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Los hebreos de Marruecos y Ceuta

Como es sabido, en virtud del Decreto de 31-03-1492, dado en la Alhambra de Granada por los Reyes Católicos, los judíos fueron expulsados de España, a la vez que los moriscos, de los que ya me ocupé con unos diez artículos en su día. Por dicha norma, se obligaba a todos los judíos de la Península a convertirse al catolicismo o ser deportados; cuya disposición había sido redactada por el entonces inquisidor general Tomás de Torquemada. Comenzaba así: «Hemos decidido ordenar que todos los judíos, hombres y mujeres, de abandonar nuestro reino, y de nunca más volver. Con la excepción de aquellos que acepten ser bautizados, todos los demás deberán salir de nuestros territorios el 31 de julio de 1492 para no ya retornar bajo pena de muerte y confiscación de sus bienes (...)» Y, según escribió Menéndez Pelayo, ello supuso que unos 400.000 judíos tuvieran que abandonar el territorio español. Buena parte de ellos fueron a parar al Mediterráneo oriental, entonces dominado por los turcos, que agradecieron al rey católico el envío de “tal riqueza humana”; dando lugar a que se formaran las comunidades hebreas de Salónica, Estambul, Sofía y otras ciudades. Otros grupos de ellos marcharon al norte de Europa, sobre todo, a Holanda y Bélgica, principalmente a Ámsterdam y Amberes, respectivamente, aunque después, en el siglo XVIII, buena parte de estas comunidades emigrarían a Venezuela y Colombia; pero también los hubo que inicialmente se asentaron en Portugal, Francia y Nápoles.
Aproximadamente, unas 700 familias hebreas fueron a parar a Marruecos, mayormente a Tetuán, Tánger, Casablanca, Fez y Marrakech. Fueron acogidos, en principio, con cierto respeto, habida cuenta de que su llegada fue beneficiosa para la población marroquí, ya que aportaron a aquel país amplios conocimientos culturales y comerciales con una importante proyección económica que, sobre todo, durante los siglos XVI a XVIII se convirtió en fuerte pujanza; de manera que el sultán Mohamed Al Sheij el Uatusi les dio una buena acogida. Aunque los judíos autóctonos marroquíes hablaban el árabe, los procedentes de la Península lo hacían en su jerga española, la llamada «haketía», convertida en mezcla del árabe, español y hebreo, que se impuso finalmente en todo el colectivo. Los llegados a Marruecos habían tenido la nacionalidad española, nacidos en territorio español, donde sus ascendientes contaban con un dilatado y fuerte arraigo. Hablaban el ladino, una mezcla de judeo-castellano con una fonética de la época medieval que resulta muy melosa y expresiva del cariño que estas comunidades conservan hacia Sefarad (España en hebrero), y que sólo en Israel lo siguen hablando unas 250.000 personas, lo que da idea del fuerte componente de judíos sefardíes en dicho país.
Recuerdo que allá por la década de los años de 1960, me gustaba mucho oír las emisiones de Radio Jerusalén, en el dialecto ladino; y debo confesar que resultaba verdaderamente gratificante y a la vez conmovedor oírles a veces entonar viejas canciones medievales españolas, así como de relatar historias, romances, cuentos infantiles y recuerdos de España que todavía hoy sus descendientes conservan y gustan de evocar con nostalgia heredada, por ser una tradición transmitida y conservada por los suyos de padres a hijos durante más de 500 años; incluso muchas de estas familias de tan antiguo origen español, conservan todavía las llaves y otros antiquísimos recuerdos de las viviendas que hasta 1492 habían ocupado sus antecesores españoles en Toledo, Valencia, Barcelona, Cáceres y otras ciudades españolas en las que hubo judería, lo que da idea del cariño que aun muchos sienten hacia España, pese a que sus ya lejanos familiares fueran entonces tan injustamente expulsados de nuestro país por cuestiones meramente religiosas de los Estados que hoy ya están felizmente superadas. Ojalá que nunca más se tengan que dar expulsiones tan masivas de tal naturaleza.
