado de derecho, donde nuestra Constitución reconoce derechos fundamentales de las personas que no se pueden vulnerar, entre otros, los de su artículo 20: “Se reconocen y protegen los derechos a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción, así como a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión. El ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa. Estas libertades tienen su límite en el respeto a los derechos reconocidos en la propia Constitución y en los preceptos que las leyes desarrollen”. Pero, por otro lado, están también los derechos del artículo 18, que regula el derecho al honor, a la propia imagen y a la intimidad personal y familiar. Y el artículo 24 ampara los derechos a la tutela judicial efectiva, la prohibición de la indefensión, a juez predeterminado por ley y a la presunción de inocencia. Y el conflicto surge porque, en el ejercicio de tales derechos, unos y otros entran en colisión, y en tales casos se hace preciso determinar qué derecho ha de prevalecer sobre los demás. La doctrina del Tribunal Constitucional tiene declarado que, en principio, ningún derecho fundamental es absoluto ni tiene prelación sobre los demás de forma predeterminada.
Por eso, sólo los jueces y tribunales tienen atribuida la potestad de poder examinar los hechos, valoraros, calificarlos y ponderar los intereses en juego, para decidir cuál es el derecho de los que entran en conflicto que debe prevalecer, ya sea por amparar bienes jurídicos más dignos de protección, o porque imponga menores sacrificios a los demás derechos concurrentes. El Tribunal Constitucional en bastantes ocasiones se ha inclinado hacia la mayor defensa de los derechos públicos a la libertad de expresión, de opinión y de información, justificándolo en que los derechos individuales de la persona no pueden formularse en términos ilimitados, sino que su formulación debe partir del hecho de que el contenido de los derechos de cada individuo es limitado y debe convivir con las exigencias no sólo de los derechos de los demás integrantes de la comunidad, sino teniendo también en cuenta aquellos bienes o valores jurídicos proclamados constitucionalmente como principios de la organización social, debiendo anteponerse el interés general al interés particular.
El proceso penal consta de dos fases: la de investigación y preparación del juicio, y la de celebración del juicio oral. Una y otra son encargadas a órganos jurisdiccionales distintos e independientes entre sí. Los primeros, son los Juzgados de Primera Instancia e Instrucción, que instruyen el sumario y las diligencias incoadas. Y los segundos, son los Juzgados y Tribunales penales, que tienen por misión juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. El artículo 120 de la Constitución, dispone: “1. Las actuaciones judiciales serán públicas, con las excepciones que prevean las leyes de procedimiento. 2. El procedimiento será predominantemente oral, sobre todo en materia criminal. 3. Las sentencias serán siempre motivadas y se pronunciarán en audiencia pública”. Y respecto a la publicidad y la información en ambas fases, la Sentencia del STC 168/95, de 14 de febrero, declara: “La publicidad es el alma de la Justicia, no solo porque es la más eficaz salvaguardia del testimonio, del que asegura la veracidad gracias al control público, sino, sobre todo, porque favorece la probidad de los jueces al actuar como freno de un poder del que tan fácil es abusar”. No obstante, en la STC 30/1986, de 20 de febrero (Fundamento jurídico 5º), el Tribunal Constitucional admite la posibilidad de excepciones al principio de publicidad, como se recoge en el art. 120.1. CE, que es compatible con medidas parciales de seguridad que pueden conducir a limitar el acceso a los juicios.
Así, el artículo 299 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim), establece: “Constituyen el sumario las actuaciones encaminadas a preparar el juicio y diligencias practicadas para averiguar y hacer constar la perpetración de los delitos con todas las circunstancias que puedan influir en su calificación, y la culpabilidad de los delincuentes (…)”. Pero el artículo 120.1 CE prevé una excepción que se pueden oponer al principio general de la publicidad, que es la declaración por el juez o tribunal del secreto del sumario; si bien parte de la doctrina opina que nuestro ordenamiento constitucional no aclara suficientemente todos los extremos controvertidos de este particular régimen. Y la LECrim también lo recoge. El hecho de que estas actuaciones judiciales estén protegidas mediante el secreto sólo se justifica como una necesidad de preservar la investigación de los hechos delictivos y se concreta estrictamente en las diligencias sumariales.
