Opinión

Lisboa - Carta de Saint Exupéry variación mía

Cuando en diciembre de 1940 atravesé Portugal en mi camino hacia los Estados Unidos, Lisboa se me representó como una especie de paraíso claro y triste. Se hablaba mucho entonces de una invasión inminente, y Portugal se aferraba a la ilusión de su dicha. Lisboa, que había levantado la exposición más brillante que hubiera habido en el mundo , sonreía con una sonrisa algo pálida, como aquella de las madres que han dejado de tener noticias del hijo que fue a la guerra, y tienen que guardarla para alentar su confianza: “Mi hijo sigue vivo puesto que sonrío...” Mirad, decía también Lisboa, lo alegre, tranquila e iluminada que estoy...” Todo el continente oprimía a Portugal como una montaña agreste cargada de tribus de presa; Lisboa en fiesta desafiaba a Europa: “¡Cómo van a tomarme como objetivo cuando muestro tan poco interés en esconderme! ¡Cuándo soy tan vulnerable!”...
Las ciudades en mi patria eran cenicientas durante la noche. Allí había perdido el hábito a sentir cualquier resplandor, y esta capital radiante me producía un malestar inexplicable. Si las inmediaciones del barrio están oscuras, los diamantes de un escaparate iluminado atraen con más fuerza a los maleantes. Se les siente cuando pasan. Yo sentía sobre Lisboa el peso de la noche de la Europa infectada de manadas errantes de bombarderos, como si estos hubieran olfateado desde lejos su tesoro.
Pero Portugal no veía el apetito de la bestia. Rehusaba creer en los malos augurios. Conversaba sobre el arte con una confianza desesperada. ¿Se atreverían a aplastarla a pesar de su culto al arte? Había sacado a la calle todas sus maravillas. ¿Se atreverían a aplastarla con todas ellas? Mostraba sus hombres ilustres. A falta de ejércitos y cañones había adornado todos sus centinelas de piedra contra la metralla del invasor: los poetas, los exploradores, los conquistadores. A falta de ejército y de cañones, todo el pasado de Portugal empalizaba el camino. ¿Se atreverían a aplastarla con su herencia de un pasado glorioso?
Yo vagaba con melancolía cada noche entre los logros de esta exposición de un gusto exquisito donde absolutamente todo rozaba la perfección, así la música, tan discreta y elegida con sumo tacto, manaba sobre los jardines dulcemente, sin estridencia, como si fuera el canto de una fuente. ¿Iban a arrancar del mundo ese maravilloso gusto por la mesura?
Y yo encontraba Lisboa, detrás de su sonrisa, más triste que mis ciudades descoloridas .
He conocido, quizás también vosotros lo hayáis hecho, a esas familias un poco extrañas que seguían, cuando se sentaban a la mesa, conservando el sitio de uno de sus miembros ya muerto. Negaban lo irremediable. A mí no me parecía que ese reto les sirviera de consuelo. Los muertos son muertos. Entonces, en ese papel, encuentran una manera distinta de estar presentes. Pero estas familias aplazaban su regreso. Los convertían en ausentes eternos, huéspedes que retrasan su cita con la eternidad. Ellas cambiaban el duelo por una espera sin sustancia. Y estas casas me resultaban sumergidas en un malestar inexplicable mucho más agobiante que la pena. Por el piloto Guillaumet , el último amigo que he perdido y que fue abatido durante el servicio postal aéreo, ¡Dios mío!, he aceptado llevar el luto. Guillaumet no cambiará nunca. No estará nunca presente, pero tampoco estará nunca ausente. Sacrifiqué su cubierto en mi mesa, engaño inútil, para convertirlo en un auténtico amigo muerto .
Pero Portugal intentaba creer en su alegría, reservándole sus cubiertos, sus farolitos y su música. En Lisboa se jugaba a ser feliz con el propósito de que Dios tuviera a bien creer en ello.
Lisboa adquiría también su clima de tristeza por la presencia de ciertos refugiados. No me refiero a proscritos en busca de asilo. No hablo de inmigrantes a la búsqueda de una tierra que fecundar con su esfuerzo. Hablo de aquellos que huían lejos de la miseria de los suyos para poner a buen recaudo su fortuna.
No habiendo podido alojarme en la propia ciudad, lo hacía en Estoril, al lado del casino. Yo venía de una guerra intensa: mi grupo aéreo, que durante nueve meses no había jamás interrumpido sus vuelos sobre Alemania, había perdido entonces, en el transcurso de una única ofensiva germana, las tres cuartas partes de sus efectivos. Había conocido, al regresar a casa, la atmósfera sombría de la esclavitud y la amenaza del hambre. Yo había vivido la noche espesa de nuestras ciudades. He aquí que, a dos pasos de mi alojamiento, el casino de Estoril se llenaba de espectros cada noche. Cadillacs silenciosos, que parecían ir a algún lugar, los depositaban sobre la arena fina del porche de la entrada. Se habían vestido de gala para cenar, como antaño. Mostraban sus plastrones o sus perlas. Se habían invitado los unos a los otros como figurantes en unas cenas en las que no tendrían nada que decirse.
