Lewis Mumford manifestó en su obra “La ciudad en la historia”(1961) que la ciudad presenta un claro límite orgánico a su propio crecimiento. A este respecto, llamó la atención sobre el hecho de que “muchos urbanistas actuales, no se dan cuenta de que superficie y población no pueden crecer hasta el infinito sin destruir la ciudad o al menos sin imponer un nuevo tipo de organización urbana para la cual se necesita encontrar una forma adecuada a pequeña escala y un esquema general a gran escala”.
Un concepto tradicionalmente utilizado en la ecología es el de la capacidad de carga. Para Virginio Bettini, autor de “Elementos de ecología urbana” (1998), la capacidad de carga de una ciudad corresponde a la posibilidad que esta presenta para hacer frente “al exceso de presión por parte del hombre: autodepurándose, absorbiendo y reciclando los residuos, restableciendo recursos, manteniendo intactas las calidades no renovables, entre las que también está el bienestar social”. Generalmente, la capacidad de carga suele relacionarse con el número máximo de individuos que un determinado territorio puede sostener.
La respuesta dada a los problemas del crecimiento urbano de las ciudades occidentales varía de un lugar a otro, en aquellas ocasiones en las que se ha llegado a plantear abiertamente esta delicada cuestión. Un caso paradigmático es el de Nápoles. Esta ciudad, conocida en el mundo entero por sus problemas de inseguridad ciudadana, se planteó hace tiempo un objetivo, con un perfil modesto, pero congruente: devolver a la ciudad a condiciones ordinarias de normalidad y eficacia. Un proyecto basado en recalificaciones urbanas, potenciación de los servicios, recuperación del transporte público, e incremento y tutela rigurosa de las zonas verdes. En definitiva, la tutela de cuanto queda de valor, calidad y recursos que la naturaleza y la historia otorgaron al territorio. Se trata de establecer medidas para preservar los restos que definen la ciudad, dejándolos al margen sine die del desarrollo urbano de las ciudades, sin renunciar por ello al aumento de la calidad de vida mediante la mejora de los servicios públicos.
Pasar por alto la capacidad de carga de una ciudad, superando su umbral máximo, conduce a un rápido aumento de las enfermedades, del malestar urbano, de la congestión y de las tensiones sociales. Alguna ciudad, como es el caso de Bolonia, ha decidido empíricamente un límite a la población y a las instalaciones productivas en su interior. Ya Patrick Geddes, en 1918, comprendió que, una vez alcanzado el óptimo, una ciudad no debe aumentar más en superficie y población. Conviene recordar el dicho de Aristóteles: cualquier forma orgánica posee un límite superior y un límite inferior de crecimiento.
El análisis del límite de las ciudades fue abordado por Murray Bookchin, -creador de la llamada “ecología social”-, en un trabajo que coincide con el título de este artículo. No ha sido fácil poder conseguir leer este libro, ya que tan sólo se encuentra algunos pocos ejemplares en la biblioteca de ciertas universidades. Hasta 1978 no se editó en una edición en español de esta obra, nada de extrañar teniendo en cuenta la manifiesta tendencia anarquista en el pensamiento de M. Bookchin. Ni que decir tiene que tras cuarenta años de dictadura franquista, todo lo que sonara a anarquismo era lo mismo que citar al propio diablo. Para desgraciada del ecologismo español, la obra de M.Bookchin, como la de otros autores vinculados al anarquismo (Thoreau, Geddes, Mumford, Howard, Reclus, Kropotkin, etc…), apenas han influido en la formación del discurso ecologista.