El artículo 301 LECrim, señala: “Las diligencias del sumario serán secretas hasta que se abra el juicio oral, con las excepciones determinadas en la presente Ley (…)”. Aquí vemos cómo el juicio no es secreto, sino sólo las diligencias sumariales, excepto para las partes personadas, salvo que también se declaren secretas total o parcialmente. Pero, al abrirse el juicio oral, se levanta el secreto si antes se decretó, celebrándose el juicio en audiencia pública. Ello nos está indicando que en la primera fase de instrucción, no deberían producirse filtraciones sobre la causa; y, si se produjeran, cabría sospechar que el autor de las mismas habría que buscarlo en las partes personadas o entre los funcionarios y jueces actuantes, aunque es muy improbable que suceda por parte de estos últimos, dado que normalmente son muy celosos de guardar y velar por el sigilo profesional. De hecho, suele decirse que los jueces “hablan sólo a través de sus sentencias”. Para los casos sin restricciones, el artículo 302 LECrim, establece: “Las partes personadas podrán tomar conocimiento de las actuaciones e intervenir en todas las diligencias del procedimiento. Sin embargo, de lo dispuesto en el párrafo anterior, si el delito fuere público, podrá el Juez de instrucción (…), declararlo, mediante auto, total o parcialmente secreto para todas las partes personadas, por tiempo no superior a un mes y debiendo levantarse el secreto con diez días de antelación a la conclusión del sumario”.
El problema del juicio paralelo es que la información dada a la opinión pública puede ser sesgada, fragmentada, descontextualizada e interesada, sustituyéndose la información objetiva y veraz por la mera opinión especulativa, para sacar el debate de la sede judicial y llevarlo a la calle, donde la información puede llegar sin las debidas garantías de seriedad y rigor con que debe producirse un procedimiento penal y que tanto necesita de la imparcialidad objetiva que sólo un juez o tribunal pueden aplicar. La consecuencia directa del juicio paralelo, suele ser que éste se erija en propia atribución de los papeles de abogado defensor, fiscal y juez, por parte de los diversos medios (cuarto poder), formándose una opinión pública ficticia, desvirtuada y alejada de la realidad objetiva. Pero, con todo, los juicios paralelos están amparados por la libertad de expresión y de opinión como derechos fundamentales. Entonces, nos hallamos ante una potencial colisión entre la libertad de expresión y los derechos de la personalidad, ambos bienes jurídicos merecedores de protección. Ante la existencia de tal dicotomía antagónica, el órgano judicial debe tomar las medidas oportunas establecidas en las leyes para asegurar un proceso con todas las garantías, sin filtraciones. En cambio, no existe juicio paralelo cuando una investigación periodística descubre asuntos y situaciones ilegales que acaban posteriormente en los tribunales de Justicia.
Nuestra jurisprudencia constitucional ha defendido en ocasiones los juicios paralelos, pero advirtiendo que valores como la autoridad y la imparcialidad del Poder Judicial se erigen en límite a la libertad de expresión que, como cualquier otro límite, ha de ser interpretado de forma restrictiva. Los juicios paralelos son legítimos en la medida en que los tribunales no actúan en vacío y lo que acontece en sede judicial es susceptible de interesar a la opinión pública. La publicidad no sólo es un principio fundamental de ordenación general del proceso, sino también un derecho fundamental, por lo que limitar la libertad de expresión e información en aras a proteger la imparcialidad del Poder Judicial, implica que se puedan limitar todas las formas de debate público sobre asuntos pendientes en las salas judiciales (Sentencia TC 171/1990, de 12 de noviembre, caso de accidente de avión publicado en El País) y STC 136/1999 (caso vídeo electoral de H.B.). Finalmente, el artículo 11.1 de la Declaración Universal de Derechos del Hombre, de 10-12-1948, dispone: “Toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley y en juicio público, en el que hayan asegurado todas las garantías necesarias para su defensa”.