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Los ‘cagapoquito’

En las primeras páginas de  la “Historia de los mozárabes de España” (Turner), escrita por F.J. Simonet y publicada en las postrimerías del XIX, se lee lo que sigue: “Carcomida por vicios tan profundos y radicales, así en lo religioso, en lo civil y político, la sociedad hispano-gótica se había despeñado a fines del siglo VII en gravísimo desconcierto y ruinosa decadencia. El trono se veía desautorizado y vacilante, amenazado por la rebeldía de los magnates y por el encono de los partidos”. Tal era la situación de la vieja Hispania en vísperas de la invasión musulmana del 711. Lo que sigue es bien conocido por todos: traición de Witiza y sus parientes, Don Oppa, Siseberto y Requisindo, y, cómo no, la de Don Julián, a este lado del Estrecho. La Historia ni es maestra ni juzga, tan sólo cuenta. Cada cual que saque las enseñanzas que pueda o sepa. Pero el cuadro que nos describe Simonet de la ‘España’ del siglo VII no se lleva demasiadas diferencias con el actual. Salvando las distancias, claro. Nuestra España de hoy día está inmersa en un grave desconcierto y ruinosa decadencia, el trono está en entredicho y los partidos políticos están abismados en sus particularismos. Pero hay un dato peligrosamente semejante, que no se debería obviar: las invasiones islámicas medievales africanas y las actuales inmigraciones ilegales.
Si nuestro país está en decadencia, si tenemos terribles dificultades económicas, si el estado de bienestar se deteriora por día, si la educación y la sanidad tienen visos de retroceder treinta años, si la miseria es portada de periódicos internacionales,  ha de haber una razón poderosa para que los inmigrantes sigan embarcándose en chalupas, arriesguen la vida y se cuelen de rondón en nuestras casas. ¿Cómo es posible que haya cientos de miles de extranjeros, en las grandes y medianas capitales, con un trabajo precario y mal pagado, o sin él, con hipotecas, o viviendo de alquiler y, sin embargo, con dos, tres y hasta cuatro hijos? La respuesta debe de encontrarse en los servicios sociales, servicios que se negarían a los españoles, o, en todo caso, primero a los de fuera y después a los autóctonos. Algo de eso circula por la Red respecto de Cáritas.  Lo cierto es que las ayudas a los inmigrantes sobrepasan con mucho lo que esos inmigrantes han cotizado o cotizan. Pero lo grave es que se constata la ausencia de integración de la inmensa mayoría de los inmigrantes. A ellos, ni la integración les interesa un pimiento ni las sociedades democráticas a las que llegan. Sólo les interesan las prestaciones sociales y las subvenciones, los dineros que nos sacan a los españoles y europeos. Y conseguir la nacionalidad para ser europeos. Estamos financiando nuestra propia destrucción: el despeñadero del que nos habla Simonet. Ni los españoles ni los europeos han pedido ni han querido esta inmigración, nos han obligado a recibirla sin rechistar, caso contrario, se han promulgado leyes para que el autóctono esté cogido por la entrepierna y se vea amenazado con castigos sin cuento. Pero el llamado progresismo políticamente correcto niega ‘la realidad del desafío que constituye la diversidad para la solidaridad social’. Así, Robert Putnam, en los años 90, diseñó un modelo, que lleva su nombre, según el cual “las redes que ligan entre sí a los miembros de una sociedad y las normas de reciprocidad y de confianza que de ellas se derivan, tienden a declinar cuando se acrecienta la diversidad étnica”. “Demasiada diversidad, al provocar la erosión de la confianza, mataría la tolerancia y arruinaría la solidaridad social y el espíritu cívico”, apostilla el citado Putnam. Las personas libres creen que nunca van a perder su libertad ni su dignidad, sin embargo, el egipcio de origen sirio Henry Boulard, del Centro Jesuita de Alejandría, dice: “La libertad y la dignidad están en peligro en Occidente, donde creemos que estamos seguros de no perderlas: en nombre de la tolerancia, Europa está abriendo sus puertas a la intolerancia”.
Pero ¿por qué hemos llegado a este estado de cosas? ¿Por qué no supimos o no quisimos ver el peligro que se nos venía encima a los españoles, si teníamos el precedente de lo sucedido en Europa con la inmigración? Los hay culpables, claro que sí, los neoliberales, que necesitan mano de obra suficiente para su desarrollismo constructivo; los socialistas y comunistas y sindicalistas, que necesitan extranjeros que les voten, pues el proletariado se ha aburguesado y está más por la labor del consumismo que por la lucha de la clase obrera, y, además, acaba votando al centro-derecha; la iglesia católica, cómplice necesario, que ve a los inmigrantes como los pobres que necesitan para su labor pastoral y social, pues los autóctonos le han dado la espalda y han vaciado las iglesias; esas ONGs ‘peseteras’, ciegas voluntarias, conscientes enemigas de su patria, y, en fin, no pocos gabinetes de abogados mercenarios y sin escrúpulos que negocian con el futuro de nuestro país. Y no olvide al tonto útil.
Sin embargo, los hay –los ‘cagapoquito’– quienes tozudamente se niegan, todavía, a ver el desastre que la inmigración desaforada ha provocado en el tejido social occidental, que creen, aún, a pies juntillas, en la teoría del inmigrante bueno y de la sociedad de acogida mala. Acaso su propia torpeza hace que sean incapaces de ver la realidad que tienen delante de sus mismas narices. Siguen jaleando la entrada de ilegales como si en ello les fuera la vida. Algunos insisten en publicar, una y otra vez, extensos reportajes sobre las condiciones en que viven los ilegales a uno y a otro lado de la frontera. No creo que se den cuenta de que esos reportajes pueden llegar a los países que generan inmigración ilegal, vía Internet, y, así, animar a otros a ponerse en camino. Otros que dejarán la vida o la salud en ese camino o, caso de entrar, serían repatriados.

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