Después jugaban a la ruleta o al bacará según sus fortunas. Yo iba, a veces, a verles jugar. No sentía indignación ni sentimiento de ironía sino una angustia vaga. La misma que nos incomoda en un zoológico delante de los supervivientes de una especie extinguida . Se colocaban alrededor de las mesas. Se agolpaban contra un crupier austero y se esforzaban en sentir la esperanza, la desesperación, el miedo, la envidia y la alegría como seres vivos. Se jugaban unas fortunas que quizás, en ese preciso momento, no tenían sentido. Usaban monedas probablemente caducadas. El valor de sus cofres quizás estaba avalado por fábricas ya confiscadas o a punto de ser aplastadas, amenazadas como estaban, por los torpedos aéreos. Sacaban unas letras de cambio en la luna . Se empeñaban en creer, aferrándose al pasado, como si nada hubiera empezado a temblar sobre la tierra desde hacía unos cuantos meses, en la legitimidad de su ardor, la cobertura de sus talonarios, lo eterno de sus convenciones. Era irreal como un ballet de muñecas. Pero era triste.
Sin duda no sentían nada. Yo los dejaba allí. Me iba a respirar a la orilla del mar. Y este mar de Estoril, mar de balneario, mar sometido, me parecía como si entrara también en el juego. Empujaba al golfo una sola ola suave, reluciente de luna, como un traje de cola fuera de temporada.
A mis refugiados los volví a encontrar en el barco . Este barco desprendía también una ligera angustia, transportaba de un continente a otro a estas plantas sin raíces. Yo me decía a mí mismo: “Quiero ser un viajero, no un emigrante. He aprendido tantas cosas en mi patria que en otra parte serían inútiles.” Pero he aquí que mis emigrantes sacaban de sus bolsillos sus agendas, sus vestigios de identidad. Todavía jugaban a ser alguien. Se aferraban con todas sus fuerzas a cualquier significado. “¿Sabéis? Yo soy tal, decían... de tal ciudad, amigo de Mengano… ¿conocéis a Mengano?”
Y te contaban la historia de un amigo, de una responsabilidad, o la historia de una ausencia, o no importa qué otra historia que les pudiera relacionar con algo concreto. Pero nada de ese pasado, ya que se exiliaban, les podría servir. Todavía todo era cálido, reciente, vívido, como son al principio los recuerdos de amor. Se hace un fajo con unas tiernas cartas. Se anudan todas ella con suma delicadeza, y la reliquia, al principio, desprende un encanto melancólico. Después pasa una rubia con los ojos azules, y la reliquia muere . De igual forma, el amigo, la responsabilidad, la ciudad nativa, los recuerdos de la casa palidecen, ya no sirven.
Lo creían firmemente, de la misma manera que Lisboa jugaba a ser feliz, ellos lo hacían a pensar que pronto regresarían. ¡Qué dulce es la ausencia del hijo pródigo! Es una ausencia ficticia ya que, detrás de él, permanece la vivienda familiar. Que se esté en la casa de al lado o en la otra punta del planeta, la diferencia no es esencial. La presencia de un amigo que, en apariencia, se ha alejado puede hacerse más densa que una presencia real. Es como una plegaria. Nunca he querido más a mi casa que cuando estaba en el Sahara. Nunca unos novios han estado más cerca de sus novias que los marinos bretones del siglo XVI cuando doblaban el Cabo de Hornos envejeciendo contra el muro de los vientos contrarios. Empezaban a volver desde su partida . Es el retorno lo que preparaban al izar las velas con sus manos robustas. El camino más corto desde el puerto de Bretaña hasta la casa de la novia pasaba por el Cabo de Hornos. Está claro que mis emigrantes me recordaban a los marinos bretones a los que les hubieran robado sus novias bretonas. Ninguna novia bretona encendía en la ventana su humilde lámpara por ellos. No eran hijos pródigos, de ninguna manera. Eran hijos pródigos sin casa a la que volver. Entonces empieza el verdadero viaje, ese que está fuera de uno mismo.
¿Cómo reconstruirse? ¿Cómo edificar en uno mismo la pesada madeja de los recuerdos? Este barco fantasma estaba cargado, como el limbo, de almas que aún debían nacer. Sólo parecían reales, tanto que apetecía tocarlos con las manos, aquellos que, miembros de la tripulación y ennoblecidos por funciones auténticas, portaban las bandejas, enlucían los objetos de cobre, lustraban los zapatos y, con un desprecio difuso, servían a estos muertos . No era, desde luego, la pobreza lo que provocaba el ligero desdén del personal de a bordo hacia estos emigrantes. No era el dinero lo que les faltaba, sino la densidad. Ya no eran los hombres de tal casa, de tal amigo o de tal responsabilidad. Representaban ese papel, pero no era verdadero. Nadie los necesitaba, nadie se precipitaba a llamarles. Es maravilloso ese telegrama que te sobresalta, te levanta en medio de la noche, te arrastra hacia la estación: ¡Ven! ¡Te necesito! Descubrimos pronto a los amigos que nos ayudan. Necesitamos mucho tiempo para merecer a aquellos que nos exigen que le ayudemos. Ciertamente, a mis aparecidos, nadie los odiaba, nadie los envidiaba, nadie los molestaba. Pero nadie los amaba con el único amor que importa. Yo me decía: serán admitidos, desde su llegada, en los ágapes de bienvenida, las cenas de celebración: Pero, ¿quién llamará a su puerta exigiendo ser recibido? “¡Ábreme! ¡Soy yo!” Hay que amamantar mucho tiempo a un niño antes de que exija . Hay que cultivar mucho tiempo la amistad de un amigo antes de que reclame su derecho a ella. Es preciso haberse arruinado durante generaciones reparando el viejo castillo que se resquebraja para aprender a amarlo.

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