Siguiendo la idea de Mumford que define a las ciudades actuales como la “anti-ciudad”, M. Bookchin concluye que la “expansión sin límite es un límite en sí misma, un proceso auto-devorador en el que el contenido es sacrificado a la forma y la realidad a la apariencia”. Esta idea encaja a la perfección con la realidad, o más bien, siguiendo el argumento de M.Bookchin, a la realidad virtual creada desde las administraciones públicas. En España no hemos convertido en maestros de la apariencia: la ciudad se degrada en su urbanismo, pero el centro de las ciudades se engalanan con luces, flores y esculturas; el colapso del tráfico es evidente y la solución es construir más aparcamientos y nuevos viales; el núcleo urbano se masifica y como respuesta seguimos densificándolo, sin dotarlo de más espacios libres y verdes; la realidad social se complica ante la falta de perspectiva de empleo, mientras las desigualdades de renta siguen marcando una ruptura en el seno de la sociedad de imprevisibles consecuencias.
En estos tiempos de crisis económica conviene recordar la relación que estableció M. Bookchin entre el vigente sistema económico capitalista y la degradación de las ciudades. Tal y como subrayó este pensador, “importa poco si la ciudad es fea, si degrada a sus habitantes, si resulta estética, espiritual o físicamente tolerable. Lo que cuenta es que la operaciones económicas se desarrollen en una escala y con una eficacia capaces de satisfacer el único criterio burgués de supervivencia: el crecimiento económico”.
Para concluir quisiéramos aprovechar la ocasión para suscitar una reflexión sobre los límites del crecimiento urbano de nuestras ciudad, Ceuta, pues como apuntaba hace más de treinta año M.Bookchin, “el mundo natural plantea su propio límite ecológico decisivo: un límite del que quizá nadie se apercibirá hasta que el daño sea irreparable y la recuperación de una ecología equilibrada imposible”. Mucho nos tememos que el límite ecológico de Ceuta hace tiempo que lo hemos superado y las consecuencias llevamos sufriéndolas sin relacionarlas con su causa principal: el desbordamiento poblacional y la consecuente masificación urbana del territorio. Debido a nuestros estrechos límites geográficos, resulta imposible satisfacer la demanda de viviendas, equipamientos e infraestructuras de una población que ha crecido a un ritmo exponencial en las últimas décadas. Ante esta escasez de oferta de inmuebles asequibles para un amplio sector de la población con bajos niveles de renta surge el grave problema de la infravivienda y las construcciones ilegales. Ya sea en los bordes del centro urbano o en la periferia la proliferación de viviendas fuera de ordenamiento avanza a paso de gigantes transformando de manera irreversible unos paisajes que constituyen lo más destacado y valioso de nuestro patrimonio natural y cultural.
Además de la radical transformación del lugar, la superación de la capacidad de carga ecológica acarrea importantes problemas económicos y sociales. Una ciudad tan pequeña y con tan escasos recursos propios no es capaz de satisfacer otra demanda importante: un trabajo que garantice unos ingresos mínimos para hacer frente a los más elementales gastos familiares (alimentación, luz, agua, etc….). Sin una ocupación estable y digna los problemas sociales se multiplican y se incrementa el malestar ciudadano. Los planes de empleo y el importante aumento de las plantillas municipales en puestos de menor cualificación (Obimace, Brigadas Verdes, etc….) han servido para aminorar la tensión social, pero no son más que medidas paliativas para un cuerpo económico que se morirá si no conseguimos hacer un buen diagnóstico y aplicar un tratamiento eficaz. Desde nuestro punto de vista, de sobra conocido, es necesario reconocer que existe un grave desequilibrio entre el tamaño de la ciudad y la población que sostiene de manera permanente o variable por el importante flujo de personas y vehículos que a diario entran a la ciudad por el paso fronterizo del Tarajal. Al final, las autoridades locales y nacionales no han tenido más remedio que establecer un límite diario en el número de porteadores que pueden entrar y salir con sus bultos por la frontera con el país vecino. Más tarde o más temprano se verán obligados a hacer lo mismo con la cantidad de vehículos que entran en Ceuta. Queramos o no, los límites de la ciudad se imponen. Lo que hay que evitar es que llevemos a un territorio al límite de sus posibilidades, ya que esta presión provoca unos males ambientales, económicos y sociales que se vuelven crónicos y llegan a amenazar a la propia supervivencia de la ciudad.