Nos llega noviembre con su desfile gótico de difuntos aunque la conmemoración se nos haya vuelto light. Cada vez pierde más su significado. El ambiente externo, las nuevas formas de concepción de la vida o la caída en picado de la propia cultura de la muerte no parecen ser sus mejores aliados.
Ya no doblan las campanas de la Catedral ni las de las iglesias, ermitas y capillas, cuando sus lúgubres repiqueteos parecían fundirse con las misteriosas y tenebrosas últimas horas del crepúsculo del primer día de noviembre dejando envuelto el ambiente en una atmósfera de recogimiento. Idéntico al que se vivía en el interior de los hogares en los que permanecían encendidas, en pertinente vigilia, las tenues luminarias de las lamparillas o las mariposas flotando en el aceite de un tazón o en una mezcla de leche y agua.
Por estas fechas tampoco se aparecen ya los fantasmas ni se manifiestan las almas en pena. Quién sabe si también habrán terminado ya embobadas por la caja tonta inmersas en su pasiva contemplación; si andarán a vueltas con el móvil y las redes sociales al uso o peregrinando por el pokemon go. Ahora los ‘actores’ no son las ánimas. Somos nosotros mismos, inmersos en la locura de la fiesta de mañana, la Noche de Brujas, ese jolgorio moderno de raíces y tradición anglosajona importada con furor.
Quién se acuerda ya de aquellos lóbregos túmulos que se colocaban en los cruceros de los templos rodeados de recias velas asentadas sobre largos y tétricos candelabros. El propio camino que lleva la representación del Tenorio, que en 2004 volvía a nuestra ciudad en las Murallas Reales después de 45 años, aunque bajo una fórmula inédita en la que los espectadores podían acceder de forma itinerante a distintos escenarios junto a los actores. Una representación en nada parecida a la que concibió Zorrilla, pero menos aún la que hace dos años nos ofreció ‘Media Farsa’ con su parodia Dª Juana Tenorio.
A la mayor parte de la sociedad actual nada le dicen las inconfundibles rimas surgidas de una de las principales materializaciones literarias en lengua española del mito de Don Juan, muchas de cuyas estrofas nos sabíamos de corrido de tanto escucharlas en los escenarios, en la radio y después en la televisión. Menos aún los jóvenes, quienes posiblemente ni las hayan oído jamás y nada les dirían tampoco. Esa misma juventud que estallaría en rebelión si a alguien se le ocurriera poner puertas a la celebración de los difuntos cerrando bares y discotecas, tal como sucedía cuando se suspendían para la ocasión los bailes en los casinos, y la propia gente desistía a acudir a los pocos espectáculos que se daban por estas fechas, excepto la obligada cita con el Tenorio.
Hasta las flores naturales para ornar los sepulcros de los cementerios parecen estar en fase de extinción. Las que por estas fechas embalsamaban el ambiente en improvisados tenderetes ambulantes en las plazas de Azcárate y en la de los Reyes, en el Rebellín o en el Puente Almina (actual Constitución), principalmente con crisantemos arracimados en multitud de cubos de cinc y después de plástico.
Días también de la histórica mezcolanza de lo fúnebre con lo gastronómico. Fechas para el deguste de los buñuelos de viento, de las natillas y muy especialmente de los huesos de santo, una de las delicias más acreditadas de nuestras confiterías. Días de tradición profundamente ceutí con La Mochila y las comidas o meriendas campestres del 1º de Noviembre.
Sucedió que el día siguiente, el de ‘Los Fieles Difuntos’, los ceutíes de hace más de un siglo se marchaban también con sus viandas, pero a su flamante cementerio de Santa Catalina, después de que una ley de 1781 obligase a las ciudades a instalar sus camposantos en los extrarradios de las ciudades, pero que en nuestro caso no se materializa hasta 1823. Así, pasados unos años, ocurría que en el camposanto, coincidiendo con la tradicional visita a los seres queridos que en él descansaban, al tiempo que se adecentaban sus tumbas se diera rienda suelta a la tortilla, a las empanadillas o a los bocadillos, viandas que se consumían con la misma naturalidad y apetito que como si en plena naturaleza se tratara. Y, por supuesto, bien regadas con la bota de vino y un buen tintorro para la ocasión que pudiera alegrar los posibles sentimientos de congoja o de superstición en el caso de los más impresionables.
Se fue haciendo familiar así que unas familias con otras entrasen en animadas tertulias a lo largo de toda la jornada. Vaya, que hasta se llegaron a alquilar en el camposanto ceutí sillas para ese día con el fin de que el personal se encontrase lo más cómodo posible, según contaba Eduardo Buscató en estas páginas en 1962. Y no crea el lector que como un buen ceutí – andaluz que me siento, les exagero. No. Sucedió que el propio Ayuntamiento, pobre de recursos por entonces, alquilaba dichas sillas al precio de treinta céntimos, según consta en la sesión de comienzos de noviembre de 1897. Y como el precio parecía excesivo, pues ahí tenían ustedes a las familias cargando con ellas desde casa.
Aquello debió convertirse poco menos que en un auténtico día de campo que fue creciendo con el transcurrir de los años, al termino del cual el camposanto aparecía plagado de restos de comidas, envoltorios y envases. Hasta que extremo llegarían las cosas “que el Ayuntamiento prohibió la entrada a ese lugar de tanto respeto a todas las personas que no llevasen únicamente las flores y que las llevasen en las manos”, remataba Buscató en su artículo. Y vaya Vd. a saber si hasta les registraban los bolsillos a algunos por si acaso.
Lo cierto es que con tales medidas, aquel jolgorio en nuestro camposanto pasó a la historia de golpe y porrazo. Y dentro de lo llamativo y anecdótico del caso, parece ser que por determinados lugares de la orilla de enfrente, cuentan también que además de comer y beber en esos recintos sagrados hasta se cantaba.
En fin, días para recordar a los que nos dejaron para siempre, de visitas a los cementerios, algo en lo que no me prodigo precisamente, pero que me vacuna contra la vanidad. Una muerte que, sostengo, no llega con la enfermedad o la vejez sino con el olvido.
Por cierto, impecable Santa Catalina. Da gusto ver su limpieza, equipamientos, cuidados y transformaciones. Desaparecidas las galerías de nichos del primitivo sector del cementerio, su superficie es ocupada hoy por elegantes tumbas y panteones. Un camposanto que cada vez ha de buscar nuevos espacios para atender los enterramientos, ahora hacia su izquierda, una vez agotada su ampliación frontal o hacia la derecha. Como terminaría siendo aquel gran recinto sin las incineraciones cada vez más al uso, con permiso de las averías de alguno de sus dos hornos crematorios, claro.