Hoy-recién despierta, aún con los ojos sin abrir- sentí que algo iba mal. La cabeza me pesaba tanto que no dudé en tocármela para saber qué ocurría. Me di cuenta que era enorme, grande como una sandía a punto de estallar. Lejos de asustarme, intenté incorporarme para verme en el espejito que tengo en el costado derecho de la cama, pero el cuerpo no me respondió. Todo me pesaba… el torso, los brazos y las piernas, como si pertenecieran a una marioneta desfondada que no quería actuar en la función diaria.
No tardé en darme cuenta que alguien me había cosido ( en esa larga noche de insomnio) a las sabanas estriadas y tan compungidas como yo misma de esa normalidad a la que nos había llevado el covid19.
Hay quien piensa que todo sigue igual porque van a la playa y ya no tienen que sacar a los perros a hacer sus deposiciones. Pero están equivocados. Tanto como aquellos que creyeron que la Tierra era plana o que todo giraba en torno a ella.
El mundo se ha resfriado, está estremecido y no olvidemos que su suelo nos acoge a todos, su sol nos calienta y nuestras vidas están sobre él. Pero seguimos como los matrimonios infieles, como los maltratadores, como los que nunca han amado… como si no pasara absolutamente nada en nuestras miserables vidas, pegadas a la rueda giratoria de nuestra jaula.
Hasta las grandes superficies han abierto con los que nos permitimos hacer chistas de cómo hemos cambiado pareciéndonos a los asiáticos, siempre con la mascarilla puesta. Se nos olvidan los muertos, los sanitarios (mal pagados), el miedo de los que teníamos que salir por narices a contagiarnos y pasárselo a nuestras familias o las calles desiertas con presagio de fatalidad.
Se nos olvida todo muy rápido porque la cotidianeidad impera, la sonrisa ( aún mellada)es lo que flipa, los realitys y la gente guapa que nunca se contagiaran a menos que descarrile un tren y les pase por encima como a aquel pobre descendiente en la escala de los realitys que encontró la muerte en dos párrafos de una edición matutina. Nunca cambiaremos, neandertales -patéticos y difusos - pegados a nuestras cuevas, cosechadores de violencia, precariedad y hermetismo social con nuestra parcela de vida propia pertrechada como buque enemigo sin que haya cuartel- ni frontera- más que la propia.
Por eso Morfeo ya no viene a mi cama, ni me acuna entre besos, ni caricias. Por eso las tisanas (a cada cual más horrible) se me quedan en el aliento y las melatoninas y las valerianas hacen cola en mi tracto digestivo. Ya no me perfuman de leves sueños y mágicos despertares; Ya no hay amaneceres que sean piadosos de alma, sino que las preocupación hacen cola esperándome mucho después de que haya cerrado los ojos para ponerse en marcha solo sienten que aletean mis párpados.
El covid nos ha cambiado aunque le neguemos la vez. Nos ha hecho más cotidianos y menos duraderos, llevándose en la batalla a esos luchadores de guerras civiles con historias infinitas en los labios ahora sellados; Esos que caminaban a tres patas y a veces a cuatro que nunca se sintieron viejos porque se levantaban con ganas de comerse el mundo y reivindicarlo para ellos. Los que nos quedamos- de momento-no somos de la Generación de Hierro que decía mi suegro, sino los del baby Boom de los años sesenta con las ansiedades provocadas por preocupaciones que te cosen a la cama con puntadas certeras, mientras la cabeza te estalla como una sandía de buen verano, roja y punzante por dentro. Por eso, cuando vuelco los pies de la cama para asentarlos en el suelo, las veo…A todas y cada una de mis preocupaciones, esperándome impacientes para joderme el día. Pero hoy no van a poder conmigo. A patadas se lo digo: “Hoy no vais a poder conmigo”.
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