Pero la “entente cordiale” de aquellos judíos con Marruecos poco a poco se fue deteriorando por las diferencias de religión. Sobre todo las poblaciones que durante tiempo fueron insumisas a los sultanes, no veían con buenos ojos la presencia hebrea en territorio marroquí. En 1790 la judería, o Mellah, de Tetuán fue saqueada, dando lugar a que muchos judíos tuvieran que marcharse a Tánger donde eran mejor acogidos. Y en 1893, el cónsul español salvó a la judería de un inminente saqueo.  En 1802, siendo presidente del gobierno de España el extremeño Manuel Godoy, se atrevió a poner fin a la Inquisición, y a partir de entonces la posición española sobre los judíos comenzó a suavizarse, a ser bastante más abierta y tolerante, hasta el punto de que el propio Godoy intentó que comunidades hebreas del Norte de Marruecos pudieran establecerse en la Península, sobre todo en Cádiz, mediante el pago de una cantidad de dinero que era su propósito destinarla a costear la guerra contra Gran Bretaña; pero no lo consiguió debido a la fuerte resistencia opuesta por los poderes fácticos de entonces, de modo que en 1808 se reafirmó el Decreto de expulsión.
Sin embargo, para entonces ya se había tolerado la existencia de comunidades hebreas en Ceuta, de manera que desde ésta se les fue permitiendo comerciar y tener contactos con la Península. La guerra hispano-marroquí de 1859 cambió de momento el estado de cosas en cuanto a los judíos del Norte de Marruecos. Así, tras la ocupación por las tropas españolas de Tetuán, se facilitó el deseado reencuentro de los sefarditas con sus antiguos compatriotas los españoles, reverdeciendo el amor de aquéllos por su vieja Separad. La judería de Tetuán aclamó en pleno la llegada de los españoles, hasta el punto de producir el asombro de los militares españoles. Los soldados, con el general Prim a la cabeza, se encontraron como en su propia casa, con un idioma que entendían y con gente que les cuidaba y protegía. Se trataba de personas que conservaban las costumbres de allende el Estrecho, cantaban las viejas canciones castellanas y recitaban poemas del romancero español. Los judíos cocinaban y aplicaban recetas castellanas y ofrecían pasteles o golosinas, como el clásico mazapán (palabra judía), igual al que seguía fabricándose en Toledo. Sus casas estaban encaladas de blanco como en los pueblos andaluces y en ellas lucían vistosas macetas llenas de flores.
Alguien llamó a Tetuán la «Jerusalén de 0ccidente», pues la convivencia deparó numerosos frutos. Un Alto Tribunal Rabínico entró en funcionamiento y se crearon y sanearon las calles de la Ciudad, que recibieron nombres españoles como: Calle del Sol, de la Luna, Tarragona, Lérida, Vitoria, Pamplona o Plazoleta de Cataluña. En el barrio judío, las del Comercio, de la Real Armada, del Tesoro, de la Higuera, Calle del Prado. Por otro lado, se establecieron servicios urbanos, mediante un nuevo Ayuntamiento judeo-musulmán, y, al socaire de los abastecimientos militares, nacieron algunas fortunas que se mantuvieron hasta bien entrado el siglo XX. Los 27 meses de ocupación española constituyeron una etapa de prosperidad que benefició también mucho a los marroquíes musulmanes. En Tetuán se editaron dos periódicos, El eco de Tetuán y El noticiero de Tetuán, e incluso se levantó un Teatro (el Isabel II, junto al Feddam o antiguo Zoco, denominado durante el Protectorado Plaza de España y posteriormente Plaza de Hassan II). Pero, con el lógico pesar de la Comunidad hebrea, se marcharon las tropas españolas el 2-05-1862. Numerosas familias judías emigraron por entonces a Ceuta, Melilla, Cádiz, Málaga, Sevilla e incluso a Gibraltar y la Argelia francesa.

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