El cambio de fecha de los Carnavales de Cádiz ha alterado el sentir bullanguero de tal manera que ahora –los interesados-hacen más cuentas que las antiguas gestantes ante la inminencia del parto. Es lo sumo, la esencia de que el Covid está en derrota aun cuando los fallecidos siguen sumando cifras.
La calle es un clamor de bocas fuera y ganas de terracita adobada de cerveza. Lo entiendo… Es difícil vivir con una mordaza atada a las orejas, aun cuando te salve la vida. Imagínense en los regímenes autoritarios lo que sería tenerla por años clavada en los instantitos morales.
La vida se nos hace corta entre Carnavales, Semanas santas y Ferias. Entre inicios de curso escolar y ver envejecer a tus padres. Entre sentirte la primera arruga y ver a tus hijos con pareja.
La existencia nos da un beso en la boca si amamos con destreza de navegante avezado, y larga si emparejamos con el diablo que nos atormenta o aburre soberanamente. Necia, si soleamos la figura a la sombra de nuestra única fatiga crónica.
A mí los Carnavales me la refanfinflan. Así se lo digo. Sé que la bocaza me pierde, pero qué le vamos a hacer. Tampoco soy santa de peana de procesiones, ni de ferias. Soy lo que se llama “una lacia”, tanto que para hacerme bailar haría falta que me obligaran a cambiar cien bombillas desde el suelo con la mano levantada.
Fuera de playas tranquilas, un buen libro o una labor en la falda sentada en cualquier marea, poco queda. Esencia de malvas enterradas, de lagunas mentales y futuras oscuridades en las que quizás echaré en falta haberme tirado en paracaídas o haber hecho una locura sentimental soberana. No sé si están conmigo en que una de las mayores locuras que puede hacer un ser humano es tener hijos , porque es como montarte en la montaña rusa de un parque de atracciones sin saber a ciencia cierta cuál es ni su altura ni su recorrido. La maternidad sí que me ha sacado los colores y las magras, aleccionándome como buena soldado en las cien mil batallas cotidianas. Quizás me arrepienta de no haber amado más, de no haber estudiado más, de no haber leído más, pero no creo que me arrepienta de haber sido madre. Sobre todo porque no tengo esa esperanza atrancada en el esófago de que son una inversión de futuro. Desde que los parí -y ahora se cumplen años-siempre lo hice con total resignación de que se los regalaba a la vida que es la única dueña de todo lo que toca este Planeta. Ella la que dispone sus limitaciones o extensiones genéticas, la que los hace listos o rubios, morenos o amargados. Luego, los que los rozamos desde la mañana a la noche, esos que nos desvelamos por ellos, no somos sino los que recogemos los pedazos, los llevamos a extraescolares, secamos sus lágrimas y velamos- en el silencio y la complicidad- porque intenten llegar a cumplir sus sueños.
Lo mismo por eso nunca se cumplieron los nuestros y no amamos más, bebimos más, leímos más y gozamos como puercos. Por ellos. Pero no. No me sirve como excusa expiatoria, porque al menos yo tomé la decisión de hacerlo. No de ser hija, y sin embargo ejerzo. No de ser esposa solitaria y reiterativa, y sin embargo lo soy y ejerzo.
Porque queremos, porque la silla se skay quizás esté ya tejiéndose para nosotros en un salón lleno de ancianas figuras vegetando sus días entre grandes ventanales donde el día se hace estático y lejano y ni la lluvia, ni el frío, ni la esperanza consiguen colarse para robar un hálito de rebeldía.
Sé que me notarán espesa y pensarán que es la vuelta de las vacaciones que no he tenido o el regreso de mis hijos a las aulas, pero no. Solo es cansancio acumulado, mala hostia cotidiana y que las teclas se deslizan solas sin necesitar que las yemas de mis dedos bailen sobre ellas. Quizás que este trabajo nunca se me dio bien, pero tengo mis fieles abnegados como los carnavaleros que disputan fechas de calendario como si fuera el maná sin que los que no profesamos le veamos la curvatura al cuadrado